Para Susy

Ale volcó un chorrito de leche en el café humeante. Y se hamacó con placer. Esta mecedora es un lujo, qué suerte que la hice traer. Recordó que su papá se la había enviado desde Salta cuando ella consiguió alquilar. Al poco tiempo de haber llegado a Buenos Aires logró reunir lo suficiente para un mono ambiente. No alcanzaba para más. No necesitaba más. Segundo piso, contra frente. A pesar de ser muy chiquito a Ale le encantó. El sol entra a raudales e ilumina mi cama y la kitchinett. Además el pequeño balcón da a un alucinante patio ubicado en la planta baja. Tener este balcón es un privilegio.

Y es de los perfumes de lo que va a tratar este cuento. Aromas y sabores. También de colores y sonidos. Y por qué no de imágenes superpuestas como en un abundante collage que combinará pasado, presente y futuro. Por qué no.

En este preciso momento todo el interés de Ale se concentra en la maceta blanca que con bastante esfuerzo ha colocado hace unos minutos en ese patio. Huele el perfume que levemente va subiendo mientras un picaflor se entretiene en mover las ramas de la lavanda. Oleadas azules llegan hasta su balcón con aquel dulce aroma de cajón de ropa de mamá. Y su infancia en cabalgata rápida se adueña de ella. Despierta del sueño porque sabe que Amelia ya ha salido al patio. La presiente detrás del helecho gigante, con su postura de siempre, los surcos profundos en las mejillas y la transparencia de unos ojos grises, encandilados alguna vez por el sol del Mediterráneo. Concentrada en el aleteo del picaflor no ha escuchado el ruido de la silla de ruedas. Ahora se da cuenta que Amelia ya está en la galería que da a su patio. Entonces la ansiedad se le acurruca en el pecho.

Y acá estamos en el momento previo a que ese otro u otra abra su regalo. El que vos preparaste con mucho esmero. ¿Qué esperas? Ver en su cara una alegría proporcional a tu esmero. Acertar con el deseo ajeno. De eso se trata. Sucede muy de vez en cuando. A duras penas, y sólo a veces, acertamos con el nuestro.

Ale sigue hamacándose y no se asoma porque no quiere que Amelia aún la vea. No tiene dudas de que está disfrutando de los rojos racimos de la Santa Rita que caen como borbotones sobre la pared blanca. Y piensa que Amelia quizás ya está conmovida por el aroma que desparrama el picaflor con sus aleteos.Tampoco Amelia levanta la cabeza para mirarla aunque también seguro ya sabe de su presencia. Ambas se presienten. Y comienzan sin pensarlo a disfrutar de este nuevo encuentro. ¿Cuánto tardará Amelia en girar la silla abandonando la penumbra de la galería para llegar al centro de su patio y descubrir el regalo de Ale? La lavanda. ¿Cuánto tardará en levantar los ojos cómplices para mirarla agradecida? ¿Cuánto tiempo falta para que llegue ese gesto que tiene tan ansiosa a Ale? ¡Qué sensación embriagadora se siente mientras se está esperando…!

¿Cómo se mide el tiempo? Una pregunta con muchas respuestas distintas y sin embargo todas correctas. El tiempo entre dos estaciones de subte puede ser tan largo como unas vacaciones y tan corto como un estornudo. Todo depende. ¿De qué? No sabría decir … pero no tengo dudas de que es así.

Desde aquella primera vez en que Ale se había asomado al patio de Amelia con la mirada dilatada por tanto verde y había descubierto sus ojos grises, sintió que las unía la complicidad del disfrute. Tardo un tiempo en comprender cabalmente la dimensión de esa complicidad. Comprender que no se limitaba al frondoso patio. Sino que tenía que ver con el gozo que ambas compartían aún sin conocerse. El gozo por las cosas hermosas. El aleteo de un picaflor. Una santa Rita cayendo como llamaradas rojas y violáceas. Un olor a jazmín que traía recuerdos de otros patios más antiguos. El sabor de una pasta frola con el dulce de membrillo casero que a Amelia le sale tan rico. Comparten una especial manera de disfrutar la vida que las vuelve aliadas. Y distintas al resto.

No sé cuántos años tiene, no sé demasiado sobre Amelia, pero hay algo que se desprende de ella que me impulsa a confiar, le decía Ale a su mamá. Además de hablarle a su familia por teléfono también le gustaba escribirles. Mails tipo cartas (como las de antes) con muchos detalles y muy largas. Que terminaban siendo como soliloquios en los cuales se explayaba sin límites. Y el mail continuaba hasta desembocar en un final esperado. Los extraño mucho. Entre el trabajo y la facu casi no me queda tiempo. No se preocupen por mí. Me alimento bien y descanso lo suficiente. En cuanto pueda, pido unos días y me hago una escapada. Los quiero mucho. Para terminar con el consabido les mando un beso grande.

Este cuento también pretende narrar esos oscuros sentimientos íntimos que de a poco hemos ido olvidando en el rincón de los cachivaches que de tan viejos ya no usamos, porque son antiguos, porque son sensibleros, porque a quién le interesaría que yo les cuente el breve aleteo de un picaflor sobre una santa Rita desbordada.

Ahora Ale se sigue hamacando en la mecedora recordando cuando la empleada de la inmobiliaria le mostro el departamento por primera vez. Mujer tan formal y predecible. Tan compuesta. Dueña de un lenguaje florido y monótono con descripciones innecesarias. Por ejemplo le pidió que tuviese en cuenta que el baño tenía bañera. Agregó que era un hecho poco frecuente en departamentos pequeños. Ale apenas la escuchó. Solo esperaba que dejara de hablar para salir al balcón que la llamaba tentador. Con curiosidad se animó y dimensionó la importancia del patio de abajo que entraba sin pedir permiso por el ventanal (del que ya estaba segura) iba a ser su mono ambiente. La empleada constante en su relato de asuntos intrascendentes aclaró que ese patio correspondía al último departamento de la planta baja. Se ve mucho, ¿cierto? Y ante su cara de póker se apresuró a decir que si te molesta y necesitas intimidad, con una buena cortina se puede solucionar. Es un hermoso patio murmuró Ale, mientras la fragancia que exhalaba la enredadera de rosas blancas ya trepaba casi hasta sus pies.

Un día Ale y Amelia se saludaron. Era casi inevitable. Y otro día conversaron sobre nimiedades y de a poco fueron estableciéndo los rituales que las unirían. Cuando Ale llegaba de la oficina se asomaba con su consabida taza de café recién hecho. Cuando se levantaba, aún en pijama, su primer gesto era salir al balcón. Para Amelia acomodar su vida a los horarios de Ale sucedió sin darse cuenta. Rituales que convirtieron al patio en protagonista.  Antídoto de la soledad de una gran ciudad para una provinciana recién llegada y para una mujer mayor muy limitada por su silla de ruedas. Saber que iban a encontrarse allí y que mirándose por encima de las plantas todo iba a ser distinto y disfrutable.

¿Cómo suceden los hechos importantes? Así de repente y sin demasiado preámbulos. A veces imposible relatar los detalles. Casi fugaces y sin embargo eternos.

Sin darse cuenta y de manera natural en esos primeros meses Ale se encontró contándole a Amelia cómo era su casa de Salta y lo difícil que había resultado el parcial de Filosofía. Las idioteces de la jefa y hasta ciertas intimidades de su noviazgo lejano y de los pretendientes capitalinos que iban apareciendo. Amelia hablaba poco y con frases cortas. Sólo corría su sillón de ruedas y se asomaba al centro del patio para verla. Allí justo donde ahora está la lavanda.  Entonces la luz le pegaba de pleno sobre la cara. Y debajo de los transparentes ojos grises quedaban al descubierto unas profundas arrugas que surcaban impiadosamente su cara. Asentía con la mirada, sonreía o se ensombrecía con un rictus fino en los labios. ¡Ya sabes que soy muy verborrágica! le decía a Ale a su hermana Clara; y enseguida completaba que Amelia con sus breves intervenciones la ayudaba a encauzar sus cataratas de palabras.

Y una tarde de domingo, cuando la soledad es aún más impiadosa, Amelia finalmente habló de su pueblo y de su casa natal. Brevemente, casi midiendo las palabras, contó su historia. Sin mucho detalle. Sencilla y repetida. Pareja de inmigrantes que vinieron a hacer la América. Hijos que se fueron buscando un mejor futuro en Europa y que tampoco volvieron. Un marido que triste se murió. Lo único que quizás para cualquier desprevenido podría haber sido intrascendente fue esa referencia que a Ale le caló hondo. En la puerta de mi casa había dos grandes macetones blancos con lavandas, contó Amelia. Cuando entrábamos o salíamos los rozábamos y se nos subía ese perfume que aún hoy, a pesar de la distancia, todavía recuerdo, agregó. Y que sus hermanos ya habían vendido esa casa y que ella hacía mucho había decidido no volver. Después hubo un silencio largo en el que solo se miraron mientras llegaba el atardecer. Las sombras entraron al patio junto con un fresco rocío. Y se despidieron con un hasta mañana rumiando cada una sus recuerdos.

Seguro que a ustedes también les debe haber pasado que un comentario breve, intrascendente, dentro de una charla larga es lo único que al día siguiente se recuerda. Ese comentario breve es el que se queda pegado a la memoria hasta en sus más mínimos detalles. El tono de la voz, la mirada, las manos y el gesto hacen que ese comentario sea inolvidable.

Durante esa semana Ale buscó y encontró un macetón como el que había imaginado a través de la voz de Amelia. Lo llenó de plantas de lavanda. Para estar segura lo puso en el medio de su departamento y caminó alrededor, rozándolo hasta comprobar que le subía su perfume por las piernas hasta acariciarle el pecho. La primera  vez lo hizo con los ojos cerrados y el olor se encaramó por su cuerpo. Al comprobarlo su mirada se humedeció de alegría. Lo repitió varias veces, durante cada noche de esa semana. Para probar y volver a probar. Para estar segura.

Lo pintó con dos manos de pintura blanca. Trató de moverlo y descubrió que era pesado. Bastante pesado. Todo hecho sigilosamente, de noche, con la persiana baja. No quería el desenlace común de ir a tocar la puerta de Amelia. Quería una solución distinta que embelleciera el regalo. Un detalle que otorgara una cuota mayor de sorpresa y emoción. La lavanda tenía que llegar al patio de Amelia como un regalo del cielo, como llegaban la lluvia y el sol.

Entonces una noche, ya de madrugada, ató el macetón con una soga gruesa y un nudo marinero que se pudiese deshacer con un simple tirón. Lo alzó sobre su balcón y lo deslizó despacio por la pared hasta el patio de Amelia. Cuando sintió que tocaba el piso suspiró aliviada. Tiró de la soga y el nudo se deshizo. Así de fácil. También con otro simple movimiento recuperó la soga y allí quedó la lavanda en el patio de Amelia, dentro de su macetón blanco. Como caída del cielo. Apenas pudo dormir imaginando el desenlace que ahora ya estaba cerca.

Y acá me atrevo a repetir aquello que dije al principio porque estamos por asistir a la apertura de un regalo que se preparó con mucho esmero. Estamos en el segundo anterior a que el papel sea rasgado. Cuando el que regala  sólo espera una alegría proporcional a su esmero. Acertar con el deseo ajeno. Es difícil. Sucede muy de vez en cuando. Por más esmero que le pongas a veces no resulta. ¡Y entonces que pena enorme! Y en ese patio y sin que mediara ninguna señal especial la magia empezó a suceder.

 Como Ale lo había imaginada tantas veces durante la semana Amelia giró la silla y salió de la galería hacia el centro de su patio. Ya podía verla yendo directo hacia la lavanda. Cuando Amelia la descubrió transcurrieron unos segundos inmensos hasta que comprendió todo y levantó los ojos hacía Ale con una mirada infantil y cómplice. Y jugando y riendo, liviana y juvenil, hizo girar varias veces su silla de ruedas alrededor de la maceta blanca, rozando la lavanda con sus piernas y oliendo con toda la fuerza de sus pulmones. Cuando parecía que ya se iba a detener empezaba a girar de nuevo entre risas y jadeos. Al fin, ya extenuada se detuvo y levantó hacia Ale una cara donde los surcos habían desaparecido, mojada en lágrimas y con unos ojos grises brillantes de estrellitas. Entonces le regaló la certeza de que no se había equivocado y el milagro de saber que sí que sí que sí  había acertado con su deseo.

Gracias, es hermosa, le dijo, igualita a aquellas que te conté que estaban en la entrada de mi casa …

2 COMENTARIOS

  1. Me encantó!
    Qué poder tienen los aromas que asocian y potencian recuerdos. Te transportan.

    Amo la lavanda 🌷 tan intensa, es especial.
    Y esos encuentros “casuales”… con un ojo atento se puede acariciar y brindar momentos de alegría a unx otrx.

    Muchas imágenes, hermoso Noe

  2. Noe ! cataratas de imágenes, olores, colores, es un cuento que lo va rodeando a uno y de golpe se encuentra en medio de un patio mágico con lavandas !!!!!
    Hermoso, gracias

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