-Y entonces, ¿qué?
-Nada.
-¿Cómo nada?
-Y sí… qué quiere que le diga.
-Le agarró del brazo y le dijo que se iba.
-Me agarró de los hombros y me apretó con una fuerza que nunca pensé que podría tener. Abría los ojos que parecía que se le salían. Y así desencajada, me gritó que se iba. En realidad me dijo que no la espere. Y se piantó.
-Se dió la vuelta y salió. Sin llevarse nada, ni siquiera cerró la puerta.
-Qué bárbaro…
Unos pocos segundos de silencio, hasta que el sonido crepitante de la grapa contra el fondo del vaso dominó el ambiente. El hombre del otro lado de la barra del bar cerró la botella de grapa mientras alzaba su vista.
-No se preocupe Rosales…Ya va a volver.
Con un leve gesto de su cabeza, el señor Rosales asintió como si estuviera autorizando el fin de la conversación. De un solo trago bebió la grapa y cerró su campera mientras atravesaba la puerta del bar. Aún era de noche, y el frescor matutino lo recibió entre las calles de esa ciudad de containers. El aire brumoso del puerto lo acompañó hasta llegar al estacionamiento en el que día tras día dejaba su auto. El señor Rosales condujo hasta su casa sabiendo que era un día más pero que no era un día cualquiera.
Los primeros rayos del sol ya asomaban cuando finalmente se sentó a la mesa de la cocina de su departamento y encendió un cigarrillo. Si se tratara de un día cualquiera, ese cigarrillo no sería fumado ya que era el momento de acostarse en su cama junto a su mujer, sólo por algunas horas, hasta que ella debiera levantarse para ir a trabajar. Pero no se trataba de un día cualquiera. Era un día que se sumaba a una lista de tres desde aquel en que la mujer se fue. El primer día, después de haber intentado comunicarse sin éxito al teléfono celular de su mujer unas 13 veces, el sr. Rosales decidió llamar al trabajo de su mujer, pero le dijeron que nunca había llegado ni se había reportado enferma. Al segundo día, algo más nervioso, el sr. Rosales tomó la decisión de llamar a casa de su suegra. Pero por más veces que dejara sonar el tono nadie atendía. A medida que el cigarrillo se consumía en sus labios, podía sentir la horrible sensación de que tal vez nunca volvería a ver a su mujer; de que tal vez ella así lo quería. Al apagar el cigarrillo, el final de ese breve instante de reflexión se le había acabado y todo el peso de la realidad cayó sobre los hombros del sr. Rosales. No podía quedarse sentado para siempre en esa silla, frente a la ventana de la cocina, acodado justo al lado del azucarero y de espaldas a la heladera. Debía hacer algo. Pensó en llamar a la policía y así obtener ayuda para encontrar a su mujer. Pero la vergüenza lo detuvo. ¿Qué le diría? Que necesitaba ayuda para encontrar a su mujer que repentinamente se había ido. No… En ese momento recordó las últimas palabras que le había dicho su mujer antes de irse: “No me esperes”.
El sr. Rosales se recostó sobre el respaldo de la silla, y se quitó los zapatos que le apretaban demasiado. Sintió algo de alivio que le ayudó a pasar el momento en que el abandono parecía estar más confirmado que nunca. Sin embargo, en el preciso instante en que sus esperanzas parecían desvanecerse como nunca antes, un pensamiento cambió el curso de los acontecimientos de la vida del señor Rosales. ¿Acaso su mujer intentaba decirle que la olvide? ¿O más bien trataba de decirle que no espere hasta que vuelva sino que vaya en su búsqueda? Las horas ya no amenazaban con dilatarse hasta el suplicio, sino que ahora, con la luz del sol ya plena entrando por la ventana, el tiempo se contrajo de tal manera que el señor Rosales sentía que el corazón estaba a punto de estallarle. Todo este tiempo había sido tiempo perdido. No se trataba de otra cosa más que de buscarla. Pero, ¿cómo? Apenas unas cuantas llamadas no podían ser suficientes. Necesitaba empezar por algún lado. Recordó el objeto más valioso que su mujer poseía. Durante algunas horas, el señor Rosales dio vuelta su casa en busca de ese pequeño y tan preciado cofre de ébano y plata que su mujer había heredado de su madre -quien a su vez lo recibió de su propia madre-, y que siempre había guardado con absoluto recelo. Revolvió cajones, vació estanterías, baúles, armarios, neceseres, boticarios, y hasta arriesgó su mano por la cisterna del inodoro solo consiguiendo frustración, hasta que finalmente se detuvo en el medio de la sala a contemplar el absoluto desorden que lo rodeaba. Decidió encender un cigarrillo y se recostó sobre uno de los sillones que solía estar en la sala pero que ahora estaba en la entrada casi apoyado contra la puerta del departamento. Exhalando una gran bocanada de humo, el señor Rosales se dispuso a recuperar fuerzas relajando su cuello y apoyando su nuca contra el respaldo. Fue entonces que ante los ojos del señor Rosales se posó la silueta del pequeño cofre de plata y ébano. Ahí estaba dentro de la lámpara del techo, solo descubierto por los rayos del sol que entraban desde la ventana de la cocina. El señor Rosales no dejó tiempo para el asombro y en un solo movimiento se paró sobre el sillón y estiró su mano hasta la lámpara. El pequeño cofre de su mujer ahora estaba en sus manos. Nada aseguraba que le serviría para algo, sin embargo, las pulsaciones del señor Rosales aumentaban a cada segundo. Claro que el cofre tenía llave y el señor Rosales no parecía tener la mínima idea de dónde hallar esa llave. Pero no fue necesario ya que pocos segundos tardó en ver que entre las ranuras del cofre se escapaba una pequeña punta de un papel color café. Usando sus dedos gordos y toscos, no le fue fácil sacar el papel del cofre pero finalmente lo consiguió. En el papel, una letra muy rubricada a mano dejaba leer: “La isla de las mujeres”. Debajo había un dibujo que parecía una especie de mapa hecho a mano y de manera muy rudimentaria. Una línea que serpenteaba en diagonal todo el papel, y una cruz al lado de la línea. El señor Rosales giraba el papelito frente a sus ojos intentando reconocer algo; buscando comprender ese extraño mapa. Por más empeño que ponía en contemplar ese mapa de todas las maneras posibles, nada revelaba una respuesta. A medida que pasaban los minutos, la fatiga se acumulaba en los ojos del señor Rosales, y solo bastó con que su espalda roce el respaldo del sillón para caer abatido por el cansancio.
Cuando los ojos del señor Rosales volvieron a abrirse, su departamento ya estaba en penumbras. La noche trajo consigo toda la frustración de haber perdido otro día. Sin embargo, mientras sus pupilas luchaban contra la oscuridad, la mirada detrás del velo de la penumbra permitió al señor Rosales imaginar que ese dibujo ahora apoyado sobre su regazo, era una forma que él conocía. Logró ver que una de las curvas de aquella línea en el mapa formaba una pequeña circunvalación como si fuera el labio superior de una boca. Ahora sí estaba claro. Se trataba de la boca del río.
Entre la incredulidad y la euforia fue que el señor Rosales condujo su auto hasta el estacionamiento del puerto. Bajó del vehículo sin soltar el pequeño mapa y corrió entre las gigantes hileras de containers hasta un atracadero de botes y lanchas que el señor Rosales solía usar para guiar a los cargueros.
A medida que se alejaba de la costa con el motor de la lancha a toda máquina, la niebla del río se hacía más espesa. Las luces de la lancha solo conseguían alumbrar las partículas de niebla y las gotas de agua que se atrevían a salpicar. Según corrían los minutos y más se adentraba en aguas, el señor Rosales comenzaba a considerar que su accionar no era del todo sensato, y que tal vez debería volver al puerto. Pero no hubo tiempo de reconsiderar ya que un fuerte golpe detuvo en seco la lancha provocando que el señor Rosales salga despedido hacia adelante.
Desplomado sobre el suelo, solo alcanzó a ver un sucesión de siluetas de mujeres que se acercaban corriendo hacia él, recortando sus figuras sobre la luz de la lancha encallada. Antes de desmayarse por completo, el Señor Rosales alcanzó a ver el rostro suave y terso de su mujer. La mujer lo tomó de los brazos y le susurró al oído:
-No me esperes.
Por más esfuerzo que hizo, el señor Rosales se desvaneció.
Cuando volvió a abrir sus ojos, no encontró nada más que sorpresa al descubrirse acostado sobre una explanada con el agua del río yendo y viniendo, como apostando a mojarle las botas. El señor Rosales se puso de pie y caminó desorientado, hasta que las hileras de containers comenzaron a rodearlo. Estaba lejos, y no tuvo más remedio que caminar. Las piernas le dolían y el frío de la madrugada en el río le congelaba la nariz. Necesitaba calentarse y recuperar fuerzas, por lo que se alegró al ver las luces del bar.
Entró y se sentó en la primera butaca de la barra. El hombre del otro lado de la barra se le acercó y le dijo:
– ¿Cómo le va Rosales?
El señor Rosales alzó su mirada y pidió una grapa.
Con los primeros rayos del sol, una sensación de alivio recorrió el cuerpo del señor Rosales; a pesar de todo, tenía el día por delante.
Vaya me tuvo en suspenso el señor Rosales hasta el final, me encantó el cuento
Muy lindo cuento, me llamó la atención el dibujo y entré.
Tienen mas cuentos ilustrados?
Hola Luis, cómo va? Muchas gracias por la lectura. Si te fijas en la sección “Textos” vas a encontrar más cuentos con ilustraciones. Un Abrazo.
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