Creo haber encontrado una grieta. Me detengo. Con la vista paladeo la pequeña marca. Me envuelve un miedo grande trajeado de victoria. Trato de acomodarme para observar mejor. Me duele la cintura y las rodillas me queman como heridas nuevas.

Si esa marca es realmente una grieta ya nada va a ser igual. Aunque nunca nada era igual. Ni siquiera las gotas contra el techo lo habían sido alguna de todas las veces que sonaron en este tiempo. Ayer sonoras, mañana llenas, hoy ni siquiera sé si han sido ciertas.

Las primeras veces imaginé que la locura era esa tempestad que me invadía cuando comenzaban a sonar; pequeñas y tintineantes. Me golpeaba la cabeza hasta que el dolor era demasiado. Entonces me tiraba en el suelo hecha un ovillo y lloraba para no oírlas más.

Después empecé a esperarlas como lo único bueno que me podía suceder. Si no ocurrían las inventaba, no sin antes convertirme en un solo oído gigante con el que gozaba pensando en el sonido de las gotas. Vendaval ahora, lluvia mansa más tarde.

No recordaba cómo había llegado allí. No sabía si me habían encerrado, recompensado o si había suplicado hasta que me abandonaron; olvidados de mi existencia. Esas pérdidas de memoria al principio clandestinas que luego se vuelven auténticas como el calor del sol. Eso era lo que había sucedido entre el mundo y yo.

Hoy, cuando ya había aprendido a vivir sin la diferencia entre el día y la noche, con la falta del color de los árboles y de la tierra, con la ausencia de una piel enamorada. Hoy cuando creí haber alcanzado la victoria, apareció la grieta.

Imposible mentirme que no estaba allí. Hasta ese día mi imaginación había andado y desandado muchos caminos. Había negado lo que me perturbaba y creído como verdadero lo que me convenía. Lo pude hacer porque he sido causa y efecto de todo lo que me sucedía. Todo nacía y moría en mi cabeza.

Todo menos la lluvia. Quizás porque me quitaba omnipotencia es porque también la odié. Aunque luego la esperé con ansiedad. Presentía que era lo único que podía salvarme. La lluvia era la única verdad en ese mundo donde yo lo era todo. Principio y fin. Verdad y mentira. Amor y odio. Yo era dueña absoluta de la nada que me rodeada.

Pero era una nada con lluvia. A la lluvia no la podía manejar. Por eso me enfureció en los primeros tiempos. Aunque ese resto de cordura que me quedaba me decía que la lluvia era lo único bueno que me ocurría en esa sucesión de noches y días sin sentido.

Entonces fue cuando empecé a esperarla y a reconocerla antes de que empezara. Olfateando el aire. Palpando poro a poro esa tela que me recubría; que me servía de techo, de piso, de paredes. Y contra la cual se estrellaban las gotas.

Claro que no sabía bien cómo, también empecé a inventar la lluvia. Pero nunca pude evitar reconocer cuándo era cierta y cuándo producto de mi cabeza enferma. Me rebelaba con mi imaginación por no ser capaz de crear una lluvia igual a la de verdad, pero presentía que el límite de la fantasía es la existencia real de las cosas y de la gente. Y en ese lugar lo único que realmente existía a veces era la lluvia. Por eso era que no podía inventarla.

Había llegado a resignarme a que las cosas fueran así y últimamente no desperdiciaba esfuerzos en la lluvia, sino en todo lo que memorizaba cada vez con más precisión. En lugar de imaginar, recordaba. En vez de fantasear recuperaba mi pasado. No sé si sufría más, sólo sé que era inútil resistirse.

Fue entonces cuando apareció la grieta. Primero quise comprobar si era verdad. Después he tratado de ignorarla. Pero la grieta como la lluvia tiene su vida propia, así que no pude borrarla con sólo proponérmelo. Terminé aceptándola, sin atreverme a tocarla. Dejándola estar, segura que un día iba a dejar de ser, como me pareció que había ocurrido con la lluvia que hacía tanto tiempo que no sucedía.

Me desperté despacio permitiéndome el tiempo de ir reconociendo el espacio. Hubo un momento largo entre mis ojos abiertos y el saber que mi pie derecho estaba acalambrado. La misma luz de siempre. Ni de sol, ni de luna ni de lámpara. Esa luz que viene no se sabe de dónde y que me permite ver a medias, como todo allí. Me acomodé para masajearme el pie. Sin apuro reconocí los dedos y los huesos que estiraban la media. No recordaba lo que había soñado pero sabía que pertenecía a afuera. Toda mi atención está ahora concentrada en el pie derecho, que resume en sí toda la muerte y la vida que me pertenecen por haber nacido un día de sol, unos cientos de domingos atrás, en un lugar que hoy quedaba fuera de este sitio.

Cuando el calambre fue cediendo y mi cuerpo volvió a adoptar la consistencia de siempre sentí una sensación rara recuperada después de largos días de ausencia.

Tuve mucho miedo. Un miedo horrible que me paralizó. La cosa extraña estaba en mi espalda. Sólo tenía que llevar una de mis manos hasta ella y sin embargo me parecía tan difícil. Era como si la mano estuviese allí y mi espalda a metros de distancia. Y no fueran mías sino de ellas mismas. Como si yo no las pudiera dominar aunque quisiera. Lo más importante era que mi miedo no me dejaba y mandaba sobre todos nosotros. Aunque yo me desgajara en un montón de pedazos, ninguno de ellos me obedecía. Menos mis manos. Ni dentro ni fuera de mi cuerpo era yo dueña de nada. Por sobre todos estaba el miedo que despóticamente ordenaba que nos degradáramos y lo obedeciéramos. Entonces se me hizo luz una idea diabólica que fue más grande que el miedo. Mi espalda estaba mojada.

Sin darme tiempo a nada, mi mano derecha automáticamente toco mi espalda y se quedó ahí, como dudando sobre qué hacer después de haber verificado lo inexplicable. Mi espalda estaba mojada.

Todos los cómo, los por qué, los cuándo, y los dónde iniciaron su danza en mi cabeza. Me saludaban al pasar frente a los ojos y luego seguían contoneándose como si estuvieran muy contentos de verme tan absolutamente lejos de las explicaciones razonables. Los maté cerrando los ojos. Y pude pensar hasta que todo estuvo más claro.

La lluvia había entrado por la grieta y me había mojado la espalda.

El miedo me asaltó el estómago y se me subió a la garganta. Me recliné para darle tiempo al aire de oxigenar mis pulmones. Sentí que la pared cedía atrás. Quise retroceder pero ya era tarde.

Me estaba cayendo de espaldas y para siempre afuera. Supe que lo que dejaba era nunca más, pero sentí con alivio que el miedo me había abandonado cuando empecé a caer. Choqué contra algo duro y áspero que me lastimó. Quedé acostada contra un suelo distinto, húmedo y oloroso.

Sólo entonces abrí los ojos y el sol pudo teñirlos. Vi manchas rojas y anaranjadas que se espesaban y afinaban con movimientos de ameba. Vi mis pestañas que se cerraban sobre el iris protegiéndolo de la luz. Volví a ver manchas grisáceas y livianas que avanzaban por un tubo hasta mi cerebro y que allí explotaban en forma de globos de colores que me pintaban el cuerpo.

Los pulmones grises y los huesos ámbar. Los nervios blancos y la sangre roja que empezó a teñirme las arterias y las venas.

Hoy mis mejillas están rosadas y tengo los dientes blancos. Fue así que la piel se me hizo mate y los ojos pardos.

Fue mi viejo amigo el sol

3 COMENTARIOS

  1. Bello cuento sus metáforas transmiten un torbellino interno, un mundo conflictivo
    Muy buena la dificil transcripcion de las facetas mas oscuras de la ida y vuelta de la sinrazón. No se dice se insinúa.

  2. Renacer profundo y sentido cuento dónde vivencias, ideas y verdades construidas afectan la existencia misma.

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