En la última edición de la Revista Crisis salió una excelente entrevista de Alejandro Bercovich y Mario Santucho al ministro de Desarrollo productivo Matías Kulfas. La verdad es que tiene mucha tela para cortar por lo cual se hace merecedora del análisis crítico que sigue a continuación.

(Link a la nota: https://www.revistacrisis.com.ar/notas/regulacion-y-valor)

¿Cuál es el sentido del conflicto social?

“A veces se subestima la capacidad estatal, pero recordemos cuando comenzó la cuarentena cuáles eran los factores de riesgo. Desabastecimiento por las restricciones a la movilidad, disparada fuerte de la inflación, pérdida de empleo, conflictividad social, quiebras masivas de empresas. Está claro que la situación es delicadísima y claramente daños hay, pero no hubo desabastecimiento, la inflación estuvo controlada y este año será la mitad que el pasado, casi no hubo conflictividad social, implementamos el IFE y la indigencia pareciera que hasta se redujo, la caída del empleo formal fue tres veces más baja que la de Brasil y cinco veces más baja que la de Chile. Todo eso se hizo con este Estado y con la voluntad política de nuestra fuerza, que supo actuar con rapidez en la urgencia”

Uno podría recurrir a polemizar esta opinión observando que el pago por parte del Estado de los sueldos de los trabajadores de las pequeñas, medianas y grandes empresas no pareciera ser una gran solución, más bien aplicaría el refrán “el remedio es peor que la enfermedad”. Cada vez que se dan este tipo de soluciones (recordemos los REPRO durante el kirchnerismo) surge la pregunta acerca de la racionalidad económica de tal medida al observar cómo el resto de la sociedad paga los salarios de trabajadores de un puñado de empresas (separemos las grandes de las chicas). Casualmente, siempre se trata de gobiernos que ponen entre sus principales objetivos la creación de puestos de trabajo formales, lo cual resulta paradójico siendo que estos instrumentos de política económica vendrían a ser una venda que intenta menguar el drenaje producto de un balazo en los riñones. Pero me abstengo de ir hacia ese lado. Lo interesante es observar cómo para Kulfas uno de los méritos de las políticas económicas fue bajar el nivel de conflictividad social. Opinión cuestionable dado que, muy probablemente, la conjunción entre el hasta entonces “veranito” de un nuevo gobierno combinado con que gran parte de los votos logrados fueron de los sectores populares y que, además, las expresiones organizadas de dichos sectores militaron dicha alternativa política en la última elección; dicha enumeración parece ser una “ruta” de respuesta más cercana a la realidad. A su vez, Kulfas invierte el orden de prelación entre ambas variables: las medidas económicas impactaron en la baja conflictividad social cuando, en verdad, esas medidas económicas son una tibia respuesta a los altos niveles de conflictividad social vislumbrados durante los últimos años macristas. Sacando de lado esto, es interesante tomar nota respecto a cuáles serían los objetivos de la política económica, se trataría de menguar el conflicto social. Y si en abstracto esta proposición, aunque polémica y en el fondo falaz, pudiese obtener cierto crédito, en concreto… y cuando digo concreto me refiero a: cuatro años de macrismo, crisis económica y social, pulverización de los salarios, altos niveles de desempleo, subocupación y precarización laboral, reforma previsional, represión y un largo etcétera. Es en ese contexto, al que se le suma la crisis por la pandemia, en donde el ministro de desarrollo productivo considera que la baja conflictividad social es un mérito. Aquí empiezan a aflorar los problemas de un análisis caracterizado por la ausencia de los y las sujetos. La pregunta es…

¿un mérito para quién?

“Fue por lejos la etapa más acelerada y corta de los períodos de sobreendeudamiento y valorización financiera. Recapitulemos: el primero fue el de Martínez de Hoz durante la dictadura militar, un proceso que arranca en 1976 y entra en crisis en 1981, cinco años de valorización financiera con consecuencias gravosas para el país. Luego tuvimos el período de los noventa: Cavallo cierra el acuerdo Brady en 1992 y hasta 2001 se vivió un proceso de cierta bonanza financiera, que terminó de la peor manera. Y esta de Macri sería la tercera experiencia, muy nociva y tremendamente corta, pues apenas duró dos años: prácticamente no se llegó siquiera a ver ese período de aparente bienestar que genera el ingreso de capitales financieros, donde por un rato se genera cierta estabilidad y algunos negocios empiezan a florecer, como se verificó en el caso de los noventa o con la falacia de bienestar de la “plata dulce” en el período de la dictadura. Está claro que estos son atajos, el problema de fondo se resuelve mejorando la capacidad productiva, por un lado, y en segundo lugar generando condiciones estructurales para fortalecer el ahorro en moneda nacional.”

Kulfas hace una breve síntesis de los años de valorización financiera y el papel de la administración Cambiemos en esta triste historia. Ahora bien ¿olvida Kulfas señalar quiénes fueron los principales beneficiarios de estas políticas?

Aclara que estos problemas de “fondo” se resuelven mediante el mejoramiento de la capacidad productiva y la generación de condiciones para que florezca el ahorro en moneda nacional. Se podría pensar que una cosa va de la mano de la otra, en definitiva la moneda refleja la capacidad productiva de un país. Ahora bien, la pregunta que cae de maduro es si este problema —la incapacidad del peso de cumplir con los distintos papeles reservados al dinero— es la principal explicación de aquellos períodos caracterizados por un patrón de acumulación basado en la valorización financiera, como si la timba financiera hubiese sido el único remedio posible. Para contestarla, por un lado, hace falta observar los intereses económico-políticos de aquellos actores que Basualdo y Azpiazu llamaban “el poder económico de la Argentina”. Por el otro, es inevitable posar la mirada sobre los cambios en el sistema económico mundial que se dan desde mediados de los 70, sería un error considerar este problema como meramente interno. En verdad, los largos años de valorización financiera son producto de la particular decodificación de dicho contexto internacional, decodificación que expresa determinado estado en las relaciones entre clases y fracciones de clase al interior del país. El conflicto entre el capital y el trabajo, la lucha de clases refractada en las relaciones al interior de la clase dominante y en la conformación y estructuración de un determinado Bloque en el Poder en interacción orgánica con el Estado. Esto quiere decir que no se puede fetichizar lo económico y lo político como si se tratase de cosas que realmente suceden separadas. Analíticamente su diferenciación puede ser útil como un momento específico del análisis, mas un análisis concreto debe reflejar una articulación orgánica entre ambos aspectos. Esta última palabra es la clave: lo político y lo económico son aspectos de una misma relación social. Nuevamente pareciera que la cuestión de los intereses en pugna fuese algo superficial que no hace ni dice nada sobre el fondo de la cuestión. Los procesos de financiarización serían como “atajos” que no resuelven el problema de fondo. Se impone la pregunta:

¿problemas de fondo para quién?

¿El sector agroexportador no está apostando a una devaluación del dólar oficial para maximizar sus ganancias?

—No diría que están apostando, sino que son sectores que permanentemente toman decisiones según la circunstancia. No creo que haya una conspiración para forzar la devaluación, lo que hay son sectores que obviamente toman decisiones de acuerdo a un escenario de precios relativos. Están mirando el precio internacional, el nivel del dólar, el nivel de los futuros, los precios de la futura cosecha. Y en base a eso, toman decisiones.

Vos pensás que son actores que carecen de racionalidad política y solo actúan según cálculos económicos

—A ver, en el mundo de los agroalimentos hay sectores que sí tienen una visión política, de hecho hubo un grupo que integró abiertamente el gobierno anterior, y tiene un interés más ideológico que sectorial. A ese sector no le interesa dialogar con el gobierno, lo que quiere es cascotearlo. Pero es minoritario. Durante los últimos meses se conformó el Consejo Agroindustrial Argentino, que reúne a 50 cámaras de distintas cadenas y vinieron con una propuesta de diálogo que a nosotros nos pareció muy interesante. Estamos discutiendo cómo planteamos el crecimiento del sector en la próxima década, y el desafío es el que sugería Aldo Ferrer: lograr que el sector agroalimentario sea una pieza del desarrollo nacional y no un apéndice del mercado mundial de alimentos. Agregar valor en origen, fomentar las economías regionales, transformar materia prima en carnes.

La respuesta de Kulfas a la primera pregunta marca su horizonte de posibilidades: agentes económicos que tratan de maximizar sus beneficios o conspiradores, intereses corporativos o intereses políticos. Si nos quedamos con esta idea de agentes económicos, seguramente el Estado ocuparía el lugar de árbitro. Pero el árbitro no hace las reglas sino que penaliza en caso de que no se cumplan. En cierto sentido se trata de un “juego” donde todo es posible menos modificarlo, no puedo agarrar la pelota con las manos y meterla adentro del arco. En definitiva, la pregunta es quién es el que hace las reglas. La democracia pretende resolver las tensiones entre el Estado y la sociedad civil, legisla la sociedad —a través de sus representantes— y ejecuta el Estado mediante el gobierno electo. Pero por detrás de esta “solución” no pasa uno sino varios elefantes. Para empezar, si nos quedamos con la visión de agentes económicos racionales de Kulfas, la sociedad es el resultado de una suma de individuos. La democracia es el sistema que combina mediante la sumatoria a esa serie de voluntades individuales, gana el que más votos saca. Recordemos que para poder sumar es necesario una igualdad previa, puedo sumar lo que tiene algo en común entre sí. Ahora bien, si empezamos a llenar de contenido esa idea abstracta de la sociedad, nos encontramos con clases sociales delimitadas —primero, y antes que nada— en cuanto a la posesión o no de los medios de producción, lo cual no es simplemente una determinación económica sino una determinación material (no es lo mismo), es una posición frente a la vida misma. Como es lógico, lo que caracteriza a estas dos clases sociales (quienes viven de un salario y quienes viven de la valorización de su capital) es su esencial desigualdad. Volviendo para atrás, esta desigualdad material tiene que tener un correlato en lo económico y en lo político, esta desigualdad no es más que una determinada relación, el capital es una relación social. Por eso vale preguntarse quién hace las reglas del juego y cómo esas mismas reglas son las que nos “disfrazan” de igualdad. El Estado “no la mira de afuera”, el Estado es una expresión fetichizada de esa misma relación social, aparece como lo que no es (un árbitro neutral) y esa apariencia debe tener un dejo de verdad: la manera más efectiva de “mentir” es refractando la verdad en un espejo deformante. Si nos posamos en la otra posibilidad señalada por el ministro (la de conspiradores), observamos un reduccionismo tendencioso. Saber y no desconocer la existencia de actores con intereses económico-políticos no siempre explícitos ni “emancipados” en sus dos aspectos —en dónde empieza lo político y termina lo económico y viceversa— no es lo mismo que sufrir de paranoia conspirativa.

Por todo esto vale resaltar la excelente repregunta de los periodistas. Aquí Kulfas vuelve a diferenciar lo sectorial de lo político refiriéndose a los agroalimentos como un sector específico. Es como si hubiese que reservar la política para el Estado y que cada uno se dedique a su negocio (¿“de casa al trabajo, del trabajo a casa”?). Por primera vez el ministro se refiere a un actor económico específico, el Consejo Agroindustrial Argentino (CAA) con el que vienen dialogando y consensuando. La pregunta es quién es la CAA: tiene 53 integrantes entre los que se destacan Bolsas de Cereales (de Buenos Aires, Bahía Blanca, Rosario y otras), la Cámara Algodonera Argentina, la Cámara Argentina de Biocombustibles, la Cámara Argentina de Feedlot, la Cámara Argentina de Productores Avícolas, la Cámara de la Industria Aceitera de la República Argentina, la Cámara de la Industria Argentina de Fertilizantes y Agroquímicos, la Cámara de Puertos Privados Comerciales, la Cámara de Semilleristas de la Bolsa de Cereales, el Centro Azucarero Argentino, el Centro de Exportadores de Cereales, la Confederación Intercooperativa Agropecuaria (CONINAGRO), Confederaciones Rurales Argentinas (CRA), el Consorcio de Exportadores de Carnes, Federación Agraria Argentina (FAA), Federación Argentina de la Industria Molinera, Federación de Centros de Acopiadores de Cereales, Federación de Industrias Frigoríficas Regionales Argentinas, Unión de la Industria Cárnica Argentina, Unión Vitivinícola Argentina. Un consejo con muchos “buenos muchachos”.

Aquí hace falta repasar algunas cuestiones de la historia reciente del país sobre las que Kulfas ha escrito mucho. Lo primero a preguntarse es cuáles son las características del complejo agroindustrial, cuál es su “historia” y cómo el capital concentrado argentino y una serie de trasnacionales han obtenido una inserción clave en dicho complejo. Inevitablemente es necesario remontarnos a los años 80 y a los seguros de cambio de Cavallo que “socializaron” la deuda privada de los grupos económicos, a la fabulosa transferencia de recursos mediante diversos mecanismos y subsidios a estos mismos grupos durante el gobierno de Alfonsín, al negocio de las privatizadas y la “comunidad de negocios” conformada por los grupos económicos locales, la banca trasnacional (con bonos de la deuda) y trasnacionales con experiencia en servicios y empresas públicas. En esto último es necesario detenernos para recordar la subvaluación de las empresas públicas en el momento en que el Estado las transfiere; las distintas formas de racionalización del empleo en dichas empresas antes, durante y luego del proceso de privatizaciones; la transferencia al Estado de las cuantiosas deudas de dichas empresas antes de que el sector privado se hiciera con ellas. Todo esto sobre el trasfondo del crecimiento de la deuda pública y privada (en muchos casos pagaron el precio de las privatizadas con financiación internacional) y la fuga de capitales. Básicamente, durante los 90´ la valorización financiera asumió dos formas: la clásica, asentada en el diferencial de tasas interna y externa, y la relacionada a las ganancias patrimoniales que se dieron como consecuencia de la venta por parte de los grupos económicos locales de sus participaciones accionarias en las privatizadas. Al momento de trasferir empresas públicas el Estado entregó empresas saneadas financieramente y subvaluadas en sus precios. Luego, los marcos regulatorios y sus diversas enmiendas se caracterizaron por favorecer a quienes se habían hecho de las privatizadas. Incluso los precios de las tarifas de los servicios públicos se indexaban por la inflación norteamericana (mayor a la argentina en este período). Esto, en conjunto con el traspaso del monopolio estatal al monopolio u oligopolio privado de esos mismos sectores económicos (lejos estuvo de cumplirse el objetivo formal de fomentar la competencia) y a la dolarización de las tarifas (dado el régimen convertible de un peso igual a un dólar), implicó un negocio hiper rentable y con riesgo nulo. Es esto lo que da cuenta de las razones que explican el por qué de la venta de las participaciones accionarias de los grupos económicos a mediados de los años 90. Las fabulosas ganancias patrimoniales obtenidas tuvieron su expresión en el crecimiento de la fuga de capitales, y estos grupos económicos, si bien pierden parte de su inserción en la economía real, concentran su participación en los sectores exportadores de productos primarios y productos agroindustriales. Durante el kirchnerismo, la concentración económica tendió a crecer y no hubo cambios significativos en la estructura económica (excepto por la estatización parcial de YPF y la vuelta al sistema previsional administrado por el Estado). Dado que es este sector quien provee de divisas al país, se trata de un sector estratégico ya que es el que puede o no facilitar el desarrollo de políticas económicas concretas. Por eso, retomando a Kulfas, su distinción entre algunos sectores “minúsculos” politizados y el CAA carece de sentido tanto en un nivel histórico como en el presente mismo. Parece difícil suponer que el ministro realmente considere que este sector carece de intereses políticos. Más bien, dado el carácter negativo que parece darle a los intereses políticos de determinados sectores, probablemente la cuestión pase por la ¿virtual? coincidencia entre los objetivos político-económicos del gobierno y de la CAA.

Por otro lado, los análisis sectoriales en la medida en que se refieren a grupos económicos diversificados (la oligarquía diversificada a la que hace mención Eduardo Basualdo), siempre van a arrojar una mirada parcial. Esto abona nuevamente las dificultades de separar lo económico y lo político dado que sería un error suponer que por ejemplo Techint tiene intereses “sectoriales”. Los intereses corporativos ya son de por sí políticos, implican una visión que va más allá de lo sectorial, tienen una mirada de conjunto de la economía y la sociedad. Entonces,

¿Es posible delimitar la barrera que separa lo económico de lo político?

Pero, ¿y por qué entonces no liquidan? Cuando se juntan con este Consejo, ¿hablan de lo que habría que hacer de acá a diez años o también discuten cómo se sale de esta crisis?

—Ellos van liquidando lo que necesitan, esa es la realidad. Seguramente habrá alguno que tenga una actitud reactiva, y otro simplemente lo que está haciendo es una cuenta, hace un análisis financiero y dice: si liquido ahora obtengo cierta cantidad de pesos y a lo mejor liquidando dentro de 30 o 60 días consigo mejor rendimiento. Es simplemente eso. Podés llamarlo actitud especulativa, sí, pero es el modo en el que administra su cartera todo aquel que tiene algún excedente financiero.

Más allá de que la racionalidad económica no transcurre sobre la nada, sino que es siempre una racionalidad económica situada, aquí Kulfas acierta en cuanto a que el capital siempre va a intentar maximizar sus beneficios. No es una cuestión subjetiva, sino que simplemente, o se maneja de esta forma o sucumbe frente a la competencia. Esto podría parecer contradictorio con lo esbozado anteriormente en relación a los oligopolios y la falta de competencia. En verdad lo que no hay (ni nunca hubo) es competencia perfecta, acá y en el mundo. Observar los resortes respecto a la fijación de precios o las barreras a la entrada en determinados sectores por parte de capitales oligopólicos no quiere decir que no haya competencia, sino que la misma adquiere nuevas fisonomías. Si esto no fuese así no podría explicarse por qué cada tanto se derrumban corporaciones o holdings empresarios que parecían intocables. Por eso también las miradas conspirativas suelen ser equivocadas en la medida en que brindan un nivel de atribuciones que no se corresponden con la realidad. Que haya intereses económicos y políticos más o menos potentes, actores concentrados y oligopólicos que manejan los principales resortes de la economía del país, no quiere decir que las “cosas” les salgan siempre como quieren, entrar a la cancha ganando 2 a 0 y con el árbitro bombeando al equipo contrario no significa que no puedas perder el partido. Básicamente aquí entran en juego factores estructurales relacionados a la economía internacional y cómo los mismos son procesados por las relaciones de clases y fracciones de clases al interior del país. No es un proceso que tenga un resultado unívoco, lo cual no significa que no haya actores con muchas más chances de salir bien parados y fortalecidos que otros. Más allá de la competencia es clave entonces la cautela a la hora de anexarle adjetivos al capital. Por ejemplo, suponer una división tajante entre el capital productivo y el capital financiero es un error tanto en abstracto (los préstamos no hacen más que adelantar parte del plusvalor con el objeto de recibir una parte del mismo luego) como en concreto (basta ver la magnitud de activos financieros de empresas no financieras). Más aún carece de sentido la idea de un capital con interés en desarrollar la economía nacional. No hay capitalistas buenos y capitalistas malos, hay capitalistas a secas. Esto nos lleva a preguntarnos…

¿Cuál es la relación entre el Estado y el Capital?

Planteás un Estado muy ágil desde el punto de vista de la gestión, pero hay muchos indicios de que más bien está contra las cuerdas. Y eso quizás sea por un viejo dilema irresuelto para el peronismo: la famosa burguesía nacional, que en realidad es un empresariado al que parece no importarle mucho el desarrollo del país.

—Mirá, yo creo que hay una visión muy negativa sobre el empresariado en Argentina, sobre todo sobre las grandes empresas. Hay algunos estereotipos sobre empresas prebendarias, oportunistas, cortoplacistas, y una mirada romántica sobre las PyMES, mientras la Economía Social sería la fuerza de lo que viene. Yo creo que esa visión es muy maniquea y hay que revisarla por completo. Porque en ese análisis falta un actor central que es el Estado. La verdad es que los empresarios han hecho lo que las políticas públicas le han dejado o le han estimulado a hacer. Es fundamental un Estado que genere los incentivos, las penalidades, y ordene las funciones del desarrollo económico y social. Yo creo que en Argentina hay un montón de empresarios que han generado capacidades productivas importantes y el papel del Estado es orientar la política económica para que eso bueno que han hecho, sea poco sea mucho, se profundice y lo malo sea penalizado.

Vamos por partes. El ministro acierta al poner en discusión la mirada que contrasta las características prebendarias y especulativas del gran empresariado argentino en la comparativa con sectores empresarios de otros países. El capital es el capital acá y en Mongolia, las diferencias en el desarrollo capitalista entre los distintos países, diferencias que a veces se traducen en la idea de centro y periferia, no pueden ser atribuibles a características culturales de los sectores dominantes de cada país sino a coyunturas históricas específicas y a las relaciones de clase dentro de cada nación. También —como señala— al papel del Estado, aunque su funcionalidad y su misión van a expresar —a la corta o a la larga— dicha determinada correlación de fuerzas sociales. A su vez, a los límites infranqueables que la acumulación de capital pone al accionar de un Estado capitalista. Es decir, un Estado capitalista puede (según cada coyuntura) redistribuir mejor los ingresos, pero no puede anular la sociedad de clases. Si nos remitimos a la historia argentina reciente, pareciera ser que el Estado es mucho más efectivo cuando rema siguiendo la corriente del capital que cuando trata de ir a contracorriente. Lógicamente, no se trata de una discusión que verse exclusivamente sobre la efectividad o eficiencia sino, principalmente, sobre los objetivos concretos y, en definitiva, sobre el grado de autonomía del Estado. En este sentido, durante los últimos años kirchneristas quedó bastante claro el bajo nivel de eficiencia en “penalizar” las conductas nocivas del gran capital. También acierta Kulfas en “bajarle el precio” a la incidencia de las PyMES, dato no menor dada la construcción ideológica típica argenta respecto a estos actores, construcción que tiene entre sus principales beneficiarios al gran capital (las PyMES funcionan como el escudo desde donde tiran la piedra y esconden la cabeza). Respecto a la economía social, aunque resulte menor su papel desde un punto de vista macroeconómico, si nos paramos desde una visión más integral que tenga en cuenta el hambre, la pobreza y las dificultades del capitalismo en generar fuentes de trabajo asalariadas, la economía social puede ser una respuesta válida (aunque no una solución). Más allá de esto, en este tramo de la entrevista el ministro parece estar discutiendo con los sectores kirchneristas del Frente de Todos utilizando argumentos válidos, aunque frente a esto…

¿Cuál es la respuesta ofrecida?

¿Y no pasa que el Estado intenta regular pero hay grandes actores que se lo impiden e incluso imponen otro tipo de pautas?

—Sí, pero la política es eso. ¿O no? Es construcción de poder, es persuasión, es dar batallas. Se ganan algunas, otras se empatan, otras se pierden, y así se avanza. Si no, si uno piensa “bueno, el Estado no puede”, entonces ¿para qué hacemos política? Es precisamente para transformar la política pública y con eso transformar la economía y la sociedad.

Lo curioso es que hay importantes actores locales, quizás poseedores de las mayores empresas del país, que apoyan lo que los países desarrollados nos dicen que tenemos que hacer.

—Estamos de acuerdo en eso cien por ciento. La realidad la conocemos, las restricciones las conocemos. La pregunta es: ¿qué se hace con eso? Nosotros hacemos política, se buscan establecer bases de común acuerdo, donde hay diferencias se disputa, eso implica un Estado con capacidad de regulación y de ordenar. Tener conciencia de los dilemas no nos puede llevar a la inacción. Al revés.

En este tramo, tal vez sin quererlo, Kulfas hace un excelente resumen de la situación actual: el Estado tratando de ponerle un coto a la voracidad del gran capital. Se descarta la importancia de las PyMES y de la economía social de los sectores populares quienes, dada la pandemia, además no pueden irrumpir en el lugar donde más incidencia tienen: la calle — recordemos que el ministro lejos de ver un problema, señala los logros de la gestión al bajar los índices de conflictividad social—. Queda un Estado solitario que es como un barquito en medio de una creciente tempestad desatada por el poder económico. Kulfas sostiene que el Estado debe dar la batalla, pero no se le ocurre que salir a pelear con un escarbadientes preanuncia el resultado final. Es más, reduce —otra vez— la política a la política pública. Niega las aspiraciones políticas del poder económico, acierta al no adjetivar al gran capital y se para en un callejón donde de un lado tiene la pared y del otro a los matones del barrio armados hasta los dientes. La respuesta viene siendo la concesión, como mujer desesperada que es víctima de la violencia patriarcal tratando de calmar a un marido golpeador. Detrás de la violencia física se montan otra serie de violencias que hacen y constituyen la estructura de la violencia. En este caso, la otra cara de la estructura económica es la capacidad de daño del poder económico. Este suele ser el problema de los planteos pragmáticos del “hago lo que puedo con lo que tengo a mano” ya que, en verdad, “lo que tengo a mano” no lo tengo, sino que me tiene a mí y, en conclusión, “lo que existe hace lo que quiere conmigo”. Para decirlo en palabras de Álvaro García Linera:

… en 2005 la agroindustria oriental exportaba 900 millones de dólares, mientras las exportaciones de Bolivia eran 3000 millones; para el año 2019 exportamos alrededor de 9000 millones de dólares y ellos aportaron 1000 millones. Antes eran la tercera parte, ahora es una novena parte. Es un sector importante, hay que tenerlo en cuenta, pero no es un sector decisivo. Antes el sector agropecuario cruceño estaba verticalmente articulado: campesino, proveedor de insumos, procesadora de la soja y exportación. Hoy el sector campesino, que antes recibía créditos de los empresarios, tiene en el Estado a su proveedor de insumos. Se ha roto la cadena vertical. Y luego tienes una presencia de otro sector empresarial que se vincula con el gobierno, que tiene una tercera parte del procesamiento de soja. Bien concretito, ¿qué significa esto? Si en 2005 ese sector decidía que no iba a vender torta de soja a los productores de carne de gallina, en una semana te duplicaba el precio, y tenías a la gente molesta con el gobierno por la inflación que se disparaba. El alimento es un factor decisivo del índice de inflación del país. Hoy si el sector deja de vender la soja a los productores, el Estado le puede vender. Sigue siendo un sector importante y poderoso, pero ya no tiene ese control económico porque el Estado ha intervenido ahí. Si vas a acercarte para hacer negocios con el sector privado, tienes que acercarte con un Estado fuerte, no con un Estado mendigo. Porque sino te conviertes en funcionario de ese sector económicamente poderoso. Si la economía medía 8000 millones de dólares y este sector manejaba 1000 millones, bueno es difícil. Ahora sigue manejando 1000, pero la economía del país pasó a significar 42.000 millones. Y el Estado ha pasado de controlar el 12% al 35% del PBI en Bolivia. Entonces cuando hablas con el empresario, ya no lo estás haciendo de abajo para arriba. Puedes hacer un acuerdo porque necesitas a ese sector empresarial, pero ya no como factor de dominio, de poder y mando. Lo que tú no puedes permitir, si eres un gobierno muy progresista, es que el poder económico esté en el sector privado. Eso es peligroso. Tienes que establecer una relación de iguales, o de arriba abajo con el sector empresarial, sin necesidad de pelearte con él. Ahí se logra una autonomía relativa del Estado. Pero si el Estado no tiene poderío económico, la autonomía relativa del Estado no funciona. Lo que tienes es una subordinación general del Estado al gran funcionamiento de la economía, porque son ellos los que van a definir si hay o no hay inflación, si hay o no empleo e inversión. Tus políticas progresistas van a tener que aplacarse, pues el poder económico lo siguen manejando los de siempre. Para ser progresista, un gobierno tarde o temprano tiene que darle una potencia económica a las estructuras del Estado.” 

https://www.revistacrisis.com.ar/notas/bolivia-no-tiene-escrito-su-destino