Para llegar a la Olla había que cruzar un puente. De lejos se veía el hervidero de luces que cubren el valle hasta el fondo de lo que antes era un lago. Un mar de fueguitos alumbraba cada una de las casuchas. Cerca del centro, algunas construcciones precarias de material dejaban al desnudo los ladrillos huecos de cuando la cosa iba mejor. Al principio del virus, un grupo de vecinos autoproclamados de la comunidad, se apostó en la entrada. Solo había una que oficiaba también de salida. El valle era tan profundo que nadie se atrevió a construir otro puente. Algunos viejos habitantes cuentan que había un sistema de túneles. Los mas fantasiosos contaban que los taparon los antiperonistas para ocultar las manos de Perón. Otros hablaban de paredes que rebosan plata y oro. De pibes todos alguna vez se habían dado a la aventura de inspeccionar. Nunca nadie dio con ellos.
No hay información de cómo se formó el pueblo. Algunos dicen que ese era un lago oscuro de aguas cristalinas. Que de tan profundo podías ver las propias entrañas de la tierra a través de él. Un fuego frío abismal que ardía desde adentro y que capa por capa ascendía dando diferentes temperaturas al agua. Una biodiversidad de peces y plantas acuáticas habitaban un averno imposible. Cuentan que de un día para otro el lago desapareció dejando un barral de proliferación infesta. El olor de la putrefacción molestaba a la gente de los pueblos cercanos, lo que puso en marcha un operativo de camiones que depositaban, al principio, tierra. Luego, sin inspección, los desechos fueron menos saludables y las portadas de los diarios locales reportaban autos robados, cuerpos y basura de todo tipo. La campaña quedó en la nada y la Olla pasó al olvido del público en general. Dicen que algunos valientes expulsados del sistema comenzaron a apisonar el terreno y construir su rancherio. Unos pocos con la cría a cuesta, construyó pasillos, plantó árboles e inauguró una plaza. De a poco la Olla se fue colmando de nuevos comensales vivientes. La mala prensa, la imposibilidad de acceso y el recelo de sus habitantes convirtieron al pueblo en una leyenda. Para poder acceder a su puente colgante era necesario cruzar una gran explanada de árboles vírgenes, un laberinto verde que solo los proveedores de lo mas esencial conocían bien. Por el resto, construyeron su autonomía en su mas preciado tesoro.
La Olla tenía sus medios de comunicación, su propio sistema meteorológico. La hondonada producía climas imposibles de concebir en el resto del territorio al que pertenecía. Allá por donde hacía frío, los habitantes de la Olla se paseaban en remera y ojotas jugando al carnaval. Un microclima que la profundidad les regalaba. Afluentes de agua clara los regaban y un complejo sistema de cloacas mantenía la poblada limpia.
La tierra dio cuenta de la llegada de la enfermedad. La radio anunció por altoparlantes que un virus estaba atacando al planeta todo, al mismo tiempo que los limoneros de la entrada del puente se comenzaron a secar. Topadoras borraron la selva virgen para la llegada de postas sanitarias. Plan de hisopación masiva rezaban las carpas. Todos los habitantes hicieron colas para que los médicos y médicas hicieran las pruebas necesarias. Luego volvían a sus casas y se encerraban a la espera de los resultados. En los pasillos vacíos corría el miedo y el silencio provocando guturales aullidos que chocaban contra las paredes de tierra. La espera se cortaba con alguna voz de radio que relataba la cantidad de contagios y muertes. En loop se repetía cada dos horas la información proporcionada por el exterior. Expuesta, sin la selva virgen que la protegiera, la Olla se convirtió en el chivo expiatorio. Les arrojaban grandes piedras desde lo mas alto con notas atadas que proliferaban insultos: Virósicos, infectados, matabebes. La furia comenzó como una molotov. Fuerzas armadas desconocidas para las gente del pueblo empezaron a nombrar por nombre y apellido a quienes dieron positivo para la peste. Sin mediar palabra, los fusilaban. Sus cuerpos eran tirados en los afluentes de agua límpida que proveía al pueblo. Las calles se tiñeron de un rojo clarito que surcaban los desagües. El terror se había apoderado de todo. Ya no asistían a los llamados, entonces la fuerza golpeaba las puertas destruyéndolas. Arrastrados hasta el pie del limonero derramaban suplicios y lágrimas en vano. Solo la hondonada los recibía, en silencio de calma de temporal. Las luces del valle se fueron apagando una a una, hasta que no quedó quien supiera gritar. Una madrugada, pocos días después de la masacre, un aullido de los que desgarran el alma se escuchó subiendo desde la Olla. Como un trueno se abrió desde las profundidades el fuego que lo abrazó todo. El hervidero de la tierra viviente de capas y capas de putrefacción de muerte se abrió paso para devorar lo poco que quedaba del pueblo. Un fulgor de brasas rojas de sangre hirvió durante esa noche para derramar sus vertientes a los pueblos vecinos culpables de la masacre.
De la nueva Pompeya solo queda en pie un puente.