Antes que se realice la presentación formal, publicamos el prólogo que el poeta Eduardo Mileo escribió para el libro “Nieve en Barcelona” de Emiliano Campos Medina, más cinco poemas del mismo
La poesía de Emiliano Campos Medina opera en el silencio con golpes de realidad: los sitios recorridos, los personajes conocidos, los lugares entrevistos, los amores deseados, aparecen en su crudeza, son imágenes resueltas de una pincelada. Las escenas se dibujan a grandes rasgos porque el recuerdo es obstinado y ya no las necesita. Con un lenguaje preciso de versos breves, de respiración entrecortada, pinta escenas en las que la necesidad no está puesta en la imagen, sino en el movimiento que la imagen produce en el espíritu. Sus cuadros exigen una imagen fija para que el lenguaje la mueva en la memoria. Campos Medina pinta no los cuadros que vio, sino los que vivió. A la luz de esas imágenes, se convierte en el pintor de sus vivencias en diversos paisajes y, pintándolas, diseña el mapa de su deseo. Una utopía en la que es necesario ser la tierra para poder mirar el cielo.
David Thoreau imaginaba una utopía de vida lejos de las ciudades y en contacto con la naturaleza: su ermita eran los bosques. Charles Fourier imaginaba una utopía en una unidad de producción, consumo y residencia llamada falansterio. Los tupí-guaraníes imaginaban una utopía en la Tierra sin Mal, un más allá que podía conquistarse también en la vida, es decir: en el más acá. Campos Medina se une a un grupo de artistas que imagina en Barcelona una comunidad en las alturas de los 8 montes Pirineos. La utopía es inherente al pensamiento humano porque entraña el deseo de una vida mejor y pone en juego los mejores recursos de la mente humana para conseguirlo. La utopía suele ser vista como lo ideal imposible, como un paraíso al que podríamos regresar después de haber sido expulsados. Sólo quien lucha por un mundo mejor sostiene la utopía como posible.
Si la utopía es un viaje por la mente para idear un mundo mejor, también es un tránsito en la lucha por construir ese mundo. Y el viaje, que es tránsito, nos pone en movimiento. El viaje es movimiento porque es deseo. Aunque nos lleve a algún sitio, el viaje es sólo deseo de ir. Es ir hacia un lugar que es siempre otro, porque el deseo no coincide nunca con el logro. Campos Medina viaja por Cataluña, el norte argentino y Bolivia. El viaje pone en movimiento el paisaje. Vemos por la ventanilla la película de lo que la tierra y el trabajo humano nos ofrecen para vivir. Una sucesión de paisajes posibles para llegar al deseado, al que no se puede alcanzar. La esencia del viaje no es llegar a alguna parte, sino estar en tránsito. La esencia del viaje es el no lugar. El viaje es una utopía.
Todo paisaje es un fragmento de otro que lo incluye. Incapaces de abarcar de un solo golpe de vista la inmensidad de la tierra, vemos cuadros, pintamos paisajes. Esos recortes diseñan una estética. Así como un fotógrafo encuadra su imagen, vemos los paisajes como fotos, que luego serán recuerdos. Un paisaje que nos sorprende puede ser aquel que habíamos olvidado. Así, el paisaje es un velo detrás del cual nos vemos como éramos en otro momento. Pintamos un paisaje para encontrar un espejo. Y en el espejo vemos siempre otro paisaje, otra pintura. Si somos los artistas de nuestra propia vida, pintaremos un paisaje donde podamos vivir.
¿Qué tienen en común el lenguaje poético, el viaje y la utopía? Los tres son un no lugar: no lo que está creado, sino lo que se está por crear. Pero los tres confluyen en un lugar que es el paisaje. El paisaje es la intersección de esas tres utopías, la creación de un lugar pensado, al que arribamos después de un tránsito. Siempre se llega a alguna parte, y aun lo involuntario escribe la historia. La poesía, el arte, pueden ser vividos como una utopía, una tierra sin mal que puede ser creada en este mundo. Pero exigirán, como la vida, que se luche por ello.
Selección de poemas
Nieve en Barcelona
Nos ocultamos
en los callejones
del Gótico,
los copos se funden
en el haz de las lámparas.
Me llevás de la mano
por ese laberinto
al que voy por el placer
de perderme.
Caminamos hasta la fuente
del Archivo Nacional,
el flujo del agua
con su borboteo
de río aprisionado,
nos sume
en una gracia contemplativa.
Desde el escalón
vemos los vitrales de la catedral
y el paso apurado
de los caminantes nocturnos.
Constelaciones
Hablás con los vagabundos
y los animales extraviados.
Inventamos un juego
de tomar calles al azar,
hilvanamos una historia
con sus nombres.
Nuestros pasos
son el único registro
de esa literatura
que nos lanza
a barrios desconocidos.
No queremos llegar
a ninguna parte.
Caminar es hacer dibujos
en el asfalto.
Basilisco
Duermo entre ruinas
sobre un colchón
lleno de pulgas
y pilas de revistas
tiradas por el piso.
Me perturba la simetría
de las líneas del techo.
Las enumero
como ovejitas blancas
pero el sueño no llega.
Ninguna pensión
alcanzará jamás
el status de hogar.
Apenas donde desplomarse,
dormir la borrachera
de los días,
alguna visita afectuosa,
los amigos que no vienen
por la humedad
con sus arboledas
alrededor de la ventana
y el humor terminal
de un desempleado
que cuenta las monedas
y espera.
Afuera hay una estación
de donde parten trenes
hacia lugares
en los que seguro
se está bien.
Una barca sobre el Titicaca
La combi nos descarga
entre el gentío.
El chofer señala un punto
en el aire y desaparece
entre un grupo
que baila chaya alrededor
de un monolito.
Los pasajeros se disipan,
trato de reconocer
algún rostro.
Pasan como en un sueño.
Me subo a cualquier embarcación.
Parecen suecos de madera
que arrastran hasta el lago.
Cuando toca el agua,
las olas mueven el sueco
como un péndulo.
Algunas cholas mascan coca,
otras rezan con un rosario
que pasan entre sus dedos.
La barcaza da saltos
mientras cruzamos el Titicaca.
Tranquilo. No se bota.
Me dice uno mientras
saca hojas verdes
de una bolsa.
En el mercado de Copacabana
busco lugar en las mesas
del comedor.
Entre los puestos de fruta
deambulan turistas y pobladores.
Guirnaldas de carne seca
cuelgan de los ganchos.
Un carnicero descarga la cuchilla,
la cabeza de chancho se abre
como una fruta.
Me siento a tomar
una sopa de maní.
En el oleaje de la orilla
se rebaten las embarcaciones
de totora.
La Isla del Sol
crepita en el horizonte
hasta que el cielo
se pone morado.
En la medianoche
cuando los turistas
se repliegan a los hoteles
camino solo por el muelle.
La luna se rompe
en el lomo de las olas.
Dejo colgar los pies,
me tumbo hacia atrás
y navego en un océano
sin orillas.
A bordo del buque ARA King
La embarcación deja
sobre el Paraná una estela
con forma de flecha.
Voy con medio cuerpo
asomado a babor,
el cielo desciende anaranjado
sobre el contorno de las islas.
Brisa de silencio sacerdotal
que solo rompe
el ruido de los motores.
Siempre insistías Marina
en hacer un crucero
por las costas americanas,
viajar a playas fastuosas
donde te dan de beber agua de coco
y te hacen fotos de postal.
Te evoco mientras el buque
pasa por debajo del puente
Nuestra Señora del Rosario,
en las olas que empuja la navegación
se fragmenta el reflejo de las luces
como en un cuadro del holandés.
Y pienso: ¿No es acaso la obra
el único amor posible?
Que hermoso y perspicaz prólogo que reconoce la poesía de Emiliano como un guante a su mano. Gracias a los dos
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