Homus lupus homini – Thomas Hobbes
Mi curiosidad me ha llevado a indagar y algunas veces a descubrir misterios escondidos en los repliegues de alguna gente con la que me he ido cruzando en esta ya larga vida.
Queridos lectores agrego como al pasar y para estimular vuestra curiosidad que esas personas nunca han sido familiares ni amigos. Apenas conocidos, algunos vecinos, compañeros lejanos de alguna oficina o de estudios. Es decir personas cuyos secretos me resultaron aún más difíciles de descubrir. Y esto siempre ha constituido un estímulo mayor para mí. Gente que apenas me rozó pero cuyos secretos dejaron su huella.
En fin, para concluir con esta breve presentación les confieso que esos casi desconocidos son, han sido y siguen siendo mi gran debilidad.
Miguel fue uno de los que más se resistió. Su rebeldía era instintiva y se hacía fuerte en esa cualidad “escondidiza” de sus ojos grises. Desde el mostrador esperé pacientemente a que un día su tristeza se convirtiera en palabras, se escapara de sus ojos y se animara a contarme todo. Pero ni el alcohol conseguía desmadejar su aspecto indolente, desnudarle la altivez y convertir su apatía en deseos de contar. Lo más probable es que si yo hubiese sido sólo el dueño del boliche jamás hubiera llegado a conocer su historia. Pero mucho antes de lo que les estoy contando, fui un ingeniero especializado en control de calidad de alimentos. Entonces cuando me mude a Coronda se hizo muy habitual que los pequeños productores de la zona me trajeran sus frutillas para que las analizase.
No les cobraba un peso pero disfrutaba mucho ese trabajo y ellos escuchaban respetuosamente mis informes. Me encantaba novelarles la historia de sus frutillas. Que estas habían recibido demasiada agua. Que a estas otras la helada le había aguado el dulzor. Que aquellas hubiesen necesitado más lluvias. Hasta llegar a veces, sólo a veces, a decir que estas sí, que estas eran óptimas. La tierra donde se habían criado poseía la mezcla ideal, el agua de riego no había abundado ni escaseado, el sol les había prestado el calor y el color suficientes. Entonces sonreían como muchachos bonachones y los ojos les brillaban ante ese buen informe. Y entonces ese día consumían más y felices se emborrachaban.
Nunca entendí bien a esos hombres. En realidad tampoco me esforcé demasiado. Aún me tiene sin cuidado analizar a este grupo de miserables que vive al fiado y se emborracha en mi boliche. Creo que no tienen individualmente ni en grupo nada que yo pueda apreciar demasiado. Además les confieso que no creo en el ser gregario del ser humano y aseguro que los grupos humanos son etéreos, inestables e inútiles. Y si por ahí se me ocurre analizarlos individualmente encuentro que la mayoría es inmensamente aburrida. Vidas rutinarias sin horizontes ni misterios. Para qué viven me pregunto muchas veces sin encontrar la respuesta. Sin embargo algunos, muy pocos, me han llegado a interesar.
Miguel fue uno de ellos. Perteneció a ese grupo selecto de torturados, con cuerpos llenos de fantasmas, que realmente me atrajo. Rara vez venía por el boliche. Sólo cuando traía buenos ejemplares de frutillas. Sabía bien cuándo venir. Y eso ya lo distinguía del resto. Con él extremaba los detalles científicos de la explicación. Me esforzaba en ser más preciso. Las novelas no pertenecían a su mundo. Poseía cierta instrucción en la que olfateaba por lo menos algunos años de estudios quizás sin concluir. En eso había marcadas diferencias con casi todo el resto.
La ventana de la cocina era la que más me gustaba de mi casa. Se veía el camino y eso la hacía especial. Siempre pasaba algo. La vista no era monótona como la de las otras. Un carro que perdía una rueda y caía a la zanja. Un sulky con capota que ocultaba amores no santos. Un pordiosero con sombrero de paja y raídas zapatillas que terminaba mendigando en mi boliche. Perro y perra en plenos amoríos que presagiaban cachorros en un corto plazo. Jinetes solitarios que seguían su camino sin detenerse. Gente de a pie camino al baile de los domingos. Y no sigo porque temo aburrirlos y porque además me conozco; me alejo de la historia que quiero contar y ya después no sé cómo regresar.
Una tarde calurosa y silenciosa entre el sopor del ambiente y el polvo que se levantaba al menor atisbo de brisa, por esa ventana (la de la cocina) lo vi venir a Miguel. El sol de la siesta reventaba la tierra seca y por medio del atajo venía él, murmurando mientras espantaba algo con su sombrero gris de polvo. Algo que parecía molestar su andar, como si un perro se le estuviese metiendo entre las piernas, impidiéndole avanzar. Supuse que estaba borracho pero toda su actitud me atrajo profundamente. Lo observé un largo trecho. Su murmullo era inaudible. Y grande su incomodidad para caminar. Lo perdí en el recodo que hacía el camino para llegar frente a mi boliche. Esperaba encontrar un rostro desencajado cuando acudí a abrirle. Me sorprendió encontrar la misma cara impasible. Los ojos de siempre, grises y vidriosos. Como ausentes. Sin dolor ni dudas en la frente. Las piernas firmes. No olía a vino.
–Vengo solo—aclaró, quizás adivinando las preguntas escondidas entre las arrugas de mi cara. No dije ni una palabra. Suspiré profundo y me apuré a recibir las frutillas que traía en una bolsa colgada del hombro. Para analizar, dijo. Recibí el paquete y lo cité pronto para darle el resultado. Cuando se iba aproveche para espiarlo mientras se alejaba. Caminaba tranquilo. Lo que le molestaba entre las piernas ya no estaba, había desaparecido.
Sonreí con satisfacción. Al fin la certeza de que Miguel ocultaba un secreto me sedujo. Detrás de esos ojos cristalinos y ausentes debía esconderse una jugosa historia. La sola cercanía de aquellos secretos me entusiasmaba.
El destino me daba la posibilidad de hundirme en su estómago sin piedad. Lo que se espantaba con asco entre sus piernas constituía su misterio y ahora también el mío. Por eso quería develarlo, y pronto. Me atraía profundamente el descarnado camino del bisturí hurgando con paciencia sus zonas oscuras. Conocía esa mezcla de adrenalina y vértigo que me embargó aquella tarde. Por suerte ya la había sentido otras veces. No importa la sangre que se derrama siempre e inevitablemente durante el transcurso del íntimo buceo. Debo confesar que no me importa. Pueden tildarme de cruel y de insensible. Lo que ocurre es que nunca han paladeado la fascinación del momento en que el otro se desnuda y permite que te asomes ya sin ningún reparo a su misterio. Ese sentimiento de que ya soy su dueño y señor es algo que le está reservado vivir sólo a unos pocos. Y yo, a veces, he logrado ser uno de ellos.
Entonces esperé. Esperé agazapado detrás del mostrador, escudado entre botellas de vino barato y vasos opacos de vidrio. Esperé qué la máscara de Miguel se fuera derritiendo blandamente ante mi tranquila ofensiva. Estudié sus gestos. Los ensayé una y mil veces. Mis piernas parecían ya oler y conocer a esa cosa que le mordisqueaba sus talones.
No me miren así. Entiendo su impaciencia. No me apuren y déjenme paladear el relato. Lo estoy disfrutando mucho y espero que ustedes también. Al fin una tarde Miguel se sentó en una mesa indicándome que le llevase una copita de ginebra. Entonces obedecí. Caminando como había ensayado tantas veces frente al espejo. Me le acerqué espantando fantasmas de entre mis piernas tambaleantes. Había ido copiando sus gestos y los había reproducido sin descanso en mis aburridas tardes de espera. Me le acerque atacando su flanco más débil. La sorpresa le inundó la cara, le desarmó la indolencia y le paralizó el gesto. Casi no me dejo llegar y ya se incorporó a medias. Fue innecesaria mi aparente indiferencia. Miguel sólo miraba mis rodillas tambaleantes y mis manos tratando de apartar algo que me molestaba entre las piernas.
–¿A usted también? — articuló con dificultad, como deletreando. Armé un gesto de paciente resignación. Terminé de acercarme y coloqué la copita sobre la mesa. Entonces pude ver en sus ojos como su resistencia se descascaraba. Algo así como seguro ocurre con el revoque de las paredes en un terremoto. Entienden? Ahí ya supe que no necesitaba actuar más. Y me quedé parado esperando presenciar su cercana y ansiada confesión.
Sin embargo aún no había llegado mi momento. Miguel quiso levantarse, sus piernas dudaron y volvió a caer sentado, víctima de una profunda conmoción. Intentó nuevamente ponerse de pie. Esta vez lo consiguió. Y trastabillando, con el sombrero colgado de una mano que repetía el mismo gesto mecánicamente, como un reflejo, cruzo la puerta del boliche.
La rabia se me subió a la garganta. Pateé la silla que rodó empujando la mesa y haciendo volcar la ginebra. La imagen del goteo sobre el piso de ladrillo me tranquilizó. Por un momento los otros comensales me miraron extrañados. Sentí esas miradas como una sola clavada en mis manos. Levanté la cabeza, y fue suficiente para obligarlos a olvidarse nuevamente de mi presencia. Me senté. Por un segundo volví a detener mi vista vacía sobre el recorrido del líquido entre las ranuras del piso. Me tranquilicé. A medida que mi bronca se replegaba pude pensar.
No sé si pueden llegar a entenderme. Yo creí que había llegado el momento en el que al fin Miguel se iba a abrir contándome su historia. Pero no fue. Y de ahí mi bronca. Al rato respiré profundo y ya más tranquilo una media sonrisa apareció en mis labios y comencé a alegrarme. Solo tenía que esperar un poco más. Resultaba evidente que mi golpe había dado en el centro de su estómago. Lo había dejado sin respiración, como atontado. El knock out no había sucedido pero estuve seguro que estaba herido de muerte y que la curiosidad lo traería de vuelta. El haber encontrado a alguien con quien compartir su pesadilla nos hermanaba con un nuevo cordón umbilical. Regresaría. No tenía dudas. Tarde o temprano lo escucharía abrirse ante mis oídos. Sólo debía tener un poco más de paciencia porque ya mi bisturí había marcado la zona exacta donde realizar el corte. Repasando lo sucedido me sentí satisfecho. Iba a volver.
Y no me equivoqué. Aquella noche volví a tenerlo frente a mí. Era demasiado tarde y el boliche ya no estaba abierto. Tuvo que golpear. Entró sin saludar, sólo mirándome. Me senté a escuchar. Miguel seguía sufriendo la misma intensa conmoción de horas antes. Balbuceaba.
–¿Cómo? ¿A usted también? ¿Pero es ella?—mientras espantaba rítmicamente a los fantasmas que le mordisqueaban las puntas de los pantalones. Lloraba con cierta tibieza y la tristeza al fin empezó a escapársele. Se olvidó que estaba frente a mí y sólo cuando consiguió calmarse se produjo ese momento de catarsis en el que ya no se necesita interlocutor. En el que uno esta sólo frente a uno. Y se pregunta, se contesta, se putea y se compadece. Todo al mismo tiempo. Miguel se olvidó de mí y empezó a hablar. No era una historia de amor y eso la hizo aún más interesante. Se imaginaran que los folletines amorosos no me atraen demasiado y hubiese sido una gran desilusión.
Miguel hablo de su padre con respeto. Y de la imprenta con rabia. A la muerte de su padre la heredó. Nadie hubiese pensado que podía suceder otra cosa. La imprenta sería de Miguel desde que nació, así como el color de sus ojos y cierto rictus amargo de la boca. La había heredado junto a una abultada cuenta bancaria, algunas propiedades, una isla en el Tigre y la obligación sin discusión alguna de continuar con la empresa. De chico había vomitado cada vez que lo llevaban a la imprenta. El olor a tinta, decían, y a pesar de las quejas de su padre, su madre decidió no llevarlo más. De adolescente como casi todos había despreciado a los hombres de negocios cuyo objetivo solo era ganar más y más dinero. Quiso ser aviador. Pero la muerte temprana de su padre lo puso al frente del negocio con escasos 20 años. Y durante 18 lo manejó a la perfección. Fue el orgullo de su madre que lo ayudo a cumplir con lo que todos esperaban de él. Durante esos largos años la presencia de ella lo hizo sentir protegido, amparado, buscado y deseado como el mejor hombre. Quizás fue por eso que sólo mucho tiempo después apareció Rita, la que al final fue su esposa. Y con ella los hijos que crecieron con la piel impregnada de tintas de todos los colores.
Miguel seguía hablando olvidado de mí, con la vista fija y casi sin emoción. Sus manos quietas y sus ojos bajos me decían que esto se lo había contado a si mismo muchas veces. Suspiró y prosiguió. Un día triste y sin aviso le volvieron con fuerza las arcadas de la niñez. Con el tiempo comprendió que ya no lo abandonarían. Entonces se convenció que la vida sólo le había dado un breve descanso. La imprenta seguía dándole asco y hasta quizás más que el que sentía en su niñez.
Aquí Miguel hizo un paréntesis. Hablaba de él como si fuese otro y la palabra asco lo había sobrecogido. Le costó volver a empezar. Lo espere con paciencia. Se estarán dando cuenta que su historia me estaba atrayendo mucho. La estaba disfrutando. Retomó la palabra contando que vendió todo y se fue con su familia a una zona rural. Su madre enojada, no quiso acompañarlo. El invirtió en un criadero de pollos. Le fue mal. Compró animales y una peste los mató. Poco a poco y como pagando una deuda infinita fue perdiendo hasta el último centavo. Su madre nunca pudo reponerse de lo que consideraba un tremendo abandono. Jamás volvió a dirigirle la palabra ni la volvió a ver. Miguel sabía por algunos pocos familiares que los frecuentaban a ambos que hablaba de él como de su hijo muerto. Al poco tiempo su mujer lo dejó, cansada de fracasos y de su mal carácter que se había ido agriando cada vez más. Sus hijos siguieron creciendo y lo olvidaron. Después de algunas vueltas que Miguel evitó relatar y resumió con un gesto de fastidio se refirió a sí mismo como pedazos de un hombre a quién nadie nunca reclamó. Y esos son los pedazos que llegaron a cultivar frutillas, dijo. Y que fueron armando a un hombre distinto que parecía poder empezar a tutearse con cierta paz. Miguel se detuvo y noté que en sus ojos se reflejaba esa promesa de paz que nunca había podido disfrutar. Las frutillas eran sus amigas más queridas. Lo besaban cada mañana y cada noche lo saludaban desde su áspera piel roja ante el último golpe de sol. Se le dulcificó el gesto y, sin embargo, poco a poco, como si alguien colocara un velo sobre su cara, volvió a ensombrecerse desde las cejas rígidas hasta la boca momentáneamente cerrada en el rictus que ya le conocía.
Explicó que la pesadilla recomenzó cuando él empezó a implementar un nuevo método para el cultivo de la frutilla. Tras la alegría al ver como sus plantas crecían y su cuaderno de notas no cesaba de registrar pequeños triunfos, recibió la noticia de la muerte de su madre. No le afectó demasiado porque hacía mucho tiempo que había cortado amarras con ella. Pasaron algunas semanas en las cuales se le vinieron a la cabeza imágenes de la infancia teñidas de un color sepia fuerte. Incluidas algunos que él recordaba como momentos felices lo desencantaron. Todo era de un amargado sepia que trató de olvidar.
Pero una tarde la madre se le apareció dibujada, como impresa sobre el fondo de una de las zanjas de riego. Acostada e inerte lo impresionó por lo imprevisto y desagradable. En unos pocos minutos ella se fue desprendiendo de la tierra sin perder su color marrón, aún más oscuro en las arrugas de la cara. Y se fue arrastrando hacia Miguel como buscando apoyo para levantarse. El, impresionado y asqueado, intentó huir. Pero ella lo alcanzó tirando varias plantas de frutillas que cayeron suaves y en silencio. Aplastó algunas frutas con sus rodillas que se tiñeron de un rojo pálido y se colgó de sus pantalones para que la arrastrase con él.
Hacía ya un rato que Miguel narraba sin mirarme. Olvidado por completo de mi presencia. Lo suyo era un monólogo apretado y ardiente que le salía quejosamente de la garganta. Se decía a sí mismo que en su interior luchaban el deseo de impedir que ella continuara destruyendo sus plantas y el miedo que esa oscura figura familiar le producía.
Y así y allí comenzaron nuevamente a convivir. Cuando ella aparecía no hablaba, sólo suspiros profundos y quejidos que se le escuchaban mientras le mordisqueaba los talones y gimiendo se acostaba sobre sus pies impidiéndole caminar. Miguel la insultó, la pateó, la pisó y hasta le clavó un hacha en el pecho. Pero la madre se le siguió apareciendo, casi siempre cuando él creía que no vendría más y tenía las defensas bajas. Seguía arrastrándose entre sus pies. Hacía su andar tambaleante mordiéndole los zapatos, comiendo ávida y golosamente las frutillas que encontraba a su paso. Entonces cambió de táctica. Le hablo, le suplicó, le pidió perdón pero sólo recibió gemidos cortados y dolientes. Y él poco a poco dejo de luchar
Confieso que realmente la historia de Miguel me había impresionado: Ávido como la madre golosamente la fui disfrutando. Se mantuvo unos minutos en silencio, con la vista perdida. Era absurdo hablarle. Además qué le iba a decir. No se me ocurría nada. Yo no existía para él. Me había olvidado y al rato se levantó y se fue con el mismo gesto desdibujándole el andar. No me preguntó por qué yo también me espantaba algo de entre las piernas. No le importaba o se lo habría olvidado. Ni sé lo que le hubiese respondido, así que la verdad me ahorro algunas mentiras. Lo vi caminar murmurando y me di cuenta que los gemidos de la madre lo acompañaban. Se darán cuenta que me entró una oleada de gran satisfacción.
Se había hecho de noche y corría un viento frío. Cerré las ventanas, tranque la puerta y saque del estante más alto esa botella de whisky que guardo sólo para las grandes ocasiones. Observé el vaso de Miguel y casi descubrí sus huellas en el vidrio. Sobre el fondo, sobre los restos de la ginebra se dibujaba nítidamente su historia. No tenía intención de sacar alguna conclusión. Casi nunca lo hago. Me importa sólo la historia que el hombre cuenta y el momento especial en que lo hace. Mientras observo con placer como voy hurgando en su intimidad. Con la curiosidad espiando a manera de cuchillo filoso. Ese es el momento que más vale para mí. El tiempo debería detenerse para siempre allí.
Nunca pude explicar bien lo que pasó después. Al otro día vino al boliche la india que vivía con Miguel. Sentí un leve estremecimiento. No fuese cosa que viniese a increparme. Esas mujeres son difíciles. Calladas y pacientes. Defienden a su hombre con garras y dientes. No sabía si Miguel le habría contado algo. Se paró frente a mí. Durante unos segundos me paralizo el odio filoso en su mirada. Pensé en un puñal y busque con mis manos ocultas debajo del mostrador el cuchillo que guardo para esas ocasiones. Como no me hablaba me sobrepuse y la aparte bruscamente. Seguí caminando pausado, con sus ojos en mi espalda esperando un ataque. Atento a mis menores gestos, consciente de cuanto ellos significaban serví el vino a unos parroquianos ruidosos y al darme vuelta los ojos bajos de la india me sorprendieron. Parecía más calmada. Extendió el brazo y casi que me obligó a agarrar una libreta negra.
–Miguel dejo esto para vos. Ayer se fue. Dijo que para siempre y que te diera la libreta– casi gritó con una voz aflautada que no coincidía con su imagen. Salió corriendo, arrastrando sus alpargatas contra el piso de ladrillo.
Me protegí detrás del mostrador y atolondrado abrí la libreta. Allí, hoja tras hoja, leí sin entender. El diario de Miguel detallaba cómo conseguir la mejor frutilla. El porcentaje de humedad ideal. Los pequeños fracasos. Cuánto sol podían absorber sin que las perjudicase. Las mezclas naturales y óptimas de fertilizantes. Los grandes éxitos. Transcripciones textuales, con fecha, de mis informes sobre su producción. Sin agotamiento aquel hombre había volcado en la libreta toda su experiencia. Toda su esperanza de triunfo. Cerca del final algunas hojas estaban manchadas de un color rojo pálido. El diario terminaba bruscamente con una anotación sobre la profundidad más conveniente que debían tener las zanjas de riego. La letra se hacía indescifrable en las últimas frases y terminaba con unas pocas hojas en blanco.
Me pareció una despedida absurda. Y me quitó algo de la felicidad. Aún hoy lo pienso y no entiendo el sentido de aquel regalo. Nunca pude creer que fuese realmente un regalo y tuvo la fuerza de haberse convertido con el tiempo en la única incógnita.
¿Y se preguntaran cómo termina esta historia, no es cierto? Así, sencilla. La libreta agoniza sobre uno de los estantes, como trofeo inexplicable. A Miguel no lo vi nunca más.
Buenísimo Noe!! Gran trabajo!
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