
Quizá fue el recuerdo de un par de manos con dedos de azufre, deslizadas por el ángulo de la puerta que da a la habitación. Y esa voz como de ruido de cristales que ruedan. «La puerta, no puedo encontrar la puerta…que hicieron, donde se llevaron la puerta».
Ryunosuke Akutagawa nació en los alrededores de Tokio, un primero de Marzo de 1892. Desde su infancia lo perseguirá como una sombra amenazante la sumisión en la locura de su madre, quién moriría en 1902. Cuando ingresa en el Departamento de Literatura Inglesa de la Universidad de Tokio realiza versiones de textos de Anatole France y Yeats. Participa de la publicación Shinshicho (Nuevas Ideas) donde presenta su primer relato «Vejez» y posteriormente «Rashomon» que se convertiría en el primer clásico de su importante obra.
Asimilando las tensiones entre lo tradicional japonés y lo occidental, la narrativa de Akutagawa hace jugar elementos de ambos mundos.
En ellas desarrolla novedosas tramas que incorporan lo más contemporáneo de las técnicas narrativas europeas y un sondeo sensible de la subjetividad de los personajes. Por lo común, la trama se desarrolla alrededor de un sujeto desgarrado por un dilema moral.
En Rashomon el contexto tradicional aparece en escena significado por el antiguo portal, que constituía la gran entrada a Tokio durante la época clásica. Aquel lugar de grandilocuencia y honor aparece transformado en un entorno decadente, donde los despojos humanos y la miseria producto de las transformaciones modernas del país se amontonan. El personaje que protagoniza el relato es el sirviente de un Samurai, que despedido por su amo se debate entre el dilema moral de ceder o no a la vida criminal, para mantenerse con vida.
En cuanto el lector aborda el texto sobresale la habilidad técnica de Akutagawa. Apenas con unas breves pinceladas es capaz de situarnos en el clima y el significado simbólico del cuento.
«Era un frío atardecer».
Bajo Rashomon, el sirviente de un samurai esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el ámplio portal. Solo un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes».
El grillo posado en la columna resquebrajada por partes nos pone efectivamente en clima. En ese marco crepuscular, el sirviente librado a su suerte se adentra en el submundo que habita tras el portal Rashomon. Pronto se encuentra a su paso con cadáveres de personas y animales. Comulgan en el anonimato del paraje, junto a las madrigueras de zorros y ladrones.
«Perdido en un mar de pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la manera de obrar frente a ese inexorable destino que tanto lo deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la avenida Sujaku.
La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashomon, como envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro veíase una nube suspendida en el borde de una teja inclinada».
En los cuentos de su primer etapa creativa, Akutagawa nos sitúa frente al problema de la desintegración del mundo tradicional. Los protagonistas de esas obras son muchas veces extraídos de las leyendas populares del país. De los cuentos campesinos, los monogatari japoneses.
A partir de 1924 las crisis de salud del autor, que lo acompañan desde la niñez, se recrudecen. Úlceras de estómago, taquicardia y accesos de angustia lo obligan a cambiar constantemente de domicilio. El espectro de la locura hereditaria comienza a atormentarlo cada vez más. Es entonces cuando su narrativa experimenta transformaciones sustanciales. Si hasta ahora el escritor se había mostrado empeñado en poner en escena la desintegración del contexto social y tradicional, ahora lo que emergerá en las líneas de su prosa será la desintegración del yo. En primera persona, se suceden en las estremecedoras páginas de cuentos como «Engranajes» o «Vida de un loco» la irrupción de episodios con sesgos paranoicos o delirantes. Sin ceder en su virtuosismo estilístico, la escritura de Akutagawa se vuelve fragmentaria. Los puntos de vista aparecen resquebrajados, como narrados desde la propia locura.
En «Los engranajes»se reiteran en cada uno de los fragmentos que componen el cuento elementos que le dan continuidad y conectan cada uno de ellos, pero también le aportan al texto esa inquietante sospecha de estar en presencia de un relato delirante que se dispone hacia la desintegración total del sujeto narrador. Así, la en apariencia intrascendente conversación protocolar entre dos pasajeros de tren nos sitúa, en las primeras líneas del cuento, frente a un elemento que se continuará a través de cada sub relato. En la anécdota tirada al pasar se comenta la existencia de una casa hechizada que se ve en el trayecto del viaje. En ella, aseguran, se produce la aparición repetida de un fantasma que deambula vistiendo un impermeable de lluvia. La repetida irrupción casual de esa prenda de vestir será la que aporte progresivamente una sensación de alarma, que luego se va acrecentando con otros elementos como por ejemplo la visión, aparentemente alucinatoria, de los engranajes:
«Mientras caminaba de pronto pensé en bosques de pinos. Y también había algo extraño en mi campo visual. ¿Algo extraño? Había engranajes semitransparentes que giraban sin cesar. Ya había tenido experiencias similares. Los engranajes crecieron hasta bloquear cualquier otra visión, pero solo durante un momento, y después desaparecieron y se instaló una terrible jaqueca…era siempre lo mismo».
La intuición de la locura, incendios misteriosos que coinciden con cada viaje en tren del protagonista, suicidios y un paseo delirante hacia el Hospital psiquiátrico que acaba en la morgue municipal van dando las puntadas a la trama atormentada del cuento. Vida y obra se entrecruzan, se funden en la etapa final del autor. El 24 de julio de 1926 Ryunosuke Akutagawa se suicida tomando una fuerte dosis de veronal. Quedarán flotando en el entorno, las palabras que el escritor en su agonía esboza como escueta explicación de su proceder: «una vaga inquietud». Acaso sirvieran como síntesis también de todo un clima de época que desembocará en la trágica participación de Japón en la Segunda Guerra Mundial.
Fragmento de «Los engranajes»
«Me quedé en la calle, esperando un taxi. Estuve un rato allí. Sin embargo, usualmente había un taxi amarillo en los alrededores. (Esos taxis amarillos, por alguna razón, siempre me involucraban en algún accidente.) Al cabo de cierto tiempo, no obstante, apareció un taxi verde, de la buena suerte, y decidí que de todos modos iría al hospital mental próximo al cementerio de Aoyama.
«Tormento…Tántalo…Tártaro…infierno…»
Tántalo yo mismo, de hecho, mirando la fruta a través del vidrio de la puerta. Maldiciendo para mis adentros el Infierno de Dante, observé la espalda del chofer. Y me invadió el sentimiento de que todo es una mentira. La política, el comercio, el arte, la ciencia… todo, ante lo cual yo no era más nada más que el mero camuflaje de una horrible existencia. Empecé a sentirme ahogado y abrí una ventanilla. Pero la sensación no desaparecía.
Finamente el taxi verde llegó a Jingu Mae. Allí había un callejón que conducía al hospital psiquiátrico. Pero justo ese día, por algún motivo, no pude encontrarlo. Después de pedirle al taxista que diera un par de vueltas a la manzana para localizarlo, y que volviera siguiendo las vías del tranvía, abandoné y decidí bajarme del auto.
Por fín encontré el camino y me encontré saltando de derecha a izquierda en un camino lleno de charcos de fango. Entonces, sin advertirlo, debí de haber girado erróneamente, porque me encontré en la sala funeraria de Aoyama. Era un edificio en el que no había entrado desde el funeral de Natsume sensei, unos diez años atrás. Diez años atrás yo no era muy feliz. Pero al menos estaba en paz. Advertí la grava decorativa más allá de la entrada y, recordando el árbol de basho del refugio de Soseki, no pude evitar sentir que mi vida había terminado».