Del rojo al verde.
Justo ahora se larga a llover. Y no traje paraguas. Para empeorar la situación me pesca en la mitad del cruce de la Avenida 9 de julio. Mala suerte. Las primeras gotas, espesas y pesadas, caen ruidosas sobre el cemento. Miro hacia atrás y veo que la gente corre por las escaleras del subte hacia la boca negra dispuesta a protegerlos. Buscan refugio. Tarde para mí. Ya no puedo retroceder. Independencia y la 9 de Julio. Y el semáforo que no cambia de color. Los autos pasan indiferentes y a toda velocidad. Salpican.
Mirando a la izquierda descubro a otra mujer. Cerca. A pocos pasos. No la escuché llegar. El ruido de la lluvia lo debe haber impedido. Habrá cruzado unos pasos atrás mío. Para distraerme de esta creciente incomodidad que me va invadiendo la observo. Tampoco tiene paraguas. Como yo. Un auto con los focos altos la alumbra y veo como una gota le resbala por la mejilla y se escapa por su cuello. Qué frío siento. Ella se seca rápido con la mano y me mira con cara de pocas amigas. Esa costumbre que tengo de mirar y detenerme en los detalles la puede haber molestado. Le devuelvo una mirada neutra, de esas que siempre vienen bien en estos casos, y giro la cabeza para entretenerme ahora con la lluvia estrellándose sobre el pavimento. Cada vez con más ímpetu. La llovizna inicial se ha transformado en lluvia torrencial y yo sigo parada en el medio de la 9 de Julio e Independencia frente a un semáforo que parece haberse perpetuado en rojo. En no darme paso. Los autos siguen pasando indiferentes y siento la presencia de la mujer a mi izquierda. Un cierto calor que emana de su cuerpo me toca levemente. Un perfume rancio que más bien adivino. No quiero volver a mirarla.
Me encojo adentro de la campera y atino a levantar el cuello. Pero es tarde. Ya una gota se ha filtrado por mi nuca y está resbalando hacia el centro de mi espalda. Me estremezco. Por suerte ha sido sólo una gota. Por ahora. Muevo mis pies en una especie de balanceo inútil tratando de entretenerme. Derecha izquierda. Izquierda, derecha. Pensar en otra cosa hasta que a este semáforo se le ocurra permitirme cruzar y entonces pueda alcanzar Carlos Pellegrini. Quizás encuentre algún café abierto donde sacarme este frío que empieza a calarse en mis huesos.
Siento un leve toque en mi brazo izquierdo. Mi compañera de semáforo detenido me interroga con el pelo chorreando y una mirada oscura. “¿Se habrá descompuesto? Le contesto con un no sé acompañado por un movimiento de hombros para enfatizar las palabras. Nos veo a ambas paradas, a un metro de distancia. Encogidas de frío y agua, mirando con angustia los ojos vacíos del semáforo. Solas y abandonadas. Los autos siguen pasando salpicándonos y siento que no tengo ni un centímetro de mi cuerpo seco.
Me inunda una terrible certeza. Hemos sido abandonadas en este tiempo y este lugar absurdos. Qué será de nosotras. El sonido nítido de una campana me sorprende. Giro la cabeza hacia Independencia y el sonido se repite. La mujer me toma del brazo y se acurruca mirando por encima de mi cabeza. Tiene miedo. Siento su temblor. Yo también. Una cortina de agua me corta la visibilidad y la campana suena pero más cerca. Ahora acompañada de un traqueteo extraño. Ambas nos acurrucamos y retrocedemos unos pasos porque el sonido viene directo hacia nosotras. Y de la cortina de agua por Independencia se desprende una sombra enorme que intenta cruzar la avenida muy cerca nuestro. Casi que si nos estiramos podríamos tocarlo. Un tranvía murmura la mujer sobre mi espalda. Un tranvía pienso yo sin decirlo. Pero cómo un tranvía. Imposible aceptar esa idea sin preguntarse. ¿Un tranvía? La campana suena de nuevo y los autos van deteniéndose para abrirle paso. Despacio. Todo sucede en cámara lenta y a la vez muy rápido. La lluvia continúa cayendo sin parar sobre el tranvía que lleno de gente oscura avanza por la avenida. Distingo rostros cansados y miradas perdidas que no nos ven. Es un tranvía repite la mujer. Sí sí tranquila le digo y me digo. Entrecierro los ojos para distinguir mejor. Sacos con solapas levantadas me impiden ver los rostros. Mujeres sentadas dormitando me muestran muy poco. El conductor con un gorro con visera, indiferente a los autos y al semáforo va cruzando lentamente la 9 de julio. Con la campana se abre paso. El traqueteo continúa alejándose y la campana suena varias veces más. Ya algunos autos empiezan de nuevo a circular y la silueta del tranvía se va perdiendo lentamente dentro de la lluvia que no se detuvo nunca. Solo queda la campana que vuelve a sonar más lejos para que no dudemos. Con la mujer deshacemos esa especie de abrazo que habíamos armado y nos miramos interrogantes cuando el semáforo por fin cambia y nos da paso. Los autos se detienen. La rutina del semáforo rojo y el conteo descendente se cumple como siempre. Avanzo rápido. Y la mujer se queda atrás. Giro la cabeza pero ya no la distingo. Apuro más el paso. Cruzo Carlos Pellegrini. La campana vuelve a sonar. Demasiado lejos.