Aunque cueste no voy a hacer comentarios sobre la basura patriarcal de esta propaganda. Elijo creer que no hace falta.
Venía pensando en toda la temática de la “naturaleza”, la “vida natural” y ese tipo de discursos. Me acordé de las fragancias de los limpiadores de piso tipo pino, lavanda y otras. Seguramente nadie crea que limpiando sus pisos con fragancia de lavanda, de repente, su casa se “naturalice” y se produzca una reconexión con la tierra, el bosque y las estrellas. Sin embargo, a la hora del changuito en el super, hayan “elegido” entre la fragancia marina, la de pino o la de jardín de flores (a mí me gusta la de lavanda). Y sí, algunos olores nos gustan más que otros. Por ahí el olor al Poett pino nos recuerde alguna vacación de la infancia, las piñas ardiendo en un fuego de asadito. Es probable que elijamos esa fragancia haciéndonos les distraídes con el hecho que en el fondo todes sabemos: el poett pino no nos va a hacer recordar ese momento. Es más ¡no huele realmente a pino!
¿Y entonces qué?
Seguramente detrás de la idea de gusto se escondan una serie de determinaciones ¿por qué nos gusta lo que nos gusta? ¿Dónde termina el mandato y empieza la autodeterminación? Y aunque este también es un vagón explorable dentro del tren de la ideología, en este caso —de puro tentado— voy a dar un par de saltos dentro y después me voy a bajar.
Hace unos cuantos años con ciertos amigues hacíamos un chiste en relación a los parches anti pedos —sí, leyeron bien—. Parece que a alguna mente brillante se le ocurrió inventar un parche para ponerse en el calzón o la bombacha que, ante una súbita ventisca de calor interno, liberaba un olor a menta que tenía como objetivo neutralizar la baranda expansiva. El chiste reflexivo se refería a que, frente a la posibilidad de su masificación, terminase pasando que el olor a menta cambiase de significado, volviéndosenos desagradable.
Pero, ahora sí, vamos al punto. Si por un lado tenemos un capitalismo degradando el medio ambiente y destruyendo incluso sus propios presupuestos de existencia, por el otro aparece la idea de llevar una vida “natural”, de ponernos en equilibrio con el ecosistema, de volver al conocimiento ancestral (barnizado de posmodernismo), seguir los ciclos lunares y cosas por el estilo. El conflicto-capital vs la armonía-natural. Detrás de esta dicotomía subyace la idea rousseoniana del “buen salvaje” en competencia con la del “estado de naturaleza” hobbesiano. Mientras para Rousseau, el salvaje vivía en armonía con el mundo y con sus pares, en Hobbes el estado de naturaleza pasaba por la idea tan popularizada de que “el hombre es el lobo del hombre”. Llamativamente, mientras el primero utilizaba esta noción como una suerte de crítica a la sociedad de su época a modo de contraste, en el autor de Leviatán el estado de naturaleza era la justificación perfecta que hacía necesaria la existencia de un Estado omnipresente por encima de los individuos, en donde ellos enajenaban todos sus derechos naturales. A pesar de la clara divergencia entre sus posturas, es de interés reconocer su similitud troncal. En el caso de Hobbes, el hombre es malo por naturaleza y lo único que se puede hacer es crear una instancia que lo domine y evite el permanente estado de guerra. En Rousseau, la crítica a la sociedad actual (y también a la posición de Hobbes) tenía el problema de que para crear algo nuevo había que retroceder. Es cierto que mediante el concepto de contrato social zanja esta dificultad, aunque sólo a medias. La sociedad futura lograda mediante el contrato social consistiría en una especie de artificio mediante el cual el hombre recupera “en espíritu” ese paraíso perdido (la analogía bíblica no es casual). Más allá del juicio sobre Rousseau (que da para largo), esta idea de romper con lo que existe mediante el regreso a algún lugar es central. El ser humano sería algo en esencia y habría que recuperarlo. A su vez, la posición hobbessiana también tiene un fuerte eco sobre el sentido común imperante (“los argentinos somos así” “siempre estamos buscando la ventaja”). Lo que ambas tienen en común es el carácter natural y por ende “externo” del problema. Naturalizar determinadas relaciones sociales tiene el beneficio de sacarse el problema de encima, volver a un estado de armonía natural es una tarea imposible porque va en búsqueda de algo que jamás existió. Proponerse un sin sentido es una gran manera de terminar recayendo en una inmovilidad autojustificada.
La centralidad pasa por comprender que cada sociedad construye su naturaleza real e ideológica.
¡Los pinos que nombré al principio, asimilables a una infancia de vacaciones en Gesell, estaban plantados! No hay un gramo de realidad que no sea construida socialmente. Cuando negamos la naturaleza social de lo natural, elaboramos una ideología que, mientras nos responsabiliza individualmente, nos exime socialmente. La clave pasa por decodificar los discursos ideológicos que hacen que nos vendan un poett con fragancia a “aromas del bosque” (olamos un bosque real a ver con qué nos encontramos). Sería bueno resucitar a un homo sapiens de hace 300mil años para que nos aclare que no existe algo así como una armonía natural. Incluso también preguntarse por qué cuando pensamos en ese regreso a lo natural nos imaginamos una montaña con manantiales y frutos del bosque y no la situación vivida por el equipo de rugby uruguayo en los andes (inmortalizada en la película Viven). La transformación radical que, entre otras cosas, puede volver a hacer viable un futuro humano nunca puede tener la forma mental de una vacación en donde “flasheamos” con la naturaleza.
El mismo circuito ideológico se da al observar todas las catástrofes naturales que se suceden una tras otra cada vez más seguido y reflexionar “es la naturaleza vengándose de la corrosiva y suicida acción humana” (o como decía miauricio: “en algunos lados sobra agua y en otros, falta”). No, es la acción humana, las catástrofes nunca son “naturales”. Si se mira más de una vez, se trata de una lógica romántica típica de las ficciones de vampiros y hombres lobos que han vuelto a gozar de una popularidad que ilustra la invasión retro que nos acontece. Drácula era un conde, una reacción feudal contra el capital, una vuelta de la oscuridad en un mundo hiper iluminado de artificios hechos con la razón. Frankenstein venía a demostrar que los sueños de la razón conllevan monstruos. Reacciones críticas contra la modernidad positivista como las novelas y cuentos de vampiros estaban destinadas a ser reabsorbidas por el pac-man capital en la medida en que realmente no estaban proponiendo nada nuevo, era otra vez la ficción de que “todo pasado fue mejor” (“mañana es mejor” contesta el flaco).
Tal vez el concepto del joven Marx de naturaleza inorgánica del hombre pueda colaborar con el entendimiento de que la relación entre los opuestos sociedad-naturaleza no es de carácter externo, sino que son conceptos uno implícito en el otro. Cada vez que optemos por el camino de la crítica “natural” de lo existente, cuando menos lo sospechemos vamos a darnos cuenta que este camino también conduce a Roma. Es cierto que vamos a poder decir “al menos lo intenté” y ese es justamente el artificio ideológico.
Muy interesante el camino reflexivo que propones! “Naturalizar” es poner la responsabilidad afuera. Y cuantas veces lo hacemos ….
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