Me citó en su estudio. Una cueva de rata en el microcentro porteño. Recordé ese olor rancio de los edificios viejos que tumba. La mezcla entre humedad, olvido y polvo. Cubículos estructurados como su alma de aristas punzantes, con el largo y el ancho milimétricamente calculado. Metros cúbicos contados para que uno pueda respirar solo lo estrictamente necesario. Un piso once de sucuchos de alquiler para actividades de dudosa procedencia, según él. Alguna vez me contó, con su voz de moralina, que antes (¿antes de qué?) ese era un edificio respetable de arquitectos, abogados y altos rangos militares. Una vez le pregunté por qué seguía en ese espacio si no era de su agrado o no estaba a su altura. Me dijo que como todo ser humano se apegaba a la nostalgia de una época mejor y a la esperanza de volver a un status quo más feliz. Claramente no pescó mi ironía y mi cuasi burla a su atavismo funesto. Lo de humano, también estaba en duda. ¿Qué se le podría pedir a semejante ser que ya nació viejo, con bigotes y tiradores?. Usaba esos sweaters de rombos a modo sport los viernes, con pantalones de vestir y zapatos lustrosos. El saco con pitucones, propios de una persona que se quedó en el tiempo, aunque es imposible determinar cuándo. El resto de los días, estricto uniforme corbateril. Toqué el timbre 5 minutos antes de la hora estipulada. Él odiaba la impuntualidad, aunque la practicaba. Solo su tiempo era importante. El resto nos jodemos y lo esperamos. La voz electrónica de su secretaria me pidió que subiera, que el Señor me estaba esperando. El pitido imperceptible pero penetrante en los tímpanos me permitió abrir la puerta del palier. Un pasillo monótono de azulejos ajedrezados con una mesa vacía de portero a la vista, me llevó a los ascensores clásicos de puertas azizagueadas. La mitad de la botonera estaba apagada, así que adiviné que había apretado el once de manera correcta. Al bajar constaté que era el piso al que debía ir. En la puerta de entrada me esperaba Mirna con sus anteojos terminados en punta, rojos. Diría que eso era lo único moderno a cuadras a la redonda. Su pelo estaba recogido en un rodete blanco perfectamente arreglado. Noté las patas de unos invisibles. Seguramente un descuido que no se perdonaría cuando lo percatara. Llevaba un traje de pollera y saco del mismo tono carmesí que hacían juego con sus lentes. ¿Tendría lentes para cada traje pret a porte que tenía?. La imaginé en un gran vestidor con estantes con módulos separados con cada prenda, zapatos y anteojos a tono. Llevaba unos aros en perlas, del tamaño justo para sus lóbulos. El maquillaje indicado para esa hora de la tarde que la hacía lucir arreglada naturalmente para sus patas de gallo pronunciadas. Ensayó una sonrisa que fue un fracaso. En respuesta insinué otra, pero mis labios no se inmutaron. Su voz aguda y eléctrica sin portero de por medio me dolió en los oídos. Seguí sus indicaciones, igual que antes y aguardé al Señor. El protocolar ofrecimiento de café fue desechado por el pedido de agua. Estábamos en esa fecha de abril en la que todos portan la moda de campera en la mano con la humedad otoñal en el resto del cuerpo. A la intriga del llamado se sumó mi boca sedienta de noticias, que quedó corta de hidratación en un vaso. No me animé a pedir otro y deposité la servilleta manchada de rouge fucsia y el vaso en la mesita de apego. Volví a preguntarme cómo había conseguido mi número. Era la segunda vez que lo cambiaba en el último año. Quizás tuviera el valor esta vez de poder hacerle algunas preguntas y no solo quedarme pesada de conjeturas y oprobios. Quizás esta vez fuera diferente a otras y no cruzaría la puerta con las lágrimas contenidas en desborde de ojos. Quizás esta vez me trataría sin juzgarme con la amorosidad que me negó siempre. Quizás esta vez no notaría mi nuevos tatuajes, mis piercings y mis cabellos teñidos de varios colores. Quizás note la felicidad de la plenitud de las decisiones que me llevaron, de mínima, a caminos más felices en donde me estoy encontrando. Me descubrí tarareando perhaps, perhaps, perhaps y me hinché de roja vergüenza por la ocurrencia. El aplomo del departamento me ganó. Todo ahí se ve deslucido por la formalidad de la obligación. Hasta mis lápices de niña no pintaban igual cuando lo hacía allí. Con solo cruzar el umbral de la puerta, la vida se tornaba un arcoíris de posibilidades. Ahí estaba una vez más en el monocromo de la impiedad paternal. Sonó el intercomunicador y di un pequeño salto. Que puedo pasar me dice Mirna. Asentí con la cabeza y deslicé mi calzado de goma por esa alfombra gris moho levantando una imperceptible polvareda de desánimo. A desgano medí friccionando cada paso, por si quizás con una misteriosa reacción química provocaba un incendio que me sacara del incordio del encuentro.
La puerta rechinó al mejor estilo de película de terror. El Señor estaba de espaldas mirando por la ventana que daba al pulmón. Parecía una pose mal actuada de El Padrino. La habitación estaba en penumbras salvo por la lámpara de escritorio verde esmeralda. “Entrá nena, entrá”. Se dió vuelta. Tenía el pulgar derecho apostado en unos de los tiradores. Una camisa ocre por el uso y los lustrosos zapatos negros que ayudaban a la poca iluminación del ambiente. Fui a su encuentro y lo besé en el cachete. Su bigote tenía una mezcla de Old Space, restos de comida y cigarrillos 4370. Los pantalones llevaban esa raya al medio característica de tintorería. El escritorio lucía despejado, lo que confirmó mi teoría de que la espera fue puro suspenso innecesario.
Escupía cuando hablaba. Un rocío infernal de su boca pestilente me bañaba de acuerdo a la vehemencia de su énfasis. Las S y las T eran el terror. Intenté prestar atención a su modulación, pero una espuma blanca en las comisuras me distraía. Como un hilo fino engarzado en letras que me entraba por un oído para salir en forma de bilis. La tensión de los puños apretados me dolían ya en los brazos. Su clásico golpe de puño y furia incontrolable sobre el escritorio provocó una bomba de lapicero que regó por la alfombra los lápices en puntas y lapiceras con capuchones. Me miró fijo a través de los anteojos y vi mi pelo alborotado en arcoíris. “¿Qué querés de mí?”, gritó. Se acomodo el mechón de pelo que le cubría las entradas retomando una falsa calma. No sé si lo exasperaba más su falta de control o mi inmutada mirada. Quizás esperaba una respuesta frente a su pregunta retórica de cólera. Quizás no notó mi imperceptible sonrisa de triunfo. Quizás no se permitió pensar en los ojos de piedad que lo atravesaban como arpones por todo el cuerpo. Quizás tampoco sospechó de mi beso de judas. Quizás si esta vez me hubiera propinado un poco de indulgencia… quizás se hubiera salvado. En el silencio escuché el ascensor subiendo a mi rescate. Apoyé una mano en cada extremo de la silla con apoyabrazos terminado en garras de león para tomar impulso. Me acerqué lo mas que pude a su cara y le escupí: Te dí el último beso. Uno sincero. De sueños rotos convertidos en finales felices, reales. No te deseo ningún mal. “El amor que me negaste, es mi impulso para cambiar el mundo”
Salí dejándolo con los ojos abiertos en un grito. Se le deslizaron los anteojos levemente por la mueca de mandíbula caída. Se estrellaron en el escritorio desparramando esquirlas y pedazos de plástico marrón caqui. Crucé la puerta observando a Mirna con sorpresa por la situación. Cerré de un portazo, de esos que arrasan ciudades. El ascensor esperaba mi descenso. Canté a los gritos desde el sucucho del piso 11 en todos los idiomas que conocía y totalmente desafinada perhaps, perhaps, perhaps.
Poco después, supe que me buscó. En ese después ya estaba conquistando universos desconocidos, aullando a viva voz que otres sean lo normal.
Que divino cuento! me atrapo desde el principio, las descripciones son muy buenas, el vocabulario es impecable. Me trasladaste y pude estar ahi recorriendo cada paso de la protagonista. Genial!
Sos la mejor. Mi gran orgullo.
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