“Aprender a ver. Aprender a sentir. En estas palabras está, acaso, el programa futuro. Aprender a ver con ojos propios, aprender a sentir directamente, no a través de otras sensibilidades. En cuestiones de arte, el único consejo sensato es el que se condensa en estos términos: persigamos la sinceridad”.
Manuel Ugarte
En esta nota nos proponemos continuar con una serie de interrogaciones planteadas en artículos anteriores. En ellos hablábamos de la casi completa sobreadaptación de los artistas a las reglas y gustos del mercado en la actualidad. Por otro lado y como hizo notar hace un tiempo el notable ensayista Horacio Gonzales, no hemos sido capaces de explicitar un pensamiento visual argentino, cosa que si se ha logrado en cuanto a los discursos literarios. Pensamos que hay una relación directa entre la autorrealización como nación-pueblo y la cristalización de un modo de ser propio y distinto en las artes. El objetivo de esta tarea sería algo así como una Estética puesta en situación, anclada en nuestra realidad y nuestra historia. Esa Estética futura deberá ser puesta en relación directa con un concepto que subsume el proyecto de lo americano, el sustrato que subyace las identidades múltiples de nuestros pueblos y que es el de la necesaria emancipación, si es que de una vez por todas nos atrevemos a ser.
En relación, y frente al monopolio de las galerías, respecto a la difusión y distribución de las obras; tenemos que conseguir generar espacios alternativos para facilitar una producción que no sea adicta a los parámetros del monopolio cultural, a partir de los que se busca reducir toda producción artística a los modelos aprobados en los “grandes centros del arte”, en Europa y EEUU; donde como el crítico cipayo afirma, se realizan las grandes obras del espíritu. Para estos especialistas en coloniaje, nacimos para copiar lo de afuera y mirando para adentro no podemos hallar más que barbarie y desierto, cachivaches de terracota y de madera, obras de pésimo gusto si es que emocionan al obrero o al cabeza. En aquellas galerías frente a las que se agolpan nuestros jóvenes creadores ansiosos por entrar; en sus asépticos pasillos neutrales; el arte prefabricado, un arte nacido-muerto, se amontona como pelusa repartiendo prestigio y dólares, al precio del silencio y la complicidad; al precio de mostrarse sobre-adaptados y complacientes como creadores. Frente a esto hay que crear espacios nuevos y bajo una lógica distinta, donde la idea fuerza será abrir fisuras, grietas, paradojas. El arte no puede seguir ignorando o fingiendo que se sustrae de la composición en grupos de la sociedad. Esta confrontación de grupos sociales no es ajena a los artistas, solamente que aquí, como en otros estratos, la hegemonía sostenida por décadas de uno de estos grupos sobre los demás se acepta como algo completamente naturalizado. Por eso, pareciera que el abismo entre un “artista consagrado” en la cúspide de la pirámide del mundo del arte y un artesano o artista anónimo en la base, habilitara para hablar de arte sólo en el primer caso. No queremos ensanchar la punta de la pirámide para que entren más, y que entonces las posibilidades de estar entre los privilegiados sea mayor, por mera aritmética. Hay que poner contra las cuerdas la propia lógica de lo culto, pero no solamente ampliando el repertorio de temas y pintando un obrero y un piquetero junto a un cuadro de un Pierrot y de una bañista. Si eso ocurre nos habremos quedado a mitad de camino del nacimiento de una auténtica Estética popular, periférica, americana. William Cooke decía que el verdadero arte popular no es pintar cuadros de obreros o de campesinos, es decir recoger las herramientas del arte burgués para, a lo sumo, plantear una innovación en el tema, casi un exotismo pintoresquista. Él decía que el verdadero arte popular, la verdadera cultura popular es organizar a los obreros, organizar a los excluidos; y son arte y cultura popular sobre todo, las formas que estos se dan para luchar, para resistir y para vencer al opresor de su clase y su ideología del sometimiento. Se trata entonces de dar un salto cualitativo en cuanto a un pensamiento estético popular, de punzar la burbuja cultural donde solo se ha dejado entrar el pensamiento estético de los grupos dominantes; lejos de la calle, los productos del merchandising artístico huelen a humedad entre las paredes blancas de las galerías monopólicas; al ritmo de la acelerada expansión del capitalismo financiero, especulativo, análogamente al abandono progresivo del capitalismo de producción y del retroceso del trabajo frente al capital; las prácticas artísticas también se volvieron especulativas, inmateriales, también acá se resignó la transformación de la materia por la multiplicación al infinito de discursos y discursos sobre discursos. Las manos se durmieron y se multiplicó, como contrapartida, el recurso de decir “yo trabajo con ideas”. El show del arte alquiló plateas para sujetos adinerados acomplejados por su banalidad, allí saciaron teatralmente su ansiedad de valores y de cultura. Y también las galerías alojaron los reality show más cínicos y delirantes. Se dio por superada la “desviación hacia lo social” de algunos artistas americanos. Lejos de Rivera y de Orozco, de Facio Hebéquer, de Berni y Carpani; pero cerca de Warhol y de Christo. Pulularon entonces las obras autorreferenciales, la exaltación de la infancia como el paraíso perdido: los dibujos animados, los muñequitos de plástico transformados en iconos de la “cultura popular”, devinieron obra de arte. El marco de referencia es entonces la infancia privada, individual; los juegos solitarios en el patio de una casa cerrada, protegidos de la barbarie exterior. Presentarse intocados por el mundo, parece ser el desvelo nostálgico de muchos de nuestros nuevos artistas. Un arte para snobs con billeteras abultadas.
Esto es lo que hay, y nos plantea el problema de cómo pararnos frente al relato hegemónico y sus dispositivos. El mito subyacente a cada una de las prácticas culturales.
Se hace preciso no dejar de tener presente la profunda solidaridad entre arte y mito. El arte trabaja sobre el mito, expande sus disposiciones; a veces declamando otras veces ocultando, siempre el negativo del arte es aquello que se ha tomado como natural sin necesidad de plasmarlo en leyes positivas. Y el mito de nuestra cultura es el capitalismo y es occidente como relato, como identidad sin más; es el derecho de los propietarios y el orden de estos; y a este orden se le rinden las loas y por él se erigen los ídolos y se tallan las Victorias de Samotracia de nuestra contemporaneidad. Los ritos sobre los que se articula este mito son el consumo y la circulación de la mercancía; y respecto a ellos no está el arte exento. Raimon Panikkar en sus obras se refiere al mito que subsume los comportamientos, las representaciones de los sujetos de una época determinada, como el espíritu que anima la actitud humana básica propia de esta forma de vida que se auto-instituye en los marcos de ese sustrato no necesariamente enunciado. También, en relación a nuestro problema, existen otros dos aspectos sobre los que este teólogo y filósofo catalán trabaja, que son la cultura como mito unificador de un pueblo en un momento y un espacio determinado y, sobre todo, la política como relación de fuerzas. El dispositivo agonístico a través del cual “una cultura se forma a sí misma”. Entonces tenemos esta trinidad en tensión e influencia recíproca: mito, cultura y política.
Otro concepto importante a tener en cuenta es el de “aura” o “maná”, que es un término tomado de la antropología; como una fuerza que anima los objetos. Esto debe ser entendido como una fuerza simbólica que al depositarse en determinados objetos, les transmite a estos una exclusividad divina, que los vuelve objeto de veneración y de deseo. Lo que en realidad se desea es este maná siempre en circulación. Los antiguos pueblos conducían esta circulación del excedente simbólico a través de dispositivos rituales situados en el centro de lo social, no de espaldas al pueblo como en los ritos del arte occidental, donde la circulación de objetos con maná deviene en intercambio comercial privado, de alto vuelo y legitimador del refinamiento cultural de las clases económicamente poderosas. Aún hoy, en la India, a las tallas de los dioses y diosas hechas por los artistas solo se las considera terminadas una vez que, en medio de una manifestación multitudinaria realizada a esos efectos, se le pintan los ojos a las estatuillas y entonces se considera que algo del alma divina de aquel ser que representa, desciende y unge el ídolo. Esto se hace en el centro de lo social, en el marco de una fiesta popular y no en una artificiosa y sofisticada catacumba para iniciados-especialistas como sí ocurre en nuestras modernas galerías. La obra de arte única, según Colombres “concentra en la estética occidental un enorme poder o aura, participando así de la naturaleza del ídolo”, pero vemos cómo esta concentración de energía simbólica depende de la exclusividad del rito, del que deben participar pocos y selectos individuos para poder seguir siendo signo de prestigio. Las masas destruirían el maná, por eso todo artista popular se vuelve automáticamente sospechoso de mal gusto para las alérgicas narices de la elite.
¿Cuándo y cómo conseguiremos restituir al arte su rol social, aglutinante, conductor y dispersor de energías; alrededor de un relato emancipador, americano, libertario? ¿Cuándo y cómo trasladaremos el eje de los ritos artísticos, abandonando la humedad de los museos y galerías; para situarlo en el centro de la plaza, rodeado de las multitudes, junto a las banderas y los cantos; sin miedo a ser arrastrado, contaminado, destruido si es necesario como parte de ese ritual?
Esto plantea una serie de cuestiones que deben ser problematizadas: ¿Se puede hacer arte popular conviviendo con el régimen de obra-mercancía? Retomando a Cooke ¿No es burgués todo lo que es apropiado o circula en forma de mercancía?
Tenemos que denunciar y mostrar la relación entre arte y mercado, donde este último actúa como legitimador del valor artístico de la obra y se excluyen las prácticas de los sectores populares, de los pueblos originarios, de los artistas periféricos. Es decir, se legitima en el arte un modelo de apartheid y de segregación de clase. Hay que poner a la intemperie los mecanismos, las estructuras de esta construcción piramidal. El arte es clasista y es producto de una sociedad que legitima simbólicamente la desigualdad efecto de un modelo de producción injusto, insostenible e inmoral. Por eso, porque la “cultura culta” es la instancia de legitimación simbólica de ese modo de producción, las disidencias estéticas son combatidas y excluidas. Hay que buscar ahí el origen del elitismo de la teoría del arte occidental y no buscar en la teoría del arte occidental el origen del elitismo, como hacen algunos teóricos. La teoría es producto del modelo de sociedad y solo combatiendo ese modelo se pueden abrir brechas en la cultura de las clases dominantes.
Desde que, a partir de Kant, se desplegó el concepto de autonomía del arte asimilando toda obra que no mostrara una clara supremacía de la función estética a lo meramente decorativo, superfluo, artesanal; el plano artístico se convirtió en aquel donde lo social no puede ni debe tener cabida, constituyéndose como un supuesto ámbito neutro, apolítico, sustraído de las luchas y conflictos de la sociedad; un territorio de estetas y de virginales genios creadores intocados por los dramas de la plebe. En nuestra contemporaneidad el arte pactó con el consumo y el mercado al tiempo que la ética salía disparada por la ventana. Como corolario de esta deserción axiológica el artista asintió voluntariamente a canjear su libertad por las suculentas migajas del poder económico, reafirmando su condición de bufón de lujo. Incluso Rodolfo Walsh en sus papeles personales denunció el descarado carácter de manada de lobos hambrientos que adquiere intramuros el mundo del arte, donde la competencia, la rivalidad, la individuación a cualquier precio es la consecuencia de pelear por una pequeña porción de privilegio. “Ningún artista admitirá que él está haciendo lo mismo que otro: solamente los obreros hacen lo mismo que otros obreros. El producto artístico es individual, es exquisito, se exprime de tal personalidad, y no de otra: los fantasmas de Sábato son incomparables, no pueden tener nada de común con los fantasmas de un tornero, o de un matricero”. Para cumplir con esta individuación extrema, en la actualidad se recurre a todo tipo de medios siempre y cuando resulten efectivos para sobreactuar la diferencia; desde pintar con gotitas de pintura esmalte, papelitos glasé o bolitas de plastilina o caca. La claudicación a lo absolutamente anecdótico, resultante de que una obra se destaque por la perplejidad del material utilizado, evidencia la deserción de sentido que sobrevuela nuestras obras de arte. Sería algo así como que la alta calidad de un prestigiado nobel de la música radique en que ejecuta Bach sobre una palangana. Detrás de la experimentación con nuevos materiales y soportes la mayoría de las veces (aunque no siempre, hay artistas que realmente extraen cualidades asombrosas de materiales no tradicionales) disimula mal, un desesperado afán por mostrarse distinto, por abrirse lugar a codazos, en alguno de los codiciados escaparates para ser mirados por el ojo selector. Toda hipérbole es justificada para agradar al dueño del negocio y situarse como tentador objeto de colección.
“La condición del artista en la sociedad burguesa es, pues, de una extraordinaria ambigüedad. Nadie lo valora como él se valora. El hecho de que ciertos cuadros, algunos manuscritos, alcancen hoy valores fabulosos (sobre todo después de que sus autores mueren) no modifica la cuestión, ya que ese precio desmesurado no emana del aprecio de la obra artística, sino de la psicosis del coleccionismo, de la posesión de lo único, que es el lujo supremo y último de la burguesía en su faz decadente y consumista. El que crea que el precio de un Rembrandt o de un Picasso es un `valor´ artístico, debería consultar los catálogos de los filatelistas, y comprobar que un triángulo de papel sucio y gastado, sin el menor mérito artístico, histórico, humano, alcanza un precio comparable a la tela exquisita, por el solo hecho de que no hay más que un ejemplar, y a un ejemplar del sello triangular de la Isla Mauricio sólo puede corresponder un ejemplar de imbécil, que es su dueño”. Vale la pena recordar esta parrafada de Walsh. Sus reflexiones sobre el papel del arte como legitimación de la explotación, no son tan tenidas en cuenta como mereciera. Es tan grande la personalidad y la calidad de su obra que se tire de donde se tire, consigue uno material suficiente para darle largo rato y sin desperdicio. Por ejemplo cuando dice: “la ficción resulta encumbrada porque no tiene filo verdadero, no acusa a nadie, no hiere ni desenmascara. Que la novela, el cuento, son la expresión literaria característica de la burguesía y sobre todo de la pequeña burguesía, que se cuida de no ofender porque teme que la aplasten.” En esas páginas recuperadas hace apenas unos años se refiere también al mito de la libertad de expresión. “El poder hablar, es un mito sagrado para esta clase media. Le da una importancia tal a su palabra, que le resulta más grave que se atente contra ella que contra cualquier otro aspecto de su libertad. La clase media se idealiza a sí misma como portadora de las conquistas liberales; si `poder hablar´ es (en teoría) más importante que `poder comer´ es porque la clase media simula dar prioridad a las `necesidades espirituales”. En relación a esto último, esa idea de libertad de expresión esgrimida por la clase media, como extensión de una autoridad calificada para hablar en nombre del todo es deplorable. Ya que esa libertad siempre es excluyente del negro como sujeto, del marginado. La idea de libertad de expresión de la burguesía, de las clases medias europeizadas, supone el silencio de los excluidos. Los tormentos que sacuden la mente de los sujetos de clase media son presentados como auténticos hiatos de lo universal, de lo humano, de lo trágico. La novela de los negros se escribe en las paginas policiales de Crónica; los merodeos tediosos del burgués, alcanzan la primera plana de las altas obras de la cultura, hasta en su banalidad más extrema: si se escriben libros y se filman películas sobre la caída del pelo de un tipo de clase media; y sus ecsemas o su acné, son un móvil suficiente para desencadenar las más profundas elucubraciones sobre la fragilidad del ser.
Entonces, para cerrar este primer tanteo: Establecimos someramente la relación entre cultura, mito y política. Dijimos que la política es potencialmente, una herramienta a través de la cual una cultura se hace a sí misma; pero también es la cultura el campo donde se despliega el relato dominante, instalado ahí por los grupos hegemónicos dentro de una sociedad y que este relato busca legitimar la dominación y naturalizar los beneficios de esos grupos. Denunciamos cómo el arte y sus rituales, no están exentos de participar de esta legitimación, y cómo el arte se alimenta y sostiene el mito unificador, el relato hegemónico, las costumbres naturalizadas que sustentan este modo de vida, haciéndolo propio e inseparable de la noción de arte, artista, obra de arte-mercancía. Vimos cómo esta relación se trasladó a América encajando perfectamente en nuestras naciones sub-coloniales, conducidas por oligarquías que mandan hacia adentro y se dejan mandar hacia afuera. Nuestros originarios, fueron antaño elogiados en los informes de los conquistadores, como excelentes copistas de las obras de arte europeo; y de ahí en adelante no han cambiado mucho las cosas. Seguimos insertos en una estructura artística que reproduce el sometimiento de un grupo social por otro y que se acopla dócilmente al discurso o teoría del arte occidental-capitalista.
¿Sobre qué pautas se puede fundar entonces un arte americano, descolonizado? ¿En que pueden consistir aquellas grietas abiertas en la estructura de la colonización cultural? Siguiendo a Cooke, aprender de los oprimidos que se organizan para resistir, asumir que los pueblos producen cultura, arte, teoría en otra dimensión diferente a la teoría académico- intelectual; en las prácticas concretas de resistencia y lucha, en las puebladas, en las Plazas repletas; lugares a los que tenemos que volver con los sentidos bien despiertos y tirando muchas veces a la basura todo lo que aprendimos y gran parte de lo que leímos; recordando aquello de que muchas veces los primeros en estar colonizados son los que han sido educados. Tenemos entonces que asumir que el arte tal como lo aprendimos legitima y difunde el mito del occidente imperial, sobre el cual se sostiene aquella correa de transmisión que reproduce la dominación desde el capital que fluctúa en lo alto, desaforadamente, hasta sus rostros y firmas gerenciales y los tontos útiles que se reparten migajas y porciones de prestigio abriendo y cerrando las puertas de ingreso a los clubes del arte, al compás de las modas prefiguradas en Londres, Madrid o Nueva York.
Como contrapartida, entonces, creemos que el mito sobre el que se funda potencialmente un arte americano un arte de la periferia es el de la Emancipación, ya que el problema que subsume todos los demás, el problema sustancial de nuestros pueblos sin independencia económica, sin soberanía política, es el de ser semicolonia. Será el arte americano no un arte orientado a prácticas nostálgicas del tipo tradicionalistas, que vista chiripá y se cuelgue boleadoras, sino un arte orientado a la práctica política, un arte esencialmente político porque la encrucijada medular, el hiato de lo americano es el desafío de la emancipación.