A mediados de Agosto la autora de esa joyita llamada Tres Truenos publicó en el blog de Eterna Cadencia una serie de notas argumentando su distancia de la obra del rosarino. Como el que encuentra terreno fértil y reparte un par de semillas al tun tun, escribo estas líneas nervioso de ver reanimada la flor del debate: esa deuda incalculable, en números rojos, que debemos saldar, de manera urgente, con el siglo de los bastones.
UNO:
Saer es aburrido, infumable. No hay objeciones para este argumento. Tampoco hay objeciones para el índice señalando el tedio que se levanta entre el polvo al revisar las hojas de Proust, Joyce, qué se yo, la lista es larga, abundan luminarias en cada línea, y a todas se las puede sofocar con el mismo juicio: son, ante todo, aburridos. Esto es así. Nada nuevo bajo el sol. Embole supeditado al embole. Gente que se torna un poco gris en su búsqueda desmedida y gente que aplica cuestiones valorativas propias del entretenimiento al arte. Pausa: el arte puede entretener, no ataco lugares comunes, pero no puede circunscribirse a un vicio propio, al disfrute por el disfrute, jamás.
DOS:
Sugerirle a una persona por donde empezar a cortar tela en una obra que supera (raspando) la decena de libros, todos capitalizados por una editorial que marca sus títulos con precios que superan (raspando) las cuatro cifras es, sencillamente, el gesto de un amigo. Si, además, nos arriman un usado evitandonos la compra, la amistad se consolida. Que nuestras pretensiones de Argentino Intelectual nos hagan sentir incómodos frente a la invitación, es motivo suficiente para revisar nuestras pretensiones.
TRES:
No busco chantear esgrima con las citas que Marina va dejando al pasar en su nota para tener un cuerpo donde golpear porque esto se volvería lo de siempre: un zoológico policial de la vida. Tampoco me interesa descartar las observaciones que plantea; son, en su mayoría, válidas si las abstraemos de la obra conjunta en la que están inscriptas.
CUATRO:
Benjamin propone la novela como una notificación de la perplejidad del sujeto frente a lo inconmensurable de la existencia. Saer suscribe a Benjamin: la existencia es inabordable, los procesos cognitivos mueren en el borde sin ayudarnos a entender las causas, las ciencias se sacuden como perro reventado en cruce y vía reviradas por superar modelos naturalmente saturados, el lenguaje no puede narrar aquello que es, en la propia experiencia, incognoscible; debe uno, entonces, narrar la perplejidad, lanzar manotazos de ahogado que busquen rescatar del río de la experiencia lo que sea que pueda rescatarse (esto es: nada) en un intento que se sabe destinado al fracaso de primera mano y que por esa justa razón gana en el último minuto. Aceptado esto, ripios como en quien llegaba a percibirlo o el espacio que habían estado ocupando no resultan excesos, sino más bien marcas de quién entiende la imposibilidad del acto de referir, siquiera de concebir lo sucedido en el momento que sucede acontece. Pueden gustarnos, o no, pero son contingencias ineludibles de un sistema que las prevé y se debe a ellas para su desarrollo.
En esta misma lógica se justifican las descripciones desmedidas que buscan retener, como sea, aunque sea, la superficie de nuestra historia: el dato empírico. Quizás lo único abordable, y por eso accesorio. Claro que esto, más que justificar al turco, lo ubica en el terreno de los desesperados. Hay otra justificación para las descripciones fractálicas que avanzan entre subordinadas detallando de un modo insoportable los pormenores de una acción demorada hasta el hartazgo. Otro sentido fundamental que dirige la obra de Saer y que acumula su deuda moneda a moneda en El francés y su idea del tiempo: el presente es
tan ancho como largo es el tiempo entero. Más condiciones de perplejidad, más dificultades para lo imposible: el arte de narrar.
CINCO:
Claro que no es necesario leer al alemán o a Bergson para intuir la búsqueda estética desarrollada en la obra del quía. Cuando nos enfrentamos a un escritor programático capaz de sostener un mismo impulso a lo largo de miles de páginas, la búsqueda y sus motivos se revelan de manera autosuficiente, más allá de los resultados alcanzados. Vale como aclaración, descubrí a Benjamín y a Bergson después de Saer. Mi ignorancia total en materia de teoría literaria no dificultó el goce de la lectura. Mi formación académica es nula (un cuatrimestre trunco en Puan al 480), leo lo que hay a mano y hago lo que puedo con lo poco que entiendo. Quiero decir, soltar que Saer es un escritor para académicos en un descuido, es un facilismo que solo puede alejar potenciales lectores. Peligro.
SEIS:
Marina compara a Saer con Borges por la negativa, aun cuando los mismos defectos ya se encuentran en el ciego; claro que el ciego los ejecutó primero, y eso parece amainar el yerro. Compro. Pierre Menard, etcétera. Hay varios defectos en las páginas de Borges y hay esos defectos multiplicados hasta el cansancio en la obra de cualquier escritor argentino post-borges. Hay, también, esos defectos prefigurados en Góngora y hay la creencia de que Borges (aun cuando su obra es un vasto catálogo generoso en referencias con una visión panteista del proceso de escritura) los ha inventado. Hay posibilidad de comparar a Saer con Borges por la positiva. La eliminación de la enumeración desmedida (quizás intercambiada por las descripciones en cadena), la posibilidad de leer un párrafo sin el vicio de referencias brotando entre los intersticios para justificar lo que se escribe, el valor de escribir Novelas cuando nos han demostrado que nada le sobra al texto corto, al cuento. En fin, está claro quién sale ganando en la comparación, a paso lento, medio tanteando. No me interesa el resultado sino recordar que toda comparación es necesariamente tendenciosa y que este enunciado es una tautología del montón. Puede el editor eludir su permanencia.
SIETE:
Hay sensaciones, hay estados pre-narrativos, y hay intentos destinados al fracaso por creerse capaces de contenerlos. Hay, en este juego de suma cero, intentos que se saben infructuosos de antemano y hay intentos que creen dar en la tecla aun cuando tropiezan contra el cordón para partirse los dientes. Hay bares repletos con rostros desencajados de sordomudos aterrados frente al descenso en la espiral de quienes piensan que las letras de la palabra rosa contienen a la rosa. Los primeros empujan a una búsqueda constante, sabiendo que no hay final posible para nuestras inteligencias de corto alcance. Hay Pavese, hay Mallarmé. Hay Washington Noriega, hay Roa Bastos. Hay Faulkner, hay Onetti, hay Pasolini y hay lo otro.
OCHO:
A la hora de la cena, con el televisor en mute, mi vieja comenta que viene teniendo una semana muy pesada. La miro con un gesto de horror, la corto en seco ¿qué son estos conceptos teóricos en boca de un laburante sin títulos enmarcados en algún rincón del living? me encierro a comer en mi pieza. No estoy para pedanterías, vamos, y menos viniendo de quién viene.
NUEVE:
Búsquense formas de lograr la entereza necesaria para desarrollar un proyecto estético con elenco estable por más de cuarenta años sin la creencia de que ese proyecto puede ser la cumbre de algo. Sobre la palabra canon, basta sugerir el odio que despertaba en Saer el boom latinoamericano destinado a ser, de buenas a primeras, parte inevitable de ese sepulcro (fosa común) llamado literatura latinoamericana. Lejos de asegurarse la talla del nombre en el mármol, escupió las manos que empuñaban el cincel.
DIEZ:
Pienso en las páginas de una novela premiadísima de una escritora premiadísima que para colmo es argentina. Párrafo tras párrafo, se encarga de llevarnos de la mano como una madre asfixiante arrimando conclusiones en boca del narrador. No alcanza con estar fechada en la década del 70 para evocar el terror y sus consecuencias, hace falta recordar de manera tosca que los militares son malos cada vez que se puede. Opresivos. Que la gente se mueve con miedo. Paranoia. Con mayúscula. Que no hay nada en el mundo capaz de consolar a un chico huérfano de su madre. No. Hasta ahí. No quiero escritores que me presenten masticada la figura del acontecer. No quiero un revival de las formas alegóricas, ni mucho menos escritores confundiendo narradores del siglo XVI con autores del siglo XX. No acepto que alguien denuncie el tedio como algo negativo en una novela que trabaja con las formas del cautiverio y la espera. Con
todo esto: El entenado me parece mala, el punto más flojo en la obra de Saer (aunque la academia insista de manera desmedida en su lectura) pero no podemos golpearla por ser aburrida. Su personaje se encuentra aislado de todo lo conocido por casi una década. Incomunicado. Si el tedio estuviera ausente en sus páginas, sería peor de lo que es. La hipótesis de lectura, entonces, debe andar pifiada. Existe, por suerte, una novela argentina que trabaja problemas similares y tiene como resultado un producto harto superior. Quizás su lectura pueda ayudarnos a repensar los defectos de El Entenado. Salut, Sensini.
ONCE:
Celebro afiebrado la nota de Marina. Debemos revisar el canon, debemos señalar desperfectos, debemos embarrar la cancha. Las revistas literarias, los medios de difusión culturales, recuerdan a locales de ropa enfrascados en el vértigo de hacer coincidir la vidriera con los caprichos de la moda, semana a semana, mes a mes. Que alguien pegue, como sea, donde sea, es motivo de fiesta entre los propios. Descorcho el vino entonces, pongo la otra mejilla: espero entre sonrisas (flojísimo de dientes) la próxima trompada.
Coincido. Saer es un infumable xq se atreve a no correr, a describir a ser minucioso, a adentrarse en que le pasa y que siente cada personaje. Personajes que pocas veces deciden solo recuerdan. Y Saer es generoso con su tiempo. Les permite transcurrir en un sinsentido que es su realidad. Festejo a Saer como a Onetti. Quien nos hizo creer que ser amoroso es malo?
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