Para quienes eventualmente contamos historias, a veces nos encontramos con otras pequeñas dentro de una aún mayor. Desordenadas, parciales, mínimos retazos de los hilos de narración que nos atrapan sin remedio. Ésta es una de esas historias dentro de las historias. Y el desenlace fue el inicio para comenzar a contar. El final no es nada más, y nada menos, que un cuchillo sucio en una bacha.

Con los resquemores propios de un tiempo en nueva construcción, se permitieron extender, quizás más de lo que preferirían, la charla civilizada. Justamente en cuarentena, lo que sobraba era tiempo. Sin invasiones innecesarias fueron compartiendo grano por grano un poco de cotidianeidad. Quehaceres, responsabilidades, recetas y vinos desde la virtualidad.

Lejos quedaba la posibilidad de un encuentro real en el viejo cara a cara. Incómodas, no habitués de la tecnología, sortearon para su asombro los nuevos desafíos planteados por la nueva normalidad. Incrédulas, deseosas de poder verse y tocarse, planificaban un encuentro que nunca llegaba. Avances y retrocesos en la puesta de una fecha. Como campeonas manejaban la frustración compartida con mensajes de ánimos que iban y venían por la fibra óptica de la hiperconexión.

Meses de compartirse, cansadas de los miedos, ocurrió la magia. Supongamos que se llamaban Josefina y María. Vinos, charlas interminables y millones de relatos de viajes acompañaban sus encuentros. Cansadas de pisarse las sábanas, exorcizaron fantasmas al son de risas y gemidos compaginados. Un acorde polifónico al que poco estaban acostumbradas. Y entonces ocurrió lo inevitable. El cariño creció a un ritmo vertiginoso. Un caudal correntoso que desembocó en un estanque natural, cristalino. Ahí se sentaban a mirarse y se descubrían en los ojos de la otra. Un desborde de calma, de pequeño remanso. Y fueron río surcando rocas, erosionando callos.

La nueva vida se abrió de a poco. Sin caer en los clichés, siguieron construyendo un sinfín de redes en las que siempre se encontraban. A la vera del río manso, flores de mburucuyá, mamboretás y colibríes venían a visitarlas. Entonces fue que comenzaron a compartir sus refugios. Compañeras, yendo de un hogar a otro, se invitaban el pan y el vino, las risas y el llanto. Las intimidades vedadas se convirtieron en chistes cariñosos, códigos internos hermosamente cimentados. En ese devenir cotidiano comenzaron las pequeñas delicias de la vida no conyugal. Y entonces Josefina supo que María odiaba lavar los platos. Una tortura apilada la desesperaba cada mañana. Cuando lograba lavar todo, era su hazaña del día, o de la semana. Todo dependía de la cantidad de platos sucios que lograba, como un arte, acumular ordenadamente en la bacha. Josefina convirtió ese horror en chistes continuos. Le parecía ridícula la aversión, y se reían juntas cuando ella se disponía a lavar para hacer mas llevadero su suplicio. María inventaba historias. Su capacidad de imaginación era tan admirable que sus fantásticos relatos ya eran parte de sus largas charlas. Sin caer en lo guionado se seguían el juego, incluso luego que Josefina descubriera el tono de la invención. Así, Maria deliraba entre historias donde parejas amigas se peleaban por quien lavaba los platos. Josefina no siempre podía determinar si eran verdaderas o inventadas y a veces caía con su ingenuidad. Sin darse cuenta de que era una mentira, le creyó una vez que una pareja se había separado por un cuchillo sin lavar en una bacha. Hasta que logró descifrar la mueca en la cara de Maria, esa mueca cada vez que inventaba: los ojos para el costado y un guiño de boca, como si tuviera el 7 de espadas. ¡Truco! ¡Quiero vale 4!

En la nueva normalidad se permitían transgresiones mínimas, nuevos rituales. Sin caer en lo sacro, inventaron una liturgia de consagración. Genuinas con ellas mismas y con la otra, se compartieron eclipses, parques, amigues, amores, natividades, años viejos y años nuevos. Se voceaban canciones de calandrias y gorrión. Una festividad constante de celebrar la vida, de amainar los males dolientes de un mundo pariendo un corazón. Refucilos de algarabía las rodearon. Y así pasaban las horas, colgadas de vinos y cafés, de abrazar convivientes humanes, perrunos, gatunos y topos. Horneros en flor. Ladrillo por ladrillo de adentro hacia afuera, manos en obra. Albañillas del fratacho. Con gestos, transmitían lo que hacía falta. Con ser presente les alcanzaba. No se servían de las declaraciones palabreriles. Solo sentir en abrazos. Lo que a veces las descolocaba siendo unas burócratas de las palabras.

Con esa manía de compartirse todo, una contó un anhelo: un viaje. Uno ansiado y cuasi planificado. Y entonces llovieron alegrías y preparativos. Se despidieron confluyendo en el remanso una vez mas. Un hasta luego, unas llaves depositadas en el hueco de las manos de una de las dos y la promesa de una próxima ruta juntas.

A la distancia se comparten las alegrías. Todo intacto. Las llaves eventualmente abren las puertas de un patio lleno de plantas que son regadas. Para quien las riega, un cuchillo sucio en la bacha que reza: “este cuchillo está sucio. Te amo.”