Las raíces viajan por debajo de la tierra buscando nuevos suelos donde brotar. A veces son arrancadas y trasplantadas. Algunas con amorosidad y otras con la ira de saberse poderosos y dueños de su destino. En el camino es necesaria la transformación para poder adaptarse a estas nuevas tierras, climas y alturas. Con gran sabiduría, la naturaleza sabe nutrirse de cada momento, transita el presente con entrega absoluta, sabiendo que es el hoy, y solo el hoy el momento posible de gestación de vida. En sus raíces, el pasado vibra, late y fluye constante; y el futuro, es sólo el devenir de ese presente habitado en su plenitud.
Mi historia como árbol no es lineal, sino cíclica. El inicio es conclusión de un recorrido, y el fin, es apertura. Una identidad yuxtapuesta en constante construcción y deconstrucción.
Esta raíz brotó nuevamente del otro lado del océano, y creció en suelo quilombola de Sao Braz. Moises de Souza, alias Monza Calabar, se crió en esta tierra de pescadores junto a su abuela Olegaria, mae de santo y partera, persona muy querida y respetada por el pueblo. Monza creció entre nacimientos; antepasados; y un día a día de contacto profundo con el mar y la necesidad de estar presente en cuerpo y mente, para afrontar la actividad de la pesca junto a sus tíos. En este vaivén del tiempo, en esta simpleza aparente, se gestó el equilibrio de la inmensidad de recibir nuevos seres al ámbito terrenal; de ser medio de comunicación con los atabaques para recibir a los antepasados; y de ser responsable de llevar el alimento del día a su familia. Este devenir, nutrió su cuerpo de saberes sensibles, y se hizo danza.
Como hijo de Ogum, su destino guerrero lo llevó a abrir nuevos caminos que desembocaron en Buenos Aires, Argentina, donde conoció a su compañera Marcela Barravento. La música y el movimiento, hicieron de su encuentro un caudal de siembra. El abrazo maternal, las espadas aguerridas, el deseo irrefrenable de crear en una marea revoltosa, donde el caos, fue entonces, fuente posibilitadora de gestación y cosecha.
En esa diseminación me encontré con otras semillas, otras savias, tierras con nutrientes de otros pueblos, heridas de raíces extirpadas, y nuevas raíces claras, impuestas como cubo en un círculo. Pequeñas almas incómodas, vacilantes, buscaban llenar esos espacios vacíos, como tallo que busca la hendidura por donde brotar. Nuestro encuentro fue tan orgánico como la lluvia cuando se desliza por las hojas hasta llegar a lo más profundo de nuestras vestiduras. Fue como desatar el cuello de un globo y descomprimir siglos de apnea. Allí nos abrazamos, amalgamamos nuestros suelos, y entendimos que la ancestralidad brota y re-brota aunque insistan en extirparla de raíz, la tierra fértil tan intangible como poderosa, es la memoria viva en los cuerpos.
Esta es una historia de palabras que son cuerpo, es un relato que trae la sabiduría del tiempo para habitar el sentido.
Ese espacio donde soy plantado nuevamente, es inauguración a la apertura, de muchos cuerpos que unidos hacen de la expresión un lenguaje originario, una lengua colmada de música-poesía, que provoca la unión de los opuestos aparentes, que hace dialogar rostros con colores, movimiento con música, palabra con silencio que converge en un centro. Bailar en círculo. Para comenzar fue necesario labrar la tierra, reconocer si era suelo fértil. Para eso había que derribar prejuicios, ser capaces de aceptar lo desconocido, aceptar esa persona extraña, que siempre lo es por negado, había que, aceptar a la “otra”. Mientras se alza un sonido percusivo parecido al latido del corazón, al compás de una rítmica vital, el rito iniciático reproduce el caos. LA MAGIA DE LA CREACIÓN ….
Abriendo las puertas y las ventanas, el espacio hacía lugar a un tiempo mítico, a través del movimiento encarnado.
Tocar el suelo con los pies descalzos para conectarse con la semilla, que empieza a enraizar. Abrir el oído orquestado desde el comienzo, para que se expanda la sonora deidad que replica el sístole y el diástole, y así a comenzar a mirar con ojos nuevos. Aquellos cuerpos ya no son individuos, están siendo cuerpos rituales, ya forman parte de un relato que se vivifica, integrándose a una tradición oral que llega hasta ellos, que los llama ser parte de algo que los trasciende. De a poco y cada día más, comienzan a ser un solo cuerpo; que cuentan una misma historia.
Su performance remite a un tiempo olvidado, originario, cíclico, en donde cada gesto se conecta con un centro. Entrar por primera vez a ese círculo sagrado, a esa esfera como bailarinas, es también quebrantar el ordinario modo de experimentar el tiempo, romper con su linealidad, su lógica. Desordenar los movimientos racionales, automáticos para hacerlos caer en su propia naturaleza. El sudor de las frentes, las miradas presentes, los hombros alineados, el pecho en preciso ángulo con la tierra y lleno de música, son coordenadas para comenzar a vivir de un modo diferente. La tierra se alimenta y me alimenta… transportando los nutrientes a mis raíces, y así crezco.
El suelo ya era fértil. La tierra dio lugar a mi nacimiento, podía sentirme crecer, sin verme, y allí siempre retornaré por más lejos que pueda ramificarme.
Marcela inauguraba el ritual compartiendo los relatos míticos que habitan en sus raíces desde hacía mucho tiempo, queriendo reproducirse para que, a la vez, se reproduzcan en ella.
Cuando uno cuenta, se cuenta a través de esas palabras, en este caso eran los símbolos, desplegados a través del mito, de deidades que traen la sabiduría del centro de la tierra para nutrir ese suelo día y noche, y permitir una semilla fecunda.
Aprendices conectando con la naturaleza, que les queda lejos, que tiene cemento encima, que tiene demasiada luz, demasiada como para abrir los ojos a los matices. La vida de la ciudad tiene demasiadas palabras y poca música, escasea la tierra y esta lejos de un centro, aun siendo céntrica geográficamente. Padece de una existencia que se jacta de tener y no de Ser. No es que quiera ponerme crítico, no es que no me guste la luz y las palabras, las necesito tanto como todos para crecer, solo siento, con la brisa, el empacho de ellas, su excesividad alienante. Creo que la especie humana ha olvidado sus raíces, y quizá mi misión como árbol, además de dar oxígeno, frutos y flores, sea recordárselas.
En medio de esta diurnicidad ciudadana, con todo el ruido y la luz, las palabras también parecen haber perdido ciertos sentidos. Aun así, se abrió, un espacio en la tierra, para hacer crecer pequeñas raíces que habían olvidado o nunca aprendieron, el valor de la tierra, de la oscuridad, del silencio y de la música.
Para que se pueda dar a luz esa unidad entre la naturaleza y el cuerpo danzante, entre la raíz y la superficie, nada debería quedar afuera. La mirada nueva, el sentir nuevo y a la vez milenario de un saber perdido entre los libros, porque solo sabe vivir en los relatos orales, en la música y en los cuerpos. Se puede sentir el aroma a comida, cocinándose, ese no era solamente un espacio de aprendizaje de danza, fue realmente el cultivo de una cosmología. Se sentaban en círculos, estiraban las piernas y los brazos como ramas que crecen cada noche, cada día a la vez. Recordaban de dónde venían, y hacia dónde iban, se expandían. Volteaban la mirada hacia el adentro.
Relatar con la palabra y el cuerpo un cuento, una historia, es religar, rescatar de la memoria a través de imágenes, de experiencias el significado profundo que yace en ese lugar que solo existe antes de manifestarse, es ver lo que no se ve, es abrirse para que la raíz crezca. Ritualizar la danza, y vestirse con la piel de las divinidades, trae consigo una transformación profunda a cada alma que entra en este tiempo sagrado.
Por esos años, la ciudad no era precisamente el lugar sociopolítico con mas humus debajo nuestro, y aún así, los portadores del mito, los maestros, mis sembradores, estaban allí con los ojos afinados por las divinidades para encontrar ese lugar que pudiera ser el que albergaría este sagrado mensaje ancestral.
La humedad y el sol cubren los días, pero también asoma la noche muchas veces tras horas de riego, con el cansancio en la espalda y la sonrisa puesta. Los tambores suenan en medio de la ciudad, se escucha el eco en esas calles de cemento, entre los edificios sólidos, en medio del barrio porteño de Villa Urquiza.
Como no podía ser de otra manera, el cuidado de esta cosecha, encontró su crecimiento en el trabajo colectivo. Muchos brotes hermanos otorgaron herramientas y nutrientes, alimentaron y fortalecieron esta gestación, sin dudas los que trascendieron y nos acompañaron en este intercultivo fueron Augusto Omolú y Mestre King.
Así, en una marea de incertidumbre, movimiento, risas, frustraciones, días y noches de ensayos, dolores, continuó el deseo irrefrenable de seguir creciendo. Estos caminos no fueron simétricos, ni simultáneos. Pero la singularidad es savia de la esencia genuina, y encuentra en la construcción colectiva, el reflejo de la diferencia como enriquecimiento. Así los brotes más pequeños, los más grandes, los más angostos, los más y menos rígidos, los más claros, los más oscuros, todos ellos fueron espejándose en una danza aguerrida en medio de un terreno tormentoso, para hacerse danza unísona en “La Guerra de Ogotum”. Transpiramos. Transpiramos caudales incalculables volviéndonos agua sagrada. Nunca se sabe el recorrido del agua una vez que brota. Pero una vez que sucede, su constante riego surca el sendero de su rumbo. Los caminos fueron diversos, pero esta matriz marcó irremediablemente la vida de cada cuerpo germinado. Este reencuentro con otros y con nosotros mismos, en comunión con la naturaleza, en un tiempo y espacio no lineal, este nuevo concepto de familia, eslabones que necesitan aferrarse a otros y que a su vez, son piezas fundamentales para la gestación del bosque, porque esta conexión con nuestro propio ser, ya no se concibe individual, ni fragmentado. Necesita saberse en comunidad, aferrarse al respeto hacia esta oportunidad tan preciada de estar en este tiempo y espacio, en el ámbito terrenal, y que sólo toma sentido, cuando el compartir, abrazar, agradecer y amar, son las bases de la tierra que nos sustenta.
Años de siembra, centenares de frutos replicados y multiplicados. Hoy vuelvo a tomar forma de árbol. Hoy seré plantado en aquella tierra quilombola de Sao Braz por las manos de quienes supieron ramificar mis saberes. Hoy aferro y reafirmo todos mis ciclos. La infinidad de colores, sabores, ritmos y danzas que supe ser. Hoy reconozco la potencia mi identidad mestiza en constante movimiento y superposición de formas, y me dispongo a crecer con libertad, tan alto como mis ramas lo permitan, tan profundo como mis gruesas raíces lo precisen. Cantaré de día con las aves, y por las noches, inundaré los suelos con el crujir de mis pies andantes, para recordarle a mis antepasados que viven en mí, y conmigo renacerán, cada vez que un parche de cuero sea invitado a latir, cuando los cuerpos se entreguen al diálogo con su propia ancestralidad. Ellos serán los responsables de despertar mi historia, cuando las palabras se dispersen y los ojos se nublen, serán los cuerpos, templos de memoria.
Este cuento fue escrito en el marco de la realización de un cuaderno pedagógico para estudiantes de escuelas y universidades del recóncavo bahiano: ESCREVIVENCIAS E CONTOS BAOBABS: memórias, sabedoria e ancestralidade africanas e afrobrasileiras.
Autoría: Rocío Cecilia Fernández, Ludmila Gallardo, Marcela Barravento, Moisés de Souza.
Ilustración: Ceilia Leiva
Traducción al portugués: Rafaela Aguiar.