Llamo, altavoz, ocupado, corto.

Llamo, altavoz, ocupado, corto.

Llamo, altavoz, ocupado, corto.

Llamo, altavoz, ocupado, corto.

Llamo, altavoz, suena, atienden.

Entro en personaje: hablo claro, formal, sin gritar, pero proyectando la voz: “una grande de muzzarella y dos fainas”.

“¿En cuánto tiempo estará?”

No pregunto cuánto sale, sería una pregunta ineficiente.

Un día, vaya uno a saber por qué, me paro a observar este loop-ritual que hago cosa de una vez por semana: soy como un ingeniero del pedido de delivery, tengo un método infalible. La clave pasa por la ausencia de espacios entre llamada y llamada, es el momento del autómata que ni bien escucha el sonido de ocupado, corta y vuelve a intentarlo. El éxito pasa por el reinicio de la acción la cantidad de veces que sea necesaria. Por eso es tan importante no pensar, transformándote en una mera acción de cortar y reiniciar.

Una vez que suena y atienden es como si mi aspecto de “shorcito y cuero” dejara paso a una especie de “elegante sport” —ni muy elegante ni muy sport—, me disfrazo con el objetivo de ser pura claridad, eficacia, contundencia y simpleza en el pedido. La clave es no pasarse de formal, tiene que ser un mix perfecto que genere respeto y empatía a la vez.

¿Qué es lo que discurre en el lenguaje y la comunicación?

En el ejemplo de la pizza, tenemos una alienación en la acción en pos de conseguir el objetivo, una estructura de medios y fines.

Pero en otras situaciones la voz se puede transformar en una especie de sonido gutural, una suerte de delay corto y deforme, como si lo que digo viniese desde otro lado, como si mis palabras fuesen parte de todo aquello que el rio arrastra cuando llueve en la cima de la montaña. En estos casos, pasa que no me entienden. A su vez, esta forma hosca aparece en las relaciones de mayor intimidad, justamente lo contrario a la experiencia del delivery. 

¿cuánto más profunda la relación mayor permiso para desentendernos?

Las palabras son como las imágenes de un telescopio enfocado sobre una galaxia lejana. Podemos calcular el lugar de caída de un meteorito sobre la Tierra en función de su masa, velocidad y trayectoria logrando saciar nuestro interés subjetivo. Pero entenderlo, entenderlo es otra cosa. Más bien, mediante este cálculo, somos capaces de reafirmarnos a nosotres mismes reactualizando nuestra potencia sobre la materia que osa circundarnos.  

Por eso la necesidad humana de inventar palabras en una constante búsqueda del horizonte utópico de la comunicación. Aunque a veces esas mismas causas puedan expresarse en un sonido apagado e incomprensible (los extremos de un mismo círculo).

Es curiosa la potencia de la ilusión humana en la comunicación a través de las palabras. Curiosa por el hecho de que no deja de ser real.

En nuestras mejores versiones de humanidad abundan las explicaciones y los esfuerzos por comprender (comprender es comunicar, desentrañar el significado). No obstante, siempre nos encontramos con una pared que no podemos atravesar (el noúmeno kantiano), siempre hay algo que se nos escapa, algo inasimilable, algo que nos es tan propio, tan idéntico que por eso mismo no podemos identificarlo. Probablemente, un vacío. Y al mismo tiempo qué duda cabe de que cada corriente filosófica, cada música y pintura, cada palabra de un poeta, cada pensamiento empapado de realidad y “desvirgado” en este salto hacia lo real no es sino lo que le da sentido a nuestro paso por la existencia.  

La lengua es parte de nuestra constitución, somos palabras. Pero, así como con el silencio en la música, las palabras sólo pueden encajarse en un vacío que tiene que subsistir. El “misterio” no está afuera sino que nos constituye como un Big Bang que de la nada sale y a la nada retorna. Tuvimos un 2020 en donde el punto ciego que es el vacío se amplificó y mucho. En palabras de García Linera,

“El tiempo liminal supone que el viejo horizonte predictivo con el que las personas organizaban, real e imaginariamente, la orientación de sus vidas a mediano plazo ha colapsado, se ha extinguido. Por tanto, la incertidumbre táctica en medio de una clara certidumbre estratégica, tan propia de la volatilidad diaria de la modernidad, ahora ha sido sustituida por una certidumbre táctica de que no hay ninguna certidumbre estratégica.”

“Estamos en un momento de excepcionalidad del curso histórico en el que el futuro social se muestra tal como es de manera descarada: contingente y aleatorio. De hecho, el futuro siempre es así. Pero la consagración de los poderes, cualquiera que estos sean, necesita sobreponer un destino, que será entonces el destino dirigido por ese poder convertido ahora en dominante. A esto corresponden las distintas formas de hegemonía. Por eso, cuando la indeterminación salta a los ojos, como ahora, los grandes poderes planetarios entran en estado de suspensión y ya no pueden dominar, ni dirigir, ni convencer como lo hacían antes. Se inicia con ello el tiempo de una dolorosa apertura cognitiva de la sociedad, un proceso de compleja revocatoria de creencias, de modificación de las relaciones de dominación. Y en medio de todo esto, las propuestas de nuevos horizontes predictivos que se han incubado a lo largo de décadas o que emergen recientemente en el seno de las clases plebeyas tienen la probabilidad extraordinaria de ponerse a prueba ante la emergente disponibilidad social a adoptar nuevos esquemas cognitivos.” (https://jacobinlat.com/2021/01/05/tiempo-historico-liminal/)

No podemos caer en la ingenuidad de atribuirle a un virus semejante descalabro sino más bien ver este incidente como la gota que rebalsó el vaso, el último grotesco y catastrófico evento que fue como un mazazo en un consenso negativo que aun habitaba vegetativamente en nuestras conciencias.

Una cosmovisión del mundo se “crea” a partir de una materia prima, con harina puedo hacer un pan o una pizza pero difícilmente un pescado. Es justamente esa materia prima la que aparece ante nuestros ojos como naturalizada. Para seguir con las analogías culinarias, algo similar a lo que ocurre con la sal en nuestras comidas: podemos pensar distintos menús pero la sal está o no está. Nadie come un día un bife y le pone sal y otro día se le antoja comer ese mismo corte pero ahora sin sal. La decisión excede al gusto. Podemos cambiar de menú de acuerdo a nuestros gustos ocasionales e incluso de condimentos. Pero la elección “sal sí vs sal no” corre por otros canales como si no se tratase de un condimento. Ése es su poder, el poder de la invisibilización de su ser condimento. Y de esto se trata la ideología.

Cuando observamos miles de “kamikazes” occidentales sin respetar las mínimas condiciones de seguridad, hacinados con el barbijo “chota afuera” o “pañal de pera”, lo que debería movilizarnos no son esas imágenes en sí —son 40 años del virus neoliberal individualista albergando en nuestras conciencias—. En la medida en que la respuesta sea la indignación nos vamos a estar perdiendo de vista a nosotres mismes. Cuando el futuro de la humanidad se pone en cuestión por el propio accionar de dicha humanidad, la pregunta no tiene que ser por qué hacen lo que hacen sino por qué no pueden hacer otra cosa, por qué no cuentan con un “compost” desde el cual construir algo nuevo en vez de seguir revolviendo como en loop el basurero ese al que se le suele llamar zona de confort. De llevar adelante esta pregunta, también vamos a estar preguntándonos acerca de nosotres, de esa materia prima sedimentada durante generaciones que todes llevamos dentro.

¿Estas imágenes mediáticas de un “otro” —el joven o adolescente— no son acaso el fiel reflejo de la cultura del disfrute, de la felicidad, “de vivir el momento”? ¿No son el sustrato educativo con el que dichos sujetos han sido educados por los medios y en sus respectivas familias? ¿esta fetichización de la felicidad, de la cara sonriente, de las fiestas y el goce, no son como un hijo “bobo” de la cultura hippie de los ‘60y ‘70? ¿no es esta posición “madura” una crítica que en el fondo esconde un dejo de nostalgia?

El primer cimiento que hace falta derrumbar es que el objetivo y el fin de cada una de nuestras vidas es ser felices.