Pedro armó el fuego con algunas ramitas secas. Arriba colocó los troncos gruesos. Prendió rápido. Sopló y crepitaron con un murmullo vago. Colocó la parrilla y la aceitó despacio. Lejos de las llamas puso a tostar las dos rebanadas de pan. No estaba apurado. Faltaba bastante para que la tormenta llegase y  él sólo tenía un par de huevos para poner sobre los panes. Lejos se escuchaba el retumbar de algunos truenos y cerca el transitar monótono del río.

A la mañana, cuando se había acercado al muelle había visto cómo la profunda correntada venía fuerte. Entonces había apostado a que tendría buena pesca y sin embargo nada. Ni un pescado.

-El río es injusto y ladino. A veces nos juega malas pasadas – anduvo murmurando con bronca durante todo el día.

Se arrepintió del pensamiento pero ya estaba hecho. Sabía que no estaba bien quejarse y enojarse con el río. No estaba bien y podía traerle consecuencias. Una racha de mala suerte capaz. Peor de lo que es no podría ser pensó como consuelo. Ya lo dije y no hay remedio.

Mientras  tanto acomodó la mesa debajo de la galería y prendió la vela. Se hizo una luz redonda y titilante que mostró aún más la oscuridad negra de afuera. Entonces desde su espalda le llegó una voz conocida. La sombra del paisano se recortó precisa sobre el marco de la puerta.

– Hay que agradecer y no dar nada por descontado. El río siempre sabe cuándo y por qué

Pedro se sorprendió. De la nada misma había aparecido Ramón, su padre. Con el sombrero en la mano le estaba sonriendo con ese rictus amargo que él conocía tan bien y que tantas veces lo había enojado porque siempre le parecía mentiroso.

-¿Hoy justo se te ocurrió venir? No tengo para ofrecerte más que dos rebanadas de pan con huevo, dijo Pedro.

Con pisadas silenciosas y arrastrando los pies el padre se acercó. Recién entonces lo pudo ver mejor. Llevaba puesta la misma ropa con la que lo había enterrado. El rictus permanecía inalterable en su boca. Los ojos pequeños brillaban con la luz de la vela que apenas lo alcanzaba.

-Por suerte, no tengo hambre, dijo el padre

-Esa sí que es una ventaja, meditó Pedro en voz alta, no sin un dejo de sorna.

Quedaron en silencio. Lejos los truenos. Cerca el caudaloso río y siempre esa distancia que ni la muerte había logrado achicar.

– Usted sabe que a mí no me gustan los rodeos, dijo el padre mirándolo fijo. Hoy me trajo acá su insulto al río. Y como me parece que usted anda un poco confundido vengo a aclararle que el río a usted no le debe nada. Que él reparte sus dones cuándo y a quién quiere. Y que a nosotros no nos queda otra que siempre agradecer. Cuando la pesca es abundante y también cuando es esquiva-

Pedro asintió desganado con la cabeza gacha. Y sin alzar la vista fue a vigilar los panes mientras acercaba un plato. 

-Se me escapó – como un chico se disculpó atizando el fuego.  Y agregó dando vuelta los panes – Las rebanadas ya casi  están listas para ponerle encima los huevos. ¿Usted capaz ni se acuerda que me gustan un poco crudos? – reprocho Pedro a su padre tibiamente dando por descontado su olvido. Ramón no se inmutó. Continuaba parado, casi recostado sobre el marco de la puerta.

Los truenos se iban acercando a medida que la noche avanzaba y algunos relámpagos más cercanos iluminaban la intensa oscuridad. El río era una masa sonora y caudalosa de agua turbia que se adivinaba un poco más allá de la playa.

-Se me escapó, se me escapó – continúo Ramón envalentonado por el silencio del hijo – No es disculpa. Hoy dice esto y mañana el insulto crece junto con su rabia. El río es su amigo y no se olvidé que en los espineles deja pescados cuando le da la mismísima gana. Cuando se le ocurre. No cuando usted le pide. Así que si busca ajustar cuentas fíjese bien con quién hacerlo– dijo con voz firme y pausada.

Este mensaje tan largo extrañó al hijo acostumbrado a charlas donde abundaban los monosílabos. Está enojado, se dijo sin alzar la vista. En la punta de su lengua quedo muerta la réplica. “Usted se olvida padre que yo pesco para vivir no para hacerme rico… y me pone triste no tener comida”. Pero no se atrevió a ponerle voz. Caminó unos pasos hacia el fuego con la idea de vigilar que los panes no se quemasen.

-¿Entonces no va a comer una rebanada?—reiteró acercando otra silla en un gesto que era una invitación a calmar viejos enojos.

Sin obtener respuesta y con la cabeza gacha descorchó la botella, se sirvió un poco de vino y se dispuso a comer en silencio. Un rayo cercano iluminó apenas un segundo el cuchillo de pescador que colgaba de su cintura. La vela se estremeció produciendo un juego intenso de sombras. El trueno retumbó rápido y esta vez lo sorprendió por su cercanía.

-¿Sigue enojado, viejo? – ante la falta de respuesta alzó la vista. El marco de la puerta estaba vacío. Giro el cuerpo buscando al padre y alcanzo a ver cómo se escabullía entre las plantas.

-En fin – se dijo – Como siempre. Sólo aparece para rezongarme- y suspiró profundo.

Caían las primeras gotas cuando Pedro estaba limpiando el plato con el pan. Y se metía en la cama para dormir hasta que pasase la tormenta.

Al amanecer iba a esperar con paciencia sin insolentarse con el río. Volvería a tirar sus líneas para seguir pescando. Siempre agradecido, como le dijo su padre. Tratando de recordar que él pescaba sólo para comer. No fuese cosa que se le ocurriese intentar volverse rico.