La tarde apretaba con el calor de un marzo “atípico”. Así anunciaban los noticiosos el calor desubicado de un otoño que no llegaba. Las lluvias del febrero carnavalense habían sido escasas, rezagadas un mes se esperaban para esa semana. Prevenido, se hizo de un pilotín verde, más bien ya musgo de tanto uso y un paraguas plegable que compró una vez en Once como una novedad. A su ya abultada mochila, cargada de un millón de por las dudas, se sumaban los nuevos adminículos. En sus delirios cotidianos de viajes largos y sobre todo cuando no tenía nada nuevo que leer, se inventaba posibles diálogos entre los objetos de su peso de tortuga ninja en la espalda. Imaginaba una asamblea entre lápices, libros a medias con sus respectivos señaladores, el par de medias extras por si llovía, el boxer por si no volvía a dormir a su casa, una remera por si tenía un accidente y necesitaba cambiarla, su libreta de cuero casi en blanco, manteca de cacao por si se agrietaban los labios en la humedad porteña, la caja de forros, un desodorante a bolilla, la botella de agua, los anteojos de sol y los de descanso que no usaba nunca y unos cientos de papeluchos de todo tipo que iban de boletos de tren, subtepass, volantes de dentistas, comidas rápidas y vouchers de descuento. Atrincherados en la desidia sacarían sus argumentos a relucir en  su cárcel de confinamiento del olvido. La botella de agua seguro presidiría, pues su constante salida podría dar un panorama a la compañerada que no tenía permiso de visitas. Separados en escalafones de uso, el subsuelo de la patria sublevada sería el amontonamiento de papeles en el sin sentido del fondo de la mochila. Desgatados ya sin tinta, seguirían siendo el colchón de los que aún les quedaba algo de esperanza en el afuera. Como hojarasca de vez en cuando sus manos presurosas de sed, despelotearían su descanso provocando un escándalo de roturas y arrugues al son de puteadas de minguito. Estarían ya acostumbrados a los golpes, los aplastes del Sarmiento en hora pico, los revoleos en las llegadas y las partidas, pero sobre todo a la oscuridad del cierre relámpago. Una especie de asamblea permanente para la libertad de los presos de la supuesta previsión. Los más esperanzados serían los objetos de librería, ingenuos aún pensaban que podría necesitarlos. No saben que los engaña con el google docs. El lápiz y el anotador, tenían un poco más de suerte, cuando por casualidad garabateaba un dibujo de algo que le llamaba la atención. Repatriados al aislamiento social preventivo obligatorio contarían su experiencia. ¿Les hablarían de cómo notaron la cara de agobio de final de día? ¿de esas ojeras de mapache cada vez más pronunciadas? ¿De la palidez pese al sol? ¿Del reverdecer de la vuelta al oeste del agite? Minucias de un paisaje mínimo, breve instante de luz calurosa de manos transpiradas. La lluvia llegó en forma de maná desbordándolo todo. Presos del calor mojado del diluvio, las costuras ajadas cedieron. Chapotearon libertad paladeando despedidas inventadas al son de compañeros y camaradas por corrientes alcantarilladas. En el remolino del empuje imposible mordieron el barro de alguna zanja que de seguro los llevará a su próxima estación, esperanza. Siguió con la mirada el despilfarre por el charco correntoso que se llevaba el contenido (in)útil de su carga cotidiana. Se cagó en dios y en todos sus santos mientras pateaba charcos. Sintió añoranza, incluso por aquello que jamás usaba. Nunca se le había ocurrido llevar una bolsa por las dudas que diluviara. 

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Que explote desde la hojarasca esta resistencia primaveral. No hay invierno que dure 100 estaciones, ni pueblos que lo soporten. Saltemos sobre esta mojada realidad el pogo más grande del mundo.

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