La vecindad
Ahora Rosa siente a veces un pequeño malestar. Más que pequeño, impreciso. Se le nubla apenas la vista, la boca se le seca en un rictus quejoso y un temblor imperceptible le aparece en un párpado. También le crece muy de a poco un dolor sobre el lado izquierdo del pecho y un golpeteo apresurado que la pone nerviosa. Y ella piensa que es justo donde está el corazón. Que dicen que no duele. Pero debe ser no más el corazón, porque si no qué otra cosa podría ser. Y se queda pensando por unos cuantos segundos. Después se distrae y entonces el malestar se apaga para volver más tarde, renaciendo cada vez con la misma atenuada intensidad, amordazado por la indiferencia de su dueña. Tendría que ir al hospital pero me falta el tiempo. Seguro voy a perder toda una mañana, piensa. Y eso es mucho tiempo para ella.
Rosa vive desde siempre en un pasaje de Buenos Aires, de esos que sólo tienen una cuadra. Con varios hijos y ningún marido. Los sucesivos hombres han ido desapareciendo sin que en Rosa se hayan notado demasiado ni sus presencias ni sus ausencias. Fueron y vinieron mientras ella permanecía igual, tan exactamente igual que hasta se podía llegar a dudar que esos hombres hubieran tenido algo que ver con Rosa. Costaba trabajo imaginarlos juntos, mateando en el patio. Hombres que se iban temprano y volvían tarde, casi con la misma cara y la misma ropa. Se podía suponer que eran inquilinos que se renovaban vaya a saber porque extraña razón. Pero con cada nuevo hombre la panza de Rosa cambiaba de aspecto. Se hinchaba, ingenua y asombrada, hasta reventar un día con llanto de bebé recién nacido. Y después todo seguía igual.
Rosa ayudó desde siempre a las señoras del pasaje a hacer las compras y a mantener limpias sus casas. Cuidaba a los chicos cuando el matrimonio tenía alguna salida y preparaba alguna comida si se lo pedían. Empanadas que le salían ricas. Pollo al horno con papas otra opción. Ayudaba a servir la mesa cuando había una reunión importante. Es como de “la familia” se decía en la cuadra. Sin saber a conciencia cuánto encerraba ese cómo. Y Rosa aceptaba, confiada, el destino que se le había asignado en el reparto. Sin sobresaltos. Segura que así ni techo ni comida le iban a faltar.
La escalera de hijos se amontonaba en la puerta de calle cuando se acercaba la hora de almorzar o cenar. Algunos venían, de sus tempranas changas, con algo en los bolsillos para aportar al alquiler. Que era casi el único gasto que a Rosa le preocupaba. Juntar para el alquiler y pagar la luz decía siempre. Los más chicos volvían de jugar y de tomar la leche en la casa de algún amigo. Siempre alguien los invitaba.
Después, a esa hora vespertina e incierta entre el día y la noche, se acurrucaban en su umbral esperando a Rosa. Espiaban las puertas de todas las casas para ver como su mamá asomaba siempre por alguna de ellas. La bolsa primero. Rosa después. Los chicos la miraban con una sonrisa tierna y se le arremolinaban. Qué traes mamá. Rosa no contestaba. Caminaba arrastrando sus eternas chinelas. Solo la presencia o ausencia de los zoquetes en sus pies podía ser el indicio del paso de las estaciones. Los chicos subían las narices al aire como olfateando. Carne? Puré? Pollo? Bananas? Si había torta o galletitas giraban alrededor de su madre aplaudiendo. El jugo era también una exquisitez reservada solo para algunos días especiales. Y Rosa adoptaba sus aires de matrona satisfecha. Orgullosa de llevar el pan a su mesa. Porque ese era el trato. Le limpio o le cuido o le hago los mandados por la comida del día. Quería decir almuerzo y cena. Todos sabían. No era necesario aclarar.
Las vecinas decían que era un poco caro porque Rosa tenía unos cuantos hijos e hijas. Y las cosas están cada día más caras. Pero se conformaban compartiendo la frase de que Rosa es de confianza. Y hace tanto que la conocemos. Y es cómo de la familia agregaban sin saber que querían decir con ese cómo pero sintiéndose generosas al decirlo. Hacían comida de más y le llenaban los tapers para el almuerzo y la cena. Muchas veces traía también unas zapatillas que habían quedado chicas y que a alguien seguro le iban a andar. Una campera que a la nena de la casa ya no le gustaba porque había pasado de moda. Unos pantaloncitos y algún vestido. Si las abuelas tejían para sus nietos, guardaban siempre un poco de lana para los chicos de Rosa y entonces tejían con gusto un pullover más.
Los hijos y las hijas crecieron sin demasiados problemas. Cursaron la primaria en la escuela de Balbastro. Y la terminaron sin llamar nunca la atención. Hicieron los repartos a domicilio del carnicero Andrés y del almacén de los chinos que hace años está en la esquina. Aprendieron con el cerrajero de la otra cuadra y una ayudó mucho tiempo en el vivero. Otra cuidaba bebés y había logrado hacer un curso de enfermería. Festejaron su diploma con mucha algarabía. Rosa, orgullosa, no paraba de contar que Dora era enfermera diplomada.
Pero casi sin que los vecinos nos diéramos cuenta los hijos e hijas se fueron yendo. Antes se había ido el último hombre. Una mañana temprano doblo la esquina y pareció olvidarse del camino de regreso. No hubo otro. Y como nunca habían significado demasiado para nadie sólo nos dimos cuenta cuando la panza de Rosa se llenó de indiferencia. Absurdamente ella siguió caminando por un tiempo con las piernas abiertas y la panza para adelante hasta que recobró la estabilidad.
Ahora Rosa suspira en el patio, reclinada sobre el respaldo de la silla. Se abanica para secar el sudor frío que le moja la frente. Se preparó un mate porque tiene la boca muy seca. Mira el patio que a esa hora del atardecer está lindo. Geranios de muchos colores cuelgan dentro de latas que hacen las veces de macetas. Un jazmín enredadera ya está empezando a dar flor y el perfume dulce le llega a Rosa que sentada en el medio del patio parece contemplarlo todo. Sonríe y recuerda que ese jazmín se lo regaló Lucía, uno de las hijas, cuando trabajaba en el vivero. Fue para un día de la madre. La pasamos muy bien rememora.
También hay helechos de todo tipo y un rosal rojo rescatado de la demolición de la casa de los Muñiz. Ella mira alrededor con la satisfacción del deber cumplido y el golpeteo en el pecho se acelera. Tendría que regar se dice. Pero ahora no. Voy a esperar a que se me pase ese dolor que hoy parece más fuerte que otros días. Suspira. Entrecierra los ojos. Está tan cansada. El mate se le desliza de la mano. La yerba ensucia las baldosas pero ya Rosa no se puede levantar a limpiar. En su cara queda como estampada una leve sonrisa mientras los brazos acaban de aflojarse y su cabeza cae sobre el pecho donde va cesando lentamente el golpeteo.
Las vecinas pensamos que correspondía despedirla. Juntamos dinero. Cada uno lo que pudo y la cochería de Cobo nos hizo un descuento. El hijo del gallego de la tienda ayudó con los trámites. Y el resto nos ocupamos de ubicar a los hijos e hijas de Rosa desperdigados por la ciudad y sus alrededores. En los lugares donde habían trabajado guardaban buenos recuerdos y cuando les contamos nos dieron teléfonos o direcciones adonde avisarles que Rosa había muerto. Alejo, el más chico que aún vivía con ella, nos ayudó también en esa tarea. Ahí recién nos dimos cuenta que Rosa había tenido cuatro hijos y tres hijas.
Estamos muy orgullosas porque todos los vecinos de la cuadra se fueron acercando a despedirla. Y también todos sus hijos varones y dos de las mujeres. Nos faltó Dora, la enfermera, que se fue a Tucumán y no la conseguimos ubicar. Las flores del patio parece que brillaran más esta mañana y hasta un picaflor anda por ahí revoloteando. Regamos temprano, así las plantas lucían como a ella le hubiese gustado. Las hijas se ocuparon de que no faltara en ningún momento la ronda de mate. La acomodamos en el patio porque nos pareció el lugar más lindo de la casa. Cuando llegaron los de la cochería los hijos se arremolinaron alrededor de ella como tantas otras veces había sucedido en la hora incierta del crepúsculo. Y las hijas acomodaron algunas rosas sobre el cajón. Todos pudimos acercarnos y despedirnos porque como ya hemos dicho Rosa siempre había sido como de la familia.
Un viaje en el tiempo.. gran relato de los retazos que componen una vida tan singular y tan palpable para todxs..
Muy buenas imágenes. Me gustó Noe.
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