Ilustración: Marcos Amayo.
Al comienzo fue una compañía. Estaba tan sola que tenerlo cerca era un modo de compartir. Un sonido corto, repetitivo y perfectamente irregular. “Solo un ruido más”, me dije. Pero el paso del tiempo y su persistencia, lograron un blend de miedo y fascinación del que ya nunca podría despegar.
Agudo y punzante, se lo escuchaba sólo en la quietud, en esos instantes mágicos en que se acalla la vida. Preferentemente de noche y también en anaranjadas tardes serenas. Recién empezó a molestarme cuando se interpuso en mi momento, el único donde encontraba algún sosiego y la mano quitaba presión sobre mi atormentado cuello. Ocurría en el zaguán de la entrada, siguiendo la cadencia del sol. Un instante antes de esconderse, se filtraba un rayo. Era el último, y debía estar atenta al cambio de estación. Transformaba la realidad y, día a día, una pintura diferente se desnudaba para mí.
Yo esperaba ese instante. Era lo más cercano a ese orgasmo que hacía años no ocurría. Lo tenía perfectamente estudiado. El éxtasis se presentaba hacia fines de agosto, a poco de abandonarse el invierno. Entonces, la flecha de luz era perfecta. Se colaba por entre el ventanal de hierro y ascendía lenta sobre el techo de chapa, para finalmente hamacarse en brazos de la vieja higuera que estiraba sus ramas para recibir la caricia. Eran segundos, pero toda mi vida se sublimaba en el breve movimiento. El zaguán tiñéndose de un ocre tornasolado y aquel universo mínimo y silencioso desplegándose en el patio. En ese momento, las torpes macetas mutaban en gigantes guerreros, las suculentas se alzaban como misteriosos seres alados, la enredadera destejía su red de asfixia y los oxidados postigones amurallaban mi mundo, protegiéndolo de toda hostilidad. Tal vez no significaba nada, pero para mí lo armonizaba todo.
Sin embargo, todo aquello es hoy pasado. Desde que construyeron el edificio de doce
pisos junto a mi casa-zaguán-taller, nada es lo que fue. El sol ya no se filtra y no albergo esperanzas de un retorno. Hace tiempo no existen los ocres, y mi vida se redujo a una tortura en forma de sibilancia.
Claro que intenté negarlo. “Obvio. Es el nuevo edificio y sus vecinos. Esos son los ruidos”. Cuando se ha transitado una vida en soledad, rodeada de una coreografía vacía, pero al menos conocida, no es fácil adaptarse a doce familias que arrastran pasiones, condenas y miserias. Y por supuesto sonidos.
Me avergüenza, pero debo reconocer que me acostumbré. Asusta el nivel de putrefacción que somos capaces de naturalizar. La nueva banda sonora de mi vida no me agrada, pero se volvió rutina. Conozco los movimientos de la parejita del 2º B. Él pega y ella calla. Me hago la boluda con la culpa ahogada en alcohol del viejo del 5º, y soporto incólume los desvaríos del 7º, donde cada tanto, se eleva un delicado aullido de socorro. Ni que hablar del siempre ausente Popeye y su posesiva madre. Ellos son un capítulo aparte.
“El precio de sobrevivir”, me digo todos los días. Todos lo hacemos así.
Pero en verdad, ninguno de esos ruidos es mí ruido. Él tiene vida propia y se encarga de recordarme todo lo que deseo acallar. Comprendí que los sonidos del edificio de al lado son perturbadores, pero no son los míos. Cada quien carga con sus propios ruidos.
Mientras mi taller trabaja, la prensa golpea y la vieja imprenta intenta seguir estampando textos que ya nadie lee, no se lo escucha. Tal vez sea mucho más inteligente de lo que supongo; espera mis momentos de mayor angustia para someterme impiadosamente.
Escapa a todas y cada una de las trampas que intento. Se sobreadapta y regresa más horrible aún. Esta semana sumó una vibración, un temblor leve y profundo que atraviesa mis sentidos disparando imágenes de cimientos socavados, desgarros y abandonos. De a poco me arrebató las migajas que quedaban entre mis manos. Y lo peor, es que el muy hijo de puta lo sabe.
Traté de grabarlo. Nada. No aparece en el audio ni en las fotos. Mucho menos en video. Es tan hábil. Ya ni espera que me pare en el pasillo para atormentarme. Basta abrir la puerta que separa el zaguán del taller para que sepa que estoy ahí. A veces intento engañarlo, me muevo despacio y planto pistas falsas. Pero descubrí que es muchísimo más astuto que yo.
Apago y prendo las luces, cierro las puertas y lo espío desde el salón del piano. Me hago la distraída y simulo leer un libro. Pero no. Nunca cae. Soy solo yo quien va cayendo, atrapada en mi propia fragilidad. Logró que me recluya en pocos y angostos espacios donde aún no se lo escucha. Pero cada vez son menos. Puede estar presente en la sala y el pasillo al mismo tiempo. Ya no toco el piano, ni leo, ni pinto, ni voy por el taller. Lo abandoné todo y, tal vez, haya llegado el tiempo de aceptarlo. El único que tiende trampas y controla mi vida es él. Mi vida. Me resulta patético escucharme.
Dejé de desafiarlo. ¿Qué sentido tiene? Siempre gana y termino reducida al cuartito del
fondo, el del segundo piso, en la cama y llorando. Igual que en el abandono a los ocho.
Pero esos son otros ruidos, muy anteriores. Intenté durante años soterrarlos, primero con el armónico repiqueteo del taller y después con los tonos ocres de mi mágico patio. Y demasiado tiempo funcionó.
Hoy creo que lloré todo el día, acurrucada en esta pieza oscura del segundo que me
protege falsamente. Se que es cuestión de tiempo. ¿Cuánto falta para que también
domine este breve espacio?
Concentro todas mis fuerzas. Bajo. Debo intentarlo. Abro la pesada puerta azul que separa la casa del zaguán, recorro el pasillo de baldosas cuadrillé y ya percibo su presencia. Una transpiración fría y la respiración agitada. Dudo si es él o soy yo. No puedo permitirle avanzar, sé que si lo hace no se detendrá. Me falta el aire, mis labios se tensan, un par de ojos que no ven. Intento correr hacia el segundo, pero ya no siento las piernas. Debo alcanzar la pieza, pero mis pisadas pedalean en el aire. Ya no toco el piso debajo de mis pies. Hoy finalmente se apoderará del cuartito, lo sé. Va a ir hasta el final. Está decidido a todo. Me toma por el cuello y comienza a estrangularme. Se introduce en mi nariz y se arrastra hasta mi olfato. Se apodera de mi cuerpo y hasta de mis gestos, mientras me oprime los ojos para terminar cegándome. Me quita el gusto y destroza mi sensibilidad a dentelladas. Me desangro sobre el piso de mármol. Estoy a su merced.
Se que voy a morir. Quizás ya estaba muerta desde hacía años. Pero hoy voy a morir.
Mientras soy agredida por la angustia, las pérdidas y todos mis abandonos, mi fragilidad intenta un último acto de salvación. Concentro toda la fuerza en mis pálidos y largos brazos y, por primera vez, logro liberarme. La ventana está cerca. Tomo valor, me asomo, respiro muy profundo y, finalmente, salto. Desde el segundo. Me arrojo al vacío y, en lento viaje hacia el piso de baldosas cuadrillé, descubro mi rayo de sol y veo mi mundo iluminado aun sin ser agosto. El patio vuelve a vivir, los ocres y anaranjados deliran, y guerreros, alados y murallas estallan, vibrantes, en un último acto.
Llego al piso y ya no lo escucho. Por fin, encuentro silencio.
Muy bueno!!!!! Lo terrible de acallar los silencios con ruidos, es que aquellos se hacen insoportables.
Muy buen cuento! Con mucha tensión e intriga desencadena una angustia en soledad
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