*

-¡¿Quién vendrá en mi ayuda?!- dijo, impostando la voz como si se estuviera muriendo.

-Será posible que no haya alguien que se digne a echarme una mano… a prestarme un hombro… a lanzarme una maldita soga… ¿Es que acaso a nadie le importa? ¿A quién asusta mi presencia absurdamente portentosa?- exclamó con evidente sorna, mientras ensanchaba el cuerpo con ademanes de sus brazos, a la vez que inflaba los cachetes. Trepó a la cama y se paró sobre ella.

-¡Escuchen todos que esto lo voy a decir de una buena y única vez! No ha nacido aún aquel que haga de mí algo más que un triste trozo de carne.-. Estalló en carcajadas y continuó.

-Triste trozo, triste trozo, trozo triste.- Pateó las cosas apoyadas sobre la mesa de luz y la despejó de un golpe para poder pararse sobre ella, de espaldas a la ventana.

-Uno, dos, tres. Uno, dos, tres.- exclamó, mientras seguía el paso con sus pies descalzos sobre la pequeña superficie de la mesita, hasta que se detuvo en seco.

-¡Atención!- gritó con toda la fuerza de su garganta procurando que el grito atraviese el pequeño hueco de la ventana para que llegue a los oídos de los transeúntes mientras que, de un solo movimiento, bajó sus pantalones y exhibió sus nalgas por la ventana.

-¡Esto es lo que pienso de sus ansias melancólicas de dolor y sufrimiento!-, gritó y se subió los pantalones volviéndose a erguir en la precaria mesita de luz, y de un salto se paró nuevamente sobre la vieja y desvencijada cama que aulló el sonido metálico de sus resortes oxidados al recibir el peso del cuerpo.

-Y ahora escúchenme bien que voy a decirles algo.-, dijo, clavando su mirada en nosotros, como si lo que estaba a punto de decir nos cambiaría la vida de la manera más drástica.

-Necesito que me escuchen porque, lo más probable, es que ustedes sean mis únicos confesores.-, continuó con rostro inmutable.- Se convertirán en los únicos testigos de mis palabras que ahora expresarán todo lo que yo atestigué con mis propios ojos. Pero no esperen ninguna profecía de abismos aleccionadores de la especie, de esas que no hacen más que fagocitar la potencia de los espíritus que se resignan a la pereza del mayor pesimismo zonzo y pérfido si los hay. No, no, no… Y espero que tampoco sean lo suficientemente ilusos como para creer que los cayos de mis pies, el dolor de mis rodillas y la angustia de mi esclerosada conciencia hayan sido solo para cargar mi mochila de una de esas estúpidas profecías redentoras que se atiborran en las góndolas de los supermercados. Esos augurios bienaventurados de los comerciantes de las palabras, que no hacen más que solapar sus perversas intenciones de ignorar que la esperanza, si es sola, no es más que una simple versión de la espera. No, no, no… Lo que les voy a contar es otra cosa. Lo que les voy a contar es lo que yo vi. Yo vi el futuro.

                                                         *

La mochila ya estaba lista. Mi linterna con pilas, una caja de fósforos, papel de diario, la brújula, y mientras hacía un bollo con el piloto, para también guardarlo en caso de que llueva, pensé que antes de guardar el libro tenía que leer una vez más la parte en que los caballeros hacían su juramento. Ya había repasado muchas veces en mi cabeza todos los pasos que debíamos seguir, pero en ese momento quise releerlo para estar seguro de que no se me escapaba nada. Comprobé que todo permanecía en mi memoria tal cual lo habíamos pensado, incluso las partes que habíamos modificado, para hacerlo más propio y significativo. Guardé el libro y ahora solo me quedaba hacer lo de la espada. Ya la había envuelto en algunas toallas que tomé prestadas del armario del baño en donde mi mamá siempre las guarda. Como no entraba en mi mochila y resultaría muy raro, a los ojos de mis padres, que salga con la espada en la mano, se me había ocurrido tirarla desde la ventana de mi habitación para que caiga entre los arbustos que están justo debajo de la ventana de la cocina y recuperarla de allí, una vez haya salido de mi casa.

Pasaban los minutos y cada vez me ponía más nervioso. Estaba a punto de hacer algo que nunca antes había hecho. Al menos no con la gravedad que esto tenía. Iba a mentirles a mis padres, porque mientras Juan les dijo a los suyos que se iba a dormir a lo de Santi, a la vez que Santi le dijo a su mamá que pasaría la noche en lo de El Bicho, y El Bicho que se quedaría en mi casa, yo les dije a mis padres que, aquella noche, Juan me había invitado a dormir en su casa. Pero a pesar del riesgo que esto conllevaba estábamos muy decididos a hacerlo, porque había muchas cosas que cambiarían en poco tiempo y necesitábamos hacer algo que nos haga sentir fuertes y unidos para todo lo que vendría.

Y así fue que a las seis y media de la tarde, bajé las escaleras y atravesé la cocina mientras mamá cortaba unas verduras en la mesada y papá lavaba las tazas que habíamos usado en la merienda un rato antes. A pesar de que mi panza se retorcía por los nervios, intenté parecer lo más relajado posible y dije:

-Salgo para lo de Juan, nos vemos mañana.

-¿Agarraste el cepillo de dientes?- me recordó mamá levantando las cejas como esperando mi respuesta, que llegó con un gesto de mi cabeza mientras salía por la puerta de la cocina.

El sol ya se estaba escondiendo y al entrar en contacto con el viento me alegré de haber traído todo mi equipo de invierno: los guantes de lana de llama que mamá me trajo de un viaje que tuvo que hacer por el norte, el gorro de lana que me tejió mi abuela y mi cuello polar de color rojo, además de mi ropa interior térmica y mi campera de invierno.

Mis padres sufrían el frío mucho más que yo. A mi siempre me pareció un tema bastante absurdo, porque lo que para mí tiene verdadero sentido son las cosas que se hacen en el invierno o en el verano. Por ejemplo, las vacaciones de verano son mucho más largas que las de invierno, pero jugar al fútbol bajo el sol del mediodía puede volverse insoportable, especialmente si tenés la piel demasiado blanca y hay que ponerse protector y esas cosas. En cuanto al invierno, pocas cosas me gustan tanto como encender fuegos en el hogar de casa o en cualquier fogón, pero salir temprano para ir al colegio con la helada y la escarcha en el pasto no es algo muy lindo que digamos. Cuando hablo de esto, mi madre suele decirme que pienso así porque soy patagónico y entonces no siento tanto el frío como ella o como papá. Ellos nacieron en Buenos Aires pero se vinieron a trabajar al sur cuando eran más jóvenes. Ambos son científicos y se conocieron trabajando en Puerto Madryn. Mi papá es oceanógrafo y mi mamá es botánica, por lo que coincidieron en un instituto en el que se juntan muchos científicos para trabajar en sus investigaciones. Siempre que hablan de esto con alguien que nos encontramos o que nos visita en casa, ellos cuentan que su historia es una de esas historias del destino porque cuando ellos se criaron en el barrio de Constitución en Buenos Aires, solo vivían a un par de edificios de distancia, y hasta sus padres -ó sea mis abuelos- los mandaban al mismo jardín de infantes, pero recién se vinieron a encontrar en Puerto Madryn. Allí se pusieron de novios y con el tiempo se mudaron a Ushuaia porque mi madre consiguió un trabajo que le gustaba mucho, a pesar de que mi padre tuvo que trabajar más de un año como observador marítimo a bordo de grandes buques pesqueros, siendo este un trabajo que él odiaba y que los obligaba a separarse ya que, en ocasiones, mi padre podía estar a bordo dos o tres meses. Algo más de un año después de su llegada a Ushuaia, mi padre consiguió un trabajo en el Museo Marítimo y mi madre quedó embarazada.

De todos modos, a pesar de ser patagónico, aquella tarde el viento era tan frío que me temblaban las piernas cuando me alejé de la luz que salía por la ventana de la cocina y me agaché para alcanzar la espada que había quedado oculta por el cantero. La saqué cuidando de no romper las flores que mi madre plantaba, y que tanto cuidaba, y me alejé de la casa hasta el alero en donde estaba mi bici apoyada contra una de las columnas. Desde la cocina, a través de la ventana, se llegaba a ver alero iluminado, por lo que oculté con mi cuerpo la espada envuelta y con la otra mano saludé a mi papá que me devolvió el saludo, mientras yo me alejaba con la bicicleta hacia la entrada. Ya lejos del alcance de las ventanas, guardé las toallas en la mochila, que apenas pude cerrar, y me la colgué con una maniobra para poder ensartar la espada entre la mochila y mi espalda. Me subí a la bici y arranque parado en los pedales hasta que tomé cierto envión. El viento helado en la cara ya no me molestaba sino que, por el contrario, me mantenía bien despierto con toda la atención puesta en el camino.

Mientras avanzaba por la calle vacía entrando y saliendo de las zonas iluminadas por las luces amarillentas que bordeaban el camino, por un momento pensé que todo esto era una locura, o un juego tonto para chicos. ¿Quién podría tomarse en serio todo esto de los caballeros, con espadas de madera, y un supuesto juramento ante nada, porque incluso ninguno de nosotros creía en Dios ni en nada parecido? Pero enseguida se me vino a la mente que, desde aquel día en que la maestra de lengua nos había dado como tarea leer las leyendas de los mitos celtas con las aventuras de los caballeros de la mesa redonda, todo había girado en torno a eso. A excepción de las horas que pasábamos jugando a la pelota, nuestras charlas así como nuestro tiempo en general lo dedicábamos exclusivamente a repasar las historias que íbamos leyendo en el libro, o a buscar algunas buenas ramas que nos sirvan para luego tallarlas y hacer nuestras espadas con las cuales peleábamos entre nosotros. Pero cuando El Bicho tiró la idea de que deberíamos hacernos un juramento, como si fuéramos caballeros, nuestras caras se iluminaron. Lo cierto es que, aunque no lo comentábamos nunca entre nosotros, teníamos un poco de miedo por lo que vendría el año próximo. La escuela primaria se terminaba y venía algo que nos parecía demasiado grande. Así que teníamos que hacer algo grande, que nos haga sentir fuertes entre los cuatro. Y si la forma de hacerlo era inventar una especie de orden de caballería y hacer un juramento, así iba a ser. Pero si lo íbamos a hacer había que hacerlo bien. Entonces fue Juan -el más estudioso de todos nosotros-, el que dijo que “la vigilia” era el primer paso, según lo que se describe en el libro. Teníamos que pasar toda la noche despiertos, pero no podía ser en un lugar cualquiera, como en la habitación de la casa de Santi, o en el sótano de lo de El Bicho, o en el alero de mi casa. Tenía que ser un lugar especial. Y a pesar de que al principio nos costó convencer a Santi de que le mienta a la madre, y de que nos pareció un poco salvaje la idea de El Bicho de pasar la noche acampando en el descampado que quedaba cruzando la ruta, finalmente ideamos nuestro plan. Pero no antes de que recordara algo que me resultó de lo más perfecto para la ocasión, y que me generó mucha alegría comprobar que así también les pareció a los demás. Algunos años atrás, mi madre -que sabía todo lo que había que saber sobre las plantas y los árboles de la región-, me llevó a conocer un árbol que estaba algo alejado de la zona boscosa, también cruzando la ruta, pero algunos kilómetros más al sur. Era un canelo que, según lo que ella me contó, era un árbol sagrado para los Mapuches, porque además de usar la madera para hacer sus casas, lo usan para curarse de enfermedades “tanto del cuerpo como del alma”. Tenía unas cuantas décadas y una altura de casi 30 metros. Además de que su olor tan característico suele alejar a algunos animales que podrían ser peligrosos, la verdad es que el simple hecho de escuchar la palabra “sagrado” nos pareció que el canelo era el lugar perfecto para lo que necesitábamos. 

                                                             *

-Así es. Tal como se los digo. Yo vi el futuro. Pero cuando les digo que yo vi el futuro, no quiero decir que me anticipé con el pensamiento a cosas que luego sucedieron. No. Yo lo ví con mis propios ojos, como ahora veo esta misma habitación de paredes húmedas y descascaradas. Lo ví como los veo a ustedes en sus harapos blancos. Lo vi, sí, y por si no me creen voy a decirles cómo era.- Sus ojos vidriosos denotaban que, mientras hablaba, también recordaba con gran intensidad.

Había llegado cerca de las 07:00 am en un estado de alteración nerviosa (tratado con 100mg de benzodiazepina), y con un cuadro de hipotermia leve, además de que los resultados del análisis de sangre indican una anemia severa (lo cual se trató con un baño de inmersión para ayudar la regulación térmica y se colocó una vía con suministro de suero y  un compuesto vitamínico). Los valores en sangre permiten descartar infecciones por lo cual se desestimó el suministro de antibióticos. No se registraron contusiones ni traumatismos de ningún tipo y, a pesar de cierta fragilidad aparente, se desplaza con total facilidad.

-Más bien, voy a decirles, cómo será el futuro. O tal vez no esté del todo mal decir que el futuro “era” algo. Porque el futuro que vi será un futuro que conocemos. Bueno… es que en realidad es un futuro que hicimos nosotros, y cómo podríamos hacer algo que no conozcamos. Yo lo ví, bien claro y con la pura certeza de estar descubriendo algo… algo que nunca antes había visto pero que, sin embargo, me resultaba familiar. Así fue el futuro que ví. Se trataba de un lugar;  de un lugar cualquiera en el mundo. En este mundo. Los reflejos del sol espejado en el agua y en las ventanas delataban que ese lugar era una ciudad sobre el agua, con tanta sobriedad como modernidad. Y en ese lugar y en ese mundo había una tierra compartida, que solo era prometida entre los que la compartían. Y en ese mundo de preguntas que se escondían entre las luces y las sombras, se buscaban las respuestas a las penurias en los fondos de los ojos de aquel que con su mirada prestaba un bálsamo de sabiduría compartida. Un mundo de maldades serenas amañadas en el juego de batallas que solo producen memoria y amistad. Producen todo. Memoria y amistad. Máquinas silenciosas y luminosas que producen incansablemente las razones de la resistencia, que es la razón de la existencia.-dijo enfatizando estas últimas palabras con un tono que denotaba mayor seriedad. Según la conclusión del informe de guardia, sufría de un estado de estrés postraumático, el cual provocó un desequilibrio fisiológico, alucinaciones y delirios.

-Y esos seres extraños que allí existían, o que allí existirán, no eran tan extraños después de todo. Tenían su cuerpo y tenían su alma. Tenían sus formas y sus informas. Sus pocos y sus muchos. Sus llantos y sus gracias. Sus sueños y sus vigilias. Sus cantos y sus silencios.

                                                            *

Así fue que comenzamos por el principio del plan. Nos encontramos a las siete de la tarde, Santi, El Bicho y yo debajo de la ventana de la habitación de Juan para que nos tire su carpa, así él podría salir de la casa sin levantar sospechas. Atamos la carpa en la bicicleta de Santi que, como era de la madre, tenía un canasto bien grande y retomamos camino.  

Pedaleamos unos cuantos minutos por la ruta y después algunos más por la tierra hasta llegar al canelo. Por supuesto que ya había pasado bastante desde que el último rayo de sol se había escondido, por lo que lo primero que teníamos que hacer era la fogata. Como sabíamos que el canelo estaba algo alejado de la zona de pinochas, habíamos arreglado que El Bicho iba a traer algunas piñas del bosquecito que hay en el baldío de atrás de su casa. Así que con algo de papel de diario, algunos troncos y las piñas de El Bicho encendimos el fuego.

A pesar del cansancio que habíamos acumulado entre la pedaleada y el fuego, Juan y yo le insistimos a El Bicho para que no se tirara a descansar todavía porque teníamos que armar la carpa cuanto antes por si más tarde se nos complicaba con el viento. Sacamos la carpa del canasto de la bici de Santi, que todavía estaba tan asustado que casi ni se había bajado del asiento de la bici, y la armamos entre los cuatro, justo en una zona en que las raíces del canelo no nos molestaran pero lo suficientemente cerca para quedar al reparo del inmenso árbol que, a medida que el viento lo sacudía, desprendía un olor exquisito. Ahora sí, ya estaba todo listo. Era hora de empezar con el juramento.

Para no pelearnos acordamos que ninguno de nosotros tendría a Excalibur ya que, además de convertir al poseedor en el mismisimo Rey Arturo, significaría que uno de nosotros tendría una espada invencible, algo que no tendría sentido en el caso de que queramos jugar a hacer un duelo. Pero cada uno le puso un nombre a su espada. Juan le puso “La Garra”. El Bicho, sin mucha creatividad, le puso “La Bicha”. Santi, con toda la creatividad que no tuvo El Bicho, la nombró “Brisa invernal”. Y la mía se llama “Aguijón”.

Cada uno levantó su espada y nos colocamos enfrentados rodeando el fogón que nos iluminaba la cara y que, sumado al sonido de la copa del canelo sacudiéndose en el viento, armaba una atmósfera muy especial. Antes de empezar con el recitado del texto que había escrito para ese momento, le dije a El Bicho que se sacara la gorra con el escudo de Boca que llevaba puesta todo el tiempo porque, aunque Juan y yo también somos de Boca, Santi es de Independiente y ese era un momento para que nada nos separe. Levantamos las espadas hasta la altura de nuestros ojos, y a pesar de que El Bicho solo murmuraba porque no se había aprendido el texto, los cuatro intentamos hablar al unísono:

-En esta noche especial, bajo el árbol sagrado, creamos la orden de los Caballeros del Tiempo, para protegernos ante todo aquello que nos depare el futuro y afrontar con hermandad los tiempos que vendrán.

A medida que lo íbamos diciendo la sensación de que solo éramos unos pobres pibes inmaduros jugando con palos iba desapareciendo. Porque el hecho mismo de hacerlo y de decirlo, al menos a mí, me daba la sensación de que había algo serio que en ese momento estaba sucediendo. Y sí en realidad solo era un juego tonto, era nuestra última oportunidad de jugarlo porque, al parecer, las cosas serían muy distintas a partir del año próximo. Y con esta sensación de estar bien convencidos de lo que estábamos haciendo, seguimos con el siguiente paso. El Bicho a mi, yo a Juan, Juan a Santi y Santi a El Bicho, nos fuimos arrodillando, apoyados en nuestra espada clavada en la tierra escarchada, mientras el otro nos tomaba juramento.

-Bajo las ramas del árbol sagrado, yo te nombro caballero de la orden de los Caballeros del Tiempo.-, íbamos diciéndonos entre nosotros a medida que terminábamos el juramento con lo que en el libro llamaban “la pescozada”: un cachetazo en el cuello del postulante, en manos del que le tomaba juramento y lo convertía en caballero. Como sospechaba que El Bicho aprovecharía ese momento para darme un tremendo churrascazo, justo antes de arrodillarme ante él le advertí que no se zarpara, y así como con el tema de la gorra, me sorprendió su compromiso con el momento. 

Y ahora sí, ya estaba todo listo para la peor parte: la vigilia. Ya habíamos terminado con todo el ritual, habíamos alimentado el fuego y preparado más leña para mantenerlo por un buen rato, y ya estábamos los cuatro sentados contra las raíces del canelo, tiritando de frío y con unas siete horas por delante antes de que el día comenzara a asomarse.

                                                       *

Hizo una pausa y, como si un enorme cansancio acumulado durante días se hubiera adueñado de su cuerpo, se sentó sobre la cama apoyando la espalda contra la pared y recogiendo sus piernas entre sus brazos, hasta que levantó su mirada y continuó:

-Claro que muchas cosas debo haberme perdido de aquel futuro que se presentó ante mis ojos. Porque aquellos seres tan singulares pero no tan extraños, tenían una forma de comunicarse tan cercana a mi entendimiento como absolutamente ajena e incomprensible. La modulación de sus bocas no resultaba del todo necesaria para articular lenguajes que parecían ser extremadamente complejos, aunque tampoco prescindían de hacerlo. Tampoco es que quiero decir con esto que se los veía como seres superiores eh… no se vayan a creer. Más bien podría decirse que son seres que han superado barreras de algún modo que pareciera ser muy distinto al modo que, en nuestro caso, han sido superadas. Ahora… y antes de que se apresuren a preguntarme, me temo que debo decirles que no estoy en condiciones de afirmar si esto se trata de algo evolutivo. Si me conocen un poco, dirán que, siendo ese mi metier o mi expertis, no debería eludir esta cuestión. La verdad, con todo rigor, es que aún es demasiado pronto para ser concluyentes. Pero, ¿no sería esto una fatalidad? Sin teleologías de perogrullo, ¿no estamos en condiciones de abandonar las dicciones y contradicciones satíricas y melancólicas del progreso mundano para sumergirnos en el fuego sagrado de las fuerzas irrevocables de la existencia? ¿Cuál sería la implicancia de considerar la especie con los mismos ojos que consideramos a la espada, a la pluma y al cielo?

Hasta el momento, según el informe, no habían podido reconocer a la persona, ya que no contestaba la pregunta directa ni llevaba documentación pertinente consigo.

Mientras terminaba de decir estas últimas palabras, sus ojos se vaciaron como si alguna idea que se cruzó por su cabeza hubiera perturbado su pensamiento, hasta que volvió en sí y continuó:

-Pero no me hagan caso. Tal vez solo sean laberintos de palabras como excusas para no aceptar mi falta de capacidad para dar con las respuestas necesarias. A pesar de que nos resulte costoso, es a veces necesario reconocer la falibilidad de nuestro entendimiento. Incluso, esto puede resultar provechoso.  

*

-Ya podemos empezar a comer, ¿no?- preguntó El Bicho, con un gesto que demostraba menos hambre que aburrimiento.

-Sí, comamos.- contestó Juan, mientras sacaba una bolsa de su mochila con unos sanguches de mortadela y unos paquetes de papas fritas. El Bicho sacó un paquete de seis latas de cerveza que le había pedido a su hermano mayor que le comprara en el almacén de Doña Emilia. La verdad es que hacía tanto frío que ni siquiera queríamos tocar las latas. Así que, para no sentir que su esfuerzo no había servido para nada, fue El Bicho el único que tomó unos tragos.

Comimos hipnotizados por las llamas del fogón durante algunos minutos, hasta que noté que ya estábamos despilfarrando y que solo masticábamos por masticar.

-Ya está, guardemos algo de comida, por las dudas.

-Tendríamos que haber traído el mate-, dijo Santi, con un malestar tan obvio que parecía que en cualquier momento se subía a la bici y se volvía a su casa. Aunque en realidad Santi era el más miedoso de los cuatro, así que todos sabíamos que no se animaría a volver solo.

-Voy a mear-, dijo El Bicho mientras se paraba y tiraba la lata por la mitad, caminando en dirección a un conjunto de árboles que empezaban la zona más boscosa.

-No te vayas muy lejos.- le advirtió Juan, pero El Bicho ni lo miró. Santi aprovechó el lugar de El Bicho y se metió más cerca del fuego y de la carpa, mientras se frotaba las manos.

-Y no podemos ni dormir un rato acá, en la carpa, ¿no?-, preguntó con la mirada perdida en la oscuridad plena que terminaba con la ruta y que ni siquiera dejaba visualizar la playa y el mar a lo lejos. Pero ni Juan ni yo le contestamos.

Con la ropa de invierno que teníamos, hacer pis se podía volver una verdadera tortura y una tarea que llevaría un buen rato. Pero El Bicho era así. Si le venían las ganas no había nada que hacer. Así fue que tardó unos cuantos minutos en volver, corriendo de entre los árboles, con un gesto de preocupación, como si estuviera asustado por algo.

-Che, ¿no escucharon nada?-, nos preguntó agitado y dejando salir mucho esa especie de humo que te sale de la boca cuando hace mucho frío.

-No, ¿qué cosa?-, pregunté.

-Unos gritos. No sé, como si alguien estuviera a los gritos pero muy lejos. Apaguemos el fuego por las dudas.

-Pero no, estás loco. Nos morimos de frío.- contestó Juan con toda seguridad.

-Sí, apaguemos por las dudas, para que no nos vean.- dijo Santi, típicamente asustado.

-Ni en pedo.-retrucó Juan.-A mi qué carajo me importa que haya alguien gritando. A parte andá saber qué escuchó este. Se tomó media cerveza y ya está escuchando voces.

-No, boludo, les digo en serio. Era rarísimo, como que lo traía el viento. Apaguemos el fuego y nos metemos en la carpa un rato y después lo prendemos de vuelta.

-Dejáte de joder.

-Por qué no damos una vuelta y vemos a ver qué onda, para quedarnos tranquilos.-, sugerí pensando que lo más probable era que El Bicho haya escuchado las hojas de los árboles agitarse en el viento, o el crujido de alguna rama, o algo así, pero también con la certeza de que no se iba a quedar tranquilo hasta que no hagamos algo, y si apagábamos el fuego correriamos un serio riesgo de congelarnos, ya que volver a encenderlo era mucho más difícil que mantenerlo.

Hasta Santi estuvo de acuerdo con la idea, por lo que agarramos nuestras linternas con una mano mientras que en la otra empuñamos nuestras espadas. Para cuando llegamos a la zona más boscosa ya estaba completamente arrepentido de mi propuesta. A medida que nos alejábamos, el frío se volvía más inteso y nuestras linternas eran realmente débiles ante tanta oscuridad ya que las nubes y las copas de los árboles parecían haberse complotado para no permitir que la luna nos ayude. Y por más que intentaramos agudizar nuestros oídos, lo único que podíamos escuchar eran nuestros borcegos que hacían crujir la escarcha y las ramas secas caídas sobre la tierra húmeda.

-No se escucha nada Bicho, dejáte de joder.-dijo Juan.

-Te juro que se escuchaba.

-Bueno, pero ya no se escucha nada. Volvamos que hace un frío de cagarse.-dije, convencido de que había sido suficiente para que El Bicho y Santi se quedaran conformes.

-A ver, vamos hasta esa lomita y volvamos porque de ahí vamos a poder ver más.

-No ya está, ya fue Bicho, volvamos.-dijo Santi.

-Esperen.-, dijo El Bicho mientras se pegaba un pique algo torpe por la cantidad de ropa que tenía puesta. Llegó hasta la cima de una pequeña lomita y se apoyó contra un árbol, desde donde intentó mirar hacia abajo. Pero por más que apuntara su linterna, las nubes y las hojas de los árboles hacían que la luz se pierda entre la oscuridad a unos pocos metros de distancia. Nada se veía ni se escuchaba. Teníamos que volver al fuego cuanto antes.

-Dale Bicho ya está, no hay nada. Vamos.-, le dije y, a pesar de que se demoró mucho más de lo que me hubiera gustado, me hizo caso y se dio la vuelta hacia nosotros.

-Vamos. No sé qué mierda habrá sido.- dijo, con un evidente gesto de frustración.

                                                      *

¡Y vaya espíritu recorría los cuerpos de estos seres! Porque si había algo que era evidente en el futuro, es que esos seres no tan extraños que lo habitan, participan de algún tipo de vibración singular. Sus movimientos y sus gestos daban cuenta de un cúmulo de pasiones comunes, creando algo parecido a lo que nuestro torpe vocabulario podría nombrar como un “sistema de creencias”. Uno que parecía tan complejo y arcano como sutil y vulgar; inagotable y vasto en igual medida que fútil y perentorio. Una composición tan pura como abyecta.-dijo, elevando el tono de la voz y volviéndose a poner de pie sobre la cama.

-Una alquimia inacabable que parecía brindar la fuerza necesaria para investir borbotones de existencia en esos seres no tan extraños, aún en los tiempos más oscuros. 

                                                       *

“El bosque es engañoso”. Muchas veces había escuchado a mis padres decir esa frase, pero nunca la había comprendido de verdad, hasta que aquella noche El Bicho bajó la loma y los cuatro nos dimos la vuelta para regresar al amparo del canelo. Nuestros pasos se habían perdido entre la pinocha, y los árboles formaban una trama indescifrable en la plena oscuridad de la noche.

-¿Por dónde carajo era?-preguntó Juan con tanta preocupación como fastidio.

-No sé ve nada.-agregué, mientras recorría el panorama de un lado a otro con la débil luz de mi linterna.

-Nos perdimos, la puta madre.-dijo Santi, al borde de la desesperación.

-Calmate, no pasa nada.-intentó minimizar El Bicho.

-Vos callate que es culpa tuya.-recrimina Juan.

-Sí, sos un boludo.-agregó Santi.

-Y vos qué decís, si también insistías en venir a ver.-contestó Juan.

-Callense y concentrémonos en volver al fuego y después si quieren nos peleamos.-dije, con la preocupación de aquella frase de mis padres retumbando en mi cabeza.

Hacia cualquier lado que dirigíamos los ojos, encontrábamos el mismo paisaje. Y la desesperación de sentirnos perdidos, apenas quisimos volver al canelo, hizo que diéramos unos cuantos pasos sin pensar, desorientándonos y comprometiendo aún más la situación. La luz de nuestras linternas se volvía cada vez más inútil, y seguir moviéndonos sin rumbo no iba a mejorar la cosa en absoluto. Era momento de tomar una decisión.

*

-Y fue entonces que algo sucedió conmigo. O, mejor dicho, algo de ese mundo tan singular expandió sus luces hasta impactar mi gélido cuerpo, que ahora ya no era capaz de sentir el frío desgarrador que hacía horas padecía mientras vagaba en búsqueda de descubrir algo que no sabía qué era. No lo sabía hasta ese momento. Porque cuando el calor abrazó mi cuerpo, supe que esa ciudad flotante era mi mayor descubrimiento; mi mayor obra.

Ilustraciones: Emiliano Trevissoi https://www.instagram.com/emiliano_trevissoi/ Montaje: Carlos Lescano https://twitter.com/LescanoCarlosD

*

Teníamos que dejar de cansarnos y de perder el poco calor que todavía guardaban nuestros cuerpos. Encontramos un tronco caído de lo que, según me pareció, había sido un ciprés, y que parecía haberse caído hacía mucho tiempo ya que estaba seco y algo ahuecado. No era muy grueso pero, con la ayuda de nuestras espadas, logramos quebrar uno de los lados para poder utilizarlo de cobertor para protegernos del viento y de los zorros. A unos pocos centímetros clavamos nuestras espadas en fila sobre la tierra dura y escarchada, con la intención de armarnos una especie de corral para nosotros mismos y así estar protegidos por ambos lados. Tiritando por el frío y el miedo nos acostamos arrinconados contra el ciprés caído y procuramos pasar la noche.

A pesar del temor y la preocupación, intenté dormir para que aquella noche se haga más corta. La vigilia ya no era una prioridad. Pero, justo cuando estaba por lograrlo, el crujido de unas ramas llamó mi atención. Al abrir los ojos me pareció ver las astas de un ciervo o algo así, que pasaba fugaz a la distancia apenas visible entre la neblina del bosque y la oscuridad. Después de algunos segundos, llegué a la conclusión de que solo me habría confundido con alguna rama o algo, ya que recordé que no son comunes los huemules o ese tipo de animales tan al sur. Cerré los ojos en un nuevo intento por dormir. 

Cuando mis ojos volvieron a abrirse, un hermoso zorro colorado olfateaba mi presencia a solo unos pocos centímetros detrás de “Aguijón”. Tanto por el frío como por la sorpresa, me quedé completamente inmóvil unos segundos, contemplando el color intenso de su pelaje y su gesto de curiosidad, hasta que unos gritos lo ahuyentaron. En silencio y precavido, salí espiando por encima del tronco, buscando el origen de aquellos gritos. Pero lejos de encontrarlo descubrí, con la mayor sensación de alivio, que los primeros rayos del sol comenzaban a asomarse.

Empuñé a “Aguijón” y utilicé toda la fuerza que me quedaba para sacarla de la tierra casi congelada, mientras El Bicho, Juan y Santi hacían lo mismo. El grito lejano que llegaba a nuestros oídos como un murmullo, aún se escuchaba, por lo que me llevé el dedo índice contra mis labios, para advertir a mis amigos de que no hablen y de que debíamos hacer el menor ruido posible.

Con nuestras espadas en las manos, comenzamos a alejarnos del ciprés que nos cobijó durante la noche. La poca luz del amanecer que se filtraba entre los árboles fue suficiente para darnos cuenta de que nos habíamos alejado mucho durante la noche, ya que a través de nuestros gestos y miradas podíamos advertir que ninguno era capaz de encontrar el camino hacia el canelo, nuestras cosas, y, especialmente, hacia las bicicletas que nos llevarían de vuelta a casa.

-Busquemos sol.-susurró Juan con toda la razón del mundo ya que lo primordial en ese momento, no era tanto encontrar el canelo ni nuestras bicicletas, sino recuperar algo del calor que nuestro cuerpo había perdido durante la noche. De hecho, mientras avanzamos entre los troncos de los árboles siguiendo la guía de la luz del sol, comencé a darme cuenta de que los dedos de mis pies estaban completamente entumecidos.

A medida que caminábamos, el murmullo dejaba de ser tal para convertirse en una voz, aparentemente de una mujer, que parecía estar hablando a los gritos. Y así fue que la escuchábamos cada vez más cerca, hasta que finalmente pudimos esquivar el último árbol  que nos obstaculizaba el encuentro con el sol. Para nuestra sorpresa, no solo sentimos la reconfortante sensación del calor que los débiles rayos de sol podían darnos. También descubrimos que el sol y aquella voz de mujer nos habían guiado hasta el canelo. Pero eso no fue todo. Porque más allá del canelo y más allá de la ruta vimos algo de lo que nunca nos vamos a olvidar. Pasando la playa, sobre el agua del mar, vimos la imagen de una ciudad que brillaba frente a nuestros ojos con los rayos de sol, ya más plenos, que se reflejaban sobre el agua del mar. Y mientras nos mirábamos sin poder creer lo que estábamos presenciando, a la vez que podíamos sentir cómo nuestros cuerpos iban absorbiendo el calor del sol, una figura caminando por la playa hacia la ruta se recortó contra el fondo de la ciudad que flotaba sobre el mar. A medida que se acercaba a la ruta en dirección a nosotros, pudimos distinguir que aquella era la figura de una mujer; una anciana de aspecto deteriorado con ropas de lana blanca y vieja que parecía envolver su cuerpo, creando un aura aún más misteriosa y extraña.

-Es Morgana.-dice El Bicho 

-¿Qué Morgana?-pregunta Santi.

-El hada Morgana.-contesté yo.-Es la hermanastra del Rey Arturo y discípula de Merlín. Y en algunas historias se cuenta que es ella quien mata a Arturo. 

-¿Y qué hacemos? ¿Corremos?- preguntó Juan.

-¿Es un hada buena o mala?-agregó Santi mientras los cuatro, inmóviles y encandilados por el reflejo de aquella imagen,y sin atinar siquiera a mirarnos, ya estábamos dispuestos para correr por donde vinimos. Pero había algo que nos retenía. Tal vez la idea de tener que abandonar el calor del sol; tal vez, simplemente, el enorme cansancio que no nos dejaba tomar la decisión de correr y volver al bosque. Pero El Bicho se adelantó un paso.

-Esperemos un poco.- dijo, como si estuviera intentando distinguir algo con la vista. Y así era, porque algunos segundos después vimos un auto que se acercaba por la ruta.

Era el auto de mis padres que venían junto con los de Juan y con la mamá de Santi. Nuestro plan había fallado en algo y hacía un buen rato nos habían estado buscando. A pesar de su enojo, nos dió mucho alivio encontrarlos y ponernos a recuperar calor con la calefacción del auto. Pero antes de subirnos los convencimos de que ayuden a Morgana, o a esa señora que estaba ahí, sola, desprotegida y con muy mal aspecto. Así que llamaron al hermano de El Bicho que andaba buscándolo también, para que venga a buscarla y la lleve al hospital. Después de todo, Morgana nos había ayudado a encontrar el canelo, así que no debía ser tan mala.

                                                      *

Según su relato, podría llegarse a la conclusión de que la paciente Mónica Bolaño Vega, habría presenciado lo que se conoce como “Fata Morgana”. Se trata de un espejismo o una ilusión óptica provocada por un fenómeno térmico de inversión de las densidades de las capas de aire más cercanas al suelo o, en este caso, a la superficie del agua. 

Se bajó de la cama y mientras posaba las plantas de sus pies sobre el piso helado de la habitación volvió su mirada y la clavó fija en nosotros durante algunos segundos hasta que dijo:

-Puedo notar por sus gestos de incredulidad que se estarán preguntando si todo este palabrerío no habrá sido un simple delirio. Y bien hacen en preguntárselo, pero mejor harían en contestárselo. Y sepan disculpar mi inseguridad, porque sospecho y solo sospecho, y nada más que sospecho, que será esa la única forma de hacer de mí algo más que un triste trozo de carne.