Puede que lo único medianamente positivo de la actual coyuntura económica, política y social de la Argentina sea el renovado debate respecto a las cuestiones económicas, no sólo las de carácter inmediato, sino también algunas de mediano y largo plazo. Paradójicamente, el coro de opinólogos que emiten comentarios del tipo “¡alguien quiere pensar en los niños!” de los Simpson, suelen despotricar contra este debate en el seno del oficialismo, poniendo -cuándo no- el carro delante de los caballos. Se supone, por ejemplo, que el problema es que la vicepresidenta no sale a respaldar públicamente a la nueva ministra de economía. Mas bien, las causas de la actual situación deben buscarse en la desastrosa, descoordinada y dialoguista política económica de un gobierno que agarró una papa caliente cual si se tratara de un cumple. De hecho, las razones que hacen que el “debate” no haya asumido formas menos “pirotécnicas” deben buscarse también en la carencia de formas que el propio ejecutivo debería haber impulsado. En vez de eso, se recostó en el off the record. Sea como sea, a la larga o a la corta, esperemos que el intercambio de posiciones siembre algunas flores capaces de sobrevivir a los tormentosos años que se vienen e, incluso, ayuden a encontrar formas posibles de salida “por abajo”. Entre dichas polémicas, está la cuestión de la implementación de un salario básico universal. Empecemos por enumerar algunas de las razones que esgrimen sus propulsores.
- Caída tendencial en la generación de puestos de trabajo por los aumentos de productividad vía automatización y robotización.
- Imposibilidad de sostener los patrones actuales de consumo por la crisis ambiental.
- Incapacidad de la economía argentina de generar los 7 millones de puestos de trabajo necesarios para incorporar a todes aquelles que hoy, o no tienen trabajo, o se encuentran en una situación de total precariedad.
La intención de esta nota revisar los tres puntos centrándose, sobre todo, en el primero de ellos.
1) Caída tendencial en la generación de puestos de trabajo por los aumentos de productividad vía automatización y robotización.
Aunque la argumentación suele esgrimir un peso en el corto plazo, no obstante, obtiene su mayor peso específico en el mediano y largo plazo.
En “Capital y Trabajo Asalariado”, Marx plantea
“la condición imprescindible para que la situación del obrero sea tolerable es que crezca con la mayor rapidez posible el capital productivo.” El crecimiento del capital productivo “significa el crecimiento del poder del trabajo acumulado sobre el trabajo vivo. El aumento de la dominación de la burguesía sobre la clase obrera”
El autor alemán pivotea sobre una contradicción. En la medida en que crezca con la mayor rapidez el capital productivo, se generan las condiciones necesarias para que la situación de la clase obrera pueda mejorar. El crecimiento del capital productivo es mayor inversión que redundaría en una mayor tasa de crecimiento de la productividad del trabajo. De esta manera, la parte del trabajo excedente de la jornada laboral que se apropia el capitalista (el plusvalor) puede crecer sin que caiga en términos absolutos la parte de la jornada que se traduce en salarios. Incluso, dicho aumento, genera las condiciones para que les trabajadores organizades puedan, mediante la lucha, intentar alterar la ecuación entre salarios y plusvalía. De hecho, si los salarios logran replicar el crecimiento de la productividad del trabajo, la proporción entre remuneración y plusvalor se mantendría inalterada.
Por otra parte, el crecimiento del capital productivo supone una vigorosa acumulación de capital capaz de incorporar dentro del proceso productivo mayor trabajo “vivo” y “muerto” (maquinaria, insumos). Esto implica un crecimiento de la proporción de asalariados sobre una población determinada, lo que conlleva una mayor subsunción del trabajo al capital, no sólo por el aumento del empleo asalariado sino por el mayor dominio del capital sobre el trabajo en el proceso productivo de la mano del desarrollo de la división del trabajo y la innovación tecnológica que, típicamente, termina por colocar al obrero en una situación cada vez más caracterizada como de “apéndice” de la máquina. Si nos remitimos a las formaciones económicas precapitalistas y, a vuelo de pájaro, las comparamos con la situación actual, de seguro observaremos un menor control, autonomía y conciencia de les trabajadores sobre la que es su actividad vital. Como bien señala Marx, dicha situación genera la paradoja en que el/la obrero/a se siente “más él/ella” en la cama, el bar o, básicamente, fuera del trabajo que cuando realiza la actividad que es la que lo define como tal y le da su sentido social: la relación social primordial aparece como extraña e impuesta y es justamente desde aquí que surge la contradicción entre individuo y sociedad (quedando invisibilizado el hecho de que el individuo es también un constructo social). En conclusión, la “asalarización” es un aspecto de la relación social capital, si crece, crece con ella la subsunción del trabajo al capital. Y es esta la mejor de las situaciones a la que la clase obrera puede aspirar dentro del horizonte delimitado por el capitalismo.
Lo dicho tiene una particular relevancia si nos remitimos a la mayor o menor capacidad del sistema actualmente imperante de generar puestos de trabajo. Ciertamente, si se intentara caracterizar una situación histórica bajo los preceptos que señala la cita a Marx, es claro que la llamada “edad de oro” del capitalismo tendría todas las de ganar: crecimiento del producto industrial, crecimiento de la productividad del trabajo y crecimiento del empleo. En su libro “La Automatización del Empleo y el Futuro del Trabajo”, Aaron Benanav señala cómo, durante esos años, en los países centrales, la tasa de crecimiento del producto crecía por encima del de la tasa de crecimiento de la productividad (que era de por si elevada), lo cual conllevaba un necesario crecimiento de la tasa de empleo. Es decir, si el producto crece más que la productividad esto tiene que verse reflejado en un crecimiento de la tasa de empleo (algo que se verifica en las estadísticas). Además, cabe mencionar que las tasas de crecimiento de la productividad eran mucho mayores en ese momento que las que empezaron a observarse desde mediados de los años ‘70 hasta la fecha. Este último periodo se caracteriza por una menor tasa de crecimiento del producto, una menor tasa de crecimiento de la productividad (menor que en la edad de oro, pero mayor en relación al producto) y, por consiguiente, una caída en la tasa de crecimiento del empleo. Por ejemplo, un producto con una tasa de crecimiento 3, la productividad de 4 y el empleo de -1. Al tener en cuenta esto, comienzan a revelarse las flaquezas del argumento de que una creciente productividad del trabajo (impulsada por la automatización y la robotización) trae aparejado necesariamente una caída tendencial del crecimiento del empleo.Incluso Benanav señala que, en los países con mayores niveles de robotización y automatización, “en Alemania y Japón, la tasa de crecimiento de la productividad en el sector manufacturero ha caído espectacularmente desde el punto máximo alcanzado durante el periodo de posguerra” (2020, p.51). Como conclusión, el autor señala que las causas de la caída en el crecimiento del empleo deben buscarse en la caída del producto más que en el aumento de la productividad. Detrás del argumento sobrevuela la crisis de sobreacumulación de los años ‘70, frente a la cual las respuestas de la clase dominante estuvieron implicaron un cambio de era signado por el neoliberalismo, la represión a los sectores populares con la consiguiente redistribución regresiva de los ingresos, la fragmentación de los procesos productivos en búsqueda de menores costos laborales (que tuvieron como precondición las innovaciones tecnológicas en el sector de telecomunicaciones, “internet de las cosas”, etcétera), la financiarización del capital, la segmentación del consumo; es decir, el fenómeno de la robotización y la automatización tienen un peso sistémico más bien irrelevante.
Como conclusión, la argumentación de la necesaria e inherente caída de la tasa de empleo dado el aumento de la productividad que trajo aparejada la robotización y automatización, termina de deshilacharse al mostrar su carácter inespecífico y desvinculado de los nudos centrales que caracterizan la acumulación de capital hoy en día. La innovación tecnológica como principal y, en principio, ilimitada forma de aumentar la productividad del trabajo para prevalecer en la lucha competitiva que caracteriza al capitalismo, es una verdad “universal” dentro de este sistema, abstracta y, en todo caso, no queda claro porqué hoy en día sería más válida que en el 1900, 1850 o cualquier otra fecha. Adicionalmente, presenta una razón técnica como causa y explicación de un fenómeno de naturaleza social. Si volvemos a remitirnos a “la edad de oro del capitalismo”, para poder explicar el fenómeno del crecimiento de la productividad, el producto y el empleo, necesariamente habrá que posar la atención sobre la existencia de un “mundo” socialista y lo que esto trajo aparejado a nivel geopolítico, el plan Marshall y la necesidad de Estados Unidos como potencia hegemónica de generar un muro de contención al campo socialista. En definitiva, habrá que remitirse a la correlación de fuerzas sociales, a la lucha de clases.
Por otra parte, según el reciente informe de CIFRA “La distribución del ingreso en la etapa actual”, la productividad de la economía argentina, aun habiendo crecido en el 2021, se mantiene por debajo del año 2016 y apenas por encima del 2019. Nuevamente, queda claro que derivar la necesidad del salario universal por el aumento de la productividad, es una mera abstracción.
2) Imposibilidad de sostener los patrones actuales de consumo por la crisis ambiental.
El argumento se estructura en base a que, dada la imposibilidad de sostener patrones de consumo actuales, esto va a redundar en una tendencial caída en la generación de puestos de trabajo. Si, por una parte, las razones de la debilidad del argumento, son similares a las del punto 1 (inespecífico y abstracto), por otra parte, supone la imposibilidad de sostener los patrones de consumo actual como un fenómeno absoluto y evidente, del cual al capital no le va a quedar más remedio que tomar nota. Se trata de ese tipo de razonamientos que supone que todo pozo tiene un final objetivo e independiente de quienes están cayendo por él. El problema es que no hay ninguna garantía de que todo no pueda ser, incluso, mucho peor. Es decir, la crisis ambiental no está “dando vuelta la esquina”, sino que nos viene acompañando desde hace cuadras, manzanas, barrios y kilómetros. Sólo sabemos que va a ser cada vez peor. El capital no es un sujeto unificado con la capacidad de elaborar una racionalidad que se coloque por fuera de la racionalidad técnica o instrumental que requiere la acumulación de capital. Tal vez los Estados…difícil… El problema de la crisis ambiental no es un problema del capital y, hasta cierto punto, no tiene por qué serlo. Vale, por ejemplo, tomar la inmensa cantidad de películas futuristas distópicas donde ya se fue todo a la mierda, todo menos el capital. En verdad, el problema de la crisis ambiental es el problema de este sistema. No se puede resolver uno sin resolver el otro.
3) Incapacidad de la economía argentina de generar los 7 millones de puestos de trabajo necesarios para incorporar a todes aquelles que hoy, o no tienen trabajo, o se encuentran en una situación de total precariedad.
Probablemente éste sea el argumento con más asidero a la hora de plantear un salario universal. Pero claro, su carácter universal, queda automáticamente descartado. La fuerza del razonamiento es, al mismo tiempo, su debilidad. Es decir, su carácter coyuntural invalida su lógica general que se pretende replicable. Entonces, podría tratarse de una política de corto y mediano plazo pero no necesariamente debería ir más allá. Es más, si la precondición para el estado de bienestar y el pleno empleo característico de los años dorados del capitalismo, fue la correlación de fuerzas sociales. ¿Por qué deberíamos suponer que el desarrollo de la lucha de clases no puede llevarnos hacia un horizonte similar en un futuro? La concepción del salario universal debería inscribirse dentro de esta ruta, como un paso más, posible y contingente, dentro de ese tránsito. De no ser así, pasa a constituirse en un reclamo conservador y derrotista. En ese sentido, la jornada laboral de seis o cuatro horas, representa una lógica mucho más interesante que se inscribe dentro de lo mejor de las tradiciones obreras y que, a la vez, es capaz de resolver los mismos problemas que pretende la consigna del salario universal. Habría que preguntarse por qué una está tan en boga y la otra no logra superar el “techo de cristal” que le imponen los medios hegemónicos (y los otros). Posiblemente porque mientras en un caso es el Estado quien haría el esfuerzo presupuestario, en el otro los nuevos salarios saldrían de las ganancias del capital.
En el fondo, la discusión reducción de la jornada laboral vs. salario universal tiene que ver con los grados de autonomía de los sectores populares. Es probable que quienes apoyan el salario universal consideren que la asignación de recursos por fuera del circuito del capital ensancha los niveles de autonomía de los sectores populares. El problema es que la dependencia recaería ahora sería hacia el Estado. La pregunta, en el fondo, es acerca de cuál es la forma más benéfica para los sectores populares respecto a las formas de mediación posibles del Estado sobre el capital y el trabajo. Desde un punto de vista histórico, la asalarización, una vez impuesta, tendió progresivamente a permitir con su crecimiento a un aumento considerable de la fuerza del trabajo sobre el capital. Aunque se dio el fenómeno de la llamada “aristocracia obrera”, los niveles de homogeneidad eran mucho mas importantes que los de hoy en día. A pesar del creciente peso de las luchas económicas y el “lavaje” de las consignas políticas, nunca se estuvo tan cerca de un cambio revolucionario. Es decir, este proceso vino acompañado de tendencias y contra tendencias en el mismo seno de la clase obrera y, en todo caso, no hay ninguna garantía argumental de que el salario universal resuelva estas contradicciones (más bien lo contrario). Una estrategia de los sectores populares que se proponga ir obteniendo un mayor poder en la disputa política y económica, difícilmente pueda considerar que la mejor opción sea contar con trabajadores asalariados privados y públicos, por un lado, y con aquellos que cobran un salario universal, por el otro. En este sentido, nuevamente, la consigna de la reducción de la jornada laboral, es superadora.
En conclusión, el salario universal, como reclamo y estrategia de los sectores populares, puede tener sentido no más allá de una coyuntura de corto o mediano plazo.