“Todavía a veces recuerdo el calor de esas manos, porque eran como un protegido refugio. Era sentir que yendo de su mano nada malo podía pasarme.”

“Dale el mate a tu mamá decía la abuela y yo dejaba la batalla y volvía al lavadero, a la oscuridad creciente de la terraza y al brasero que calentaba mucho y me ponía cada vez más rojos los cachetes. Segura y feliz. En “la gloria” casera que ahuyentaba a los fantasmas perdidos y a los espíritus malditos. Allí nada malo podría pasarme nunca.”

Fragmento y final del excelente relato de Noemí Corbo “En la Gloria”—perdón el espoileo—publicado en la edición anterior de La Isla (https://revistalaisla.com.ar//flashes-de-infancia/).

Es probable que todo aquél que se precie de haber tenido una infancia feliz (conjunto en el cual me incluyo), pueda sentirse identificade con las palabras citadas. La sensación de seguridad, el calificativo “hogareño”, la potencia de sentirse queride, acobijade, cuidade… especial. Seguramente van a asentir si les hablo sobre la importancia de haber experimentado dicha sensación, de lo importante que fue para nuestras vidas el hecho de tener un recuerdo feliz de nuestra infancia. Al mismo tiempo, a medida que fuimos creciendo nos fuimos dando cuenta de que esa sensación no era real, la vida —cruda, terrible y traicionera— ya estaba ahí acechando. Y no solamente cuando cruzabas el umbral de tu casa sino dentro de sus propios límites que hasta ahí creíamos infranqueables. En verdad, la “inseguridad” del afuera sobrevivía en los defectos, miserias y vulnerabilidades de nuestros sadres —o al revés, o viceversa—. Y al mismo tiempo, qué fuerte y, aparentemente, positiva parece haber sido la marca que esa sensación ha dejado en la retina de nuestro consciente-inconsciente. Esta marca, más que positiva, parece ser constitutiva, previa al concepto mismo de lo positivo y lo negativo (más allá de sus posibles contenidos). Podríamos decir que somos hijes de la mentira, del velo que cubre un vacío inasimilable.

Ahora bien, qué pasa con aquelles que no han tenido la suerte de una infancia feliz —me adentro en aguas desconocidas y sigo haciéndome el gil respecto al peligro de la generalización—. Probablemente la inseguridad como estigma les aceche en cada rincón y en cada forma que les resulte desconocida, seguramente cierto complejo de inferioridad les carcoma el aura cada mañana. Paradójicamente, la ausencia de la fantasía acogedora de la infancia, la verdad cruda de su condición, merodee como un espectro en cada sombra de su recorrido. Si bien siempre se pueden construir castillos de ficción, es probable que el terreno árido y ventoso de su psiquis no les dé cuartel.

Siempre desconfié de esta cosa del psicoanálisis de “ayudar” a las personas a afrontar sus vidas, en definitiva, de encontrar la ecuación para su adaptación. Y creo que la desconfianza, en realidad, no es en el psicoanálisis sino en la psiquis misma (“no mates al mensajero”). La cordura, la adaptación, la “felicidad” y el “éxito” son palabras que se miden en proporción directa a la sutura que une los pliegues de nuestra ficción.

“Uno es lo que hace con lo que hicieron de uno” se retraduciría a

“Uno es la fantasía que hace con la fantasía que hicieron de uno”: el sentido que separa el significante del significado.  ¿y con la individualidad/unidad qué?

El éxito nunca es real. Pensemos en el ejemplo de una persona exitosa que logró cumplir con sus sueños y trascender generaciones, nacionalidades e ideologías: Maradona. Al mismo tiempo no parece haber tenido una vida “feliz” y su final probablemente sea una buena síntesis de su vida. Inclusive, podríamos suponer que su vida fue el precio al que tuvo que acceder para “pagar” la realización de sus sueños —cual guitarrista de blues vendiéndole su alma al diablo en una encrucijada—.

El problema sería que todo este cúmulo de palabras nos lleve al nihilismo, la pasividad y la inacción. Tres posibles íntimamente relacionados entre sí y que son, justamente, los resortes de la ficción colectiva del capital en esta era. La nada es un momento que siempre se define en función de un algo, es una negación, una escisión. En el momento en que entendemos su necesidad también comprendemos en qué sentido es falsa, en qué sentido está determinada. No obstante, puede que muches se queden varades en este paso o que encuentren falsas soluciones que tienen que ver con tragarse la mentira-verdad de “el mundo contra mi” a lo Holden Caulfield de “El cazador Oculto”. Si el mundo es una mierda (qué duda cabe) la solución parece ser enfocarse en uno, onda “no puedo cambiar nada excepto a mi mismo”. Papita pal loro mar-capital al estilo “Solaris”… Aquí encontramos la militancia de las huertas de balcón, las adaptaciones occidentales del budismo, el veganismo culposo, las puertas de la percepción psicotrópicas, el revival del trueque del buen salvaje rousseoniano: Todo ese tufo hippie-new age que puede agruparse en un conjunto en la medida en que primero está el yo, después el mi y finalmente el mío. Y no es que esté mal tener tu propia huerta o hacer yoga, más bien el problema es que no está ni mal ni bien, simplemente no califica. El elemento novedoso (y por ello mismo fundamental) estaría en que ahora podés subir todo esto que sos a una historia de IG o de FB. Inclusive podríamos pensar qué pasaría de existir la posibilidad de “subir” una X actividad sin haberla hecho realmente (por ejemplo, subir un video removiendo un compost que en realidad no estás removiendo y que tampoco tenés): el instagramero pasaría de ser un embustero a revelar la naturaleza oculta de su “accionar”. De esta manera, ir construyendo el rompecabezas de la memoria de un replicante a lo “Blade Runner” (Slavoj Zizek y Mark Fisher hacen muy bien en recuperar esta figura), una especie de humanoide al cual se le cargan imágenes y situaciones que funcionan como su memoria, la cual le permite funcionar y cumplir con la tarea que se le ha asignado sin ser consciente de la naturaleza ficticia de las mismas, ni mucho menos del “destino” que la ¿vida? les depara. Volvemos al principio, a la ilusión que nos constituye como tales solo que ahora determinada temporalmente, cargada de un sentido que nos muestra cómo, en definitiva, empieza a desaparecer la distinción que Marx trazaba entre el trabajo, trabajador y fuerza de trabajo. Este último concepto designaba cómo una parte de la aptitud mental y física del trabajador se le separaba convirtiéndose en una mercancía que él “portaba” al mercado donde vendía a cambio de otras que, justamente, le permitían reproducirla. Este sujeto alienado, este conflicto con patas ha encontrado una nueva solución (ilusoria) a su desgarro: no es que lo social, lo impositivo, lo que se nos impone como un muro que no podemos evitar avanzó sobre lo individual, sobre nuestro reino privado en donde somos amos y señores. Al contrario, desde la posición del sujeto parece que lo privado avanza sobre lo público, o más bien, la distinción tiende a perderse. En verdad, es tal la penetración del capital en nuestras conciencias que ya no sólo la fuerza de trabajo o el fruto del trabajo son mercancía, es nuestra propia vida la mercancía que reflejamos día a día en nuestros muros (ciertamente una palabra que lo dice todo) de IG y FB (“no lo saben pero lo hacen”). A menudo pienso cómo dirigir todos mis misiles hacia la costura que une la gelatina de nuestra gran ficción, cómo identificarla para poder volarla en mil pedazos sin caer en la decepción de un nuevo chaski-boom — mejor metáfora del proceso de victorias del pac-man capital, imposible—. Siempre caigo en la cuenta de que el primer cimiento para siquiera poder empezar con la tarea es el de ser parte de un colectivo. Si hay algo imposible es revolucionarse a unx mismx.

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