Clara promediaba los 40 y su mundo sentimental no marchaba bien. Lo mismo ocurría en el laburo. Y el resto de las cosas tampoco ayudaban. Había tenido algunas historias en los últimos años, pero nunca terminaba de hacer pie con nadie. Con el que la pasaba bien no había piel en la cama, si rendía en el sexo no emitía palabra, y con los que desbordaban de charla, hubiera garpado si se callaban para siempre.
Los fines de semana estaban heridos de rutina: limpiar la casa, series en Netflix y pedir pizza de muzzarella los domingos a la noche en la Farola de San Cristóbal. Ya la tenían marcada. “Le marcho lo de siempre, Doña. Si claro, sin orégano. Y van dos faina de regalo”.
En el estudio contable la consideraban, pero siempre había otro mejor calificado para el cargo de supervisor. “Clara, vos sabés. Los dueños buscan alguien con buena presencia, viste…”. Tampoco es que desesperara por el puesto y hacer carrera en ese hoyo de Pacheco Centro. En realidad, no desesperaba por casi nada. Miraba por el retrovisor y se veía en el Cine Arte de Diagonal, en talleres de discusión literaria, o levantando ideales en alguna militancia política. No tenía claro cuando su vida había tomado ese camino secundario, un polvoriento desvío con salida a ningún lado.
Un viernes volviendo de Pacheco en el Sesenta, mientras se tocaba tapándose con un bolso y miraba carteles por Panamericana, empezó a llorar. No era la primera vez. Lo hizo todo el viaje de regreso a casa y a la altura de la Ford ya ni disimulaba. El pibe de gorra que viajaba a su lado intentó ser amable: “¿le pasa algo, señora?” “Gracias, estoy bien”, atinó a susurrar mientras empañaba el vidrio con respiración angustiada.
Ese sábado salió a caminar sin rumbo. Igual que en los últimos años. Ya andaba por Flores cuando al lado de un almacén desvencijado, la vio. Había sido una casa de categoría y estaba en venta. Al frente, una parra inmensa y despoblada, se ladeaba hacia la calle. Sus ramas parecían brazos que suplicaban. Más atrás se levantaban las dos plantas con balcón a la calle ocultas por el yuyal. Y el amplio jardín era un pajonal abandonado, donde nadaban tierra, puchos y bolsas negras cargadas con escombros. Sentados en el cordón de la vereda, dos olvidados compartían un potaje y tomaban vino de una botella de coca.
Raro en ella, Clara no dudó. Sintió un llamado. Una voz. Tal vez fueron los brazos de la parra o la simple necesidad de un talismán. Una imagen de la que aferrarse para poder seguir: “es acá, tengo que comprarla e intentar un cambio, reinventarnos. Las dos.”.
– Pero Clara, ¿vos me estas cargando? ¿Para comprar esa basura fue que me pediste treinta mil dólares? Vos estás completamente loca, eso es una mierda.
– Mi vida es una mierda, papá.
Clara no lo sabía, pero además de destruida, era un secreto a voces que la casona de Culpina al trescientos estaba habitada por fantasmas. Empezó por lo obvio. Baldear, barrer, lavandina en los baños. Pero todo se volvió extraño desde el comienzo. Ella ponía “La 100” y el dial se movía sólito para la Dos por Cuatro.
Jason vivía en la casa desde hacía unos treinta años. Era un ser frustrado. No se autopercibía como como un fantasma glorioso y poético, tal como él siempre se había imaginado. En su insulso tránsito por la tierra, soñaba con un viaje al inframundo desangrado en amor, o marginado en los oscuros bordes del desencuentro con la fe. Pero el destino le había reservado un final distinto. La sanguchera estaba en corto y murió preparándose un tostado mixto. Solo. Demasiado parecido al paisaje que hoy devuelven las grises ratas que se mueven por la casona.
Miles de veces pensó en tunear los recuerdos, modelarlos con una pátina que les imprimiera un efecto glam. Pero, se sabe, los espíritus no son buenos a la hora de mentir.
Estaba cerca del retiro, incluso como fantasma. Amenazar con la penosa historia del hombre de la bolsa siempre le resultó un lugar vulgar, y ya demasiado había mortificado viejas camino del super. Casi no salía de la casa. Sólo cada tanto se asomaba por el balcón y les regalaba unos tangos a la pareja de curdas que hundían su duelo en el escabio. Sentía que había llegado el momento de disfrutar, de colgar para siempre la sábana. Dejar de perseguir desde atrás al deseo para, alguna vez, abrazarlo. Gozar de la vida. O, en su caso, de la eternidad.
Sin embargo, una idea recurrente opacaba el sueño. Temblaba imaginando que levantaran un edificio torre de veintitantos pisos. Mucho vidrio, acero y porcelanato. Pero su peor pesadilla era cuando imaginaba que construían un COTO, esos con dos subsuelos de estacionamiento, cines y negocios de TV compras. Tener que abandonar la cocina a los apurones, dejar para siempre los mates tristes al caer la tarde, entregar a un desconsiderado la colección de vinilos, despedirse, para toda la eternidad, de los borrachos y sus penas. Escapar como un delincuente que se pierde en el olvido.
Cuando lo asfixiaba esa imagen, se hacía un ovillo. Se acurrucaba envolviéndose hasta la cabeza en su propia sábana y prefería no ver. Se tapaba los ojos. Los nuevos departamentos seguro no tendrían baulera ni espacio para el recuerdo.
Por eso, cuando Clara apareció por Culpina 345 y se puso a limpiar, su cara se desfiguró y la sábana se le enroscó en cuello. ¿La torre, el COTO, ambas cosas? Pero después de observarla por unas horas, Jason se conmovió profundamente con su figura. Era una ausente presencia que irradiaba melancolía. Su cuerpo era todo fragilidad. Limpiaba como quien refriega la mancha que jamás saldrá. Percudida e indeleble. La veía tan hermosa como vulnerable, y sintió la necesidad de abrazarla. Se deprimió. Su imagen, reflejada en un espejo, lo devolvió a la realidad. Sólo era una sábana blanca colgando del vacío. Se acostó y lloró el resto del día. Acurrucado, temblando y hecho un ovillo.
– ¿Dónde dijo? ¿Culpina 345 en Flores?, la risotada resonó fulminante desde el otro lado de la línea. Mire señora. Yo hago trabajos de amarre de pareja, limpiezas energéticas. Cada tanto llama alguna mamá preocupada porque a su hijo le andan gustando los varoncitos. Pero, Culpina 345 es otra cosa. Nadie los puede sacar de ahí. ¿Me decía que anda queriendo comprar la casa? ¿para qué se va a meter en problemas?, pregunto Soraya, la pitonisa más consultada de la zona.
Clara ni contestó. Envuelta en derrota, bajó lentamente el auricular y colgó. Un fracaso para agregar a la lista. Otro más. Encima debería enfrentarlo y reconocer que tenía razón. Su padre le había advertido que era una locura. ¿De dónde había sacado la estúpida idea de reinventarse?
La cagada estaba hecha. La casa estaba explotada y era una idea peregrina intentar ponerla en valor. Costaba una casa más. Lo de los fantasmas, se consolaba, sería solo una pendejada del barrio. A todos les gusta alimentar un mito, una ficción identitaria que construya pertenencia.
Las primeras noches fueron duras, siempre un nuevo lugar esconde ruidos y vocifera silencios. Clara se escondía debajo de la sábana como cuando era chiquita. Y Jason se mordía los labios. El mismo gesto que en sus rutinarios años en el mundo de los vivos. Siempre lo hacía cuando deseaba algo con el alma y se frustraba al no poder alcanzarlo. Pero se había jurado no aprovecharse Clara y su adorable indefensión.
Una mañana, Clara despertó sobresaltada. Llegaban hasta su dormitorio sonidos con fritura de una radio vieja. Era una bossa nova en la voz de Vinicius. Jason se había decidido. Ya no podía seguir solo contemplándola. Sonaba “Garota do Ipanema”. Mientras avanzaba por el pasillo, otros artefactos vintage se sumaban a la bossa: parlantes desarmados, teles 21 pulgadas, el combinado Ken Brown del living. Hasta el timbre de la casa, que no sonaba desde el corto en la tostadora, había comenzado a sambar. Los borrachos de la puerta bailaban.
Clara llegó al salón y como en un sueño comprendió el guiño. Alguien reproducía esa playlist infinita y encantadora. A “Tarde em Itapoá”, siguió “Chega de saudade” y tantas más. Clara se vio a sus 20 años, bailando, envuelta en sueños y con una loca efervescencia por transformar el mundo. O al menos una pequeña parte. La suya.
Pasaron el día desempolvando pasiones. Uno proponía y el otro subía la apuesta. Clara se reencontró con el tango, y Jason, por fin, conoció al Flaco Spinetta. Hablaron de cine y hasta discutieron de política. Trotskismo y Peronismo nunca se llevaron del todo bien. Tenían demasiado tiempo por recuperar. Esa noche, las sabanas y Clara se estremecieron como nunca. La tela, suave y desafiando las reglas, voló armónicamente por la cama. Se trenzaba y recorría cada pliegue de su cuerpo. Abrazándola, ocupó el breve espacio de llenos y vacíos. Se dedicó a resaltar cada accidente del frágil cuerpo de Clara. Fue un viaje alucinante con fantásticas escalas. Hubo momentos en que la espalda de Clara se curvó tanto que pareció quebrarse. El final los encontró en una bocanada sofocante e incendiaria que los hizo temblar de pies a cabeza y de un extremo al otro de la sabana.
Los primeros rayos de la mañana descubrieron una Clara serena y con ganas de remolonear. Sensaciones que hacía tiempo no la visitaban. Jason, ya instalado en el living, seleccionaba los discos y lecturas que compartirían ese día. Desde la cocina asomaba aroma a café y tostadas recién hechas. Clara decidió que, por primera vez en años, ese día no iría a la oficina en Pacheco a luchar contra la contabilidad. Quizás, no volvería nunca. Al menos esa mañana prefirió quedarse recostada, observando como una suave brisa de verano jugueteaba con las sábanas que descansaban enroscadas bajo sus piernas.
De pronto, sonó el teléfono.
– Señora Clara, soy yo. Soraya. La pitonisa. Hicimos una juntada con las videntes de toda la zona de Floresta y Villa Luro. Preparamos un rito especial, algo que podría ahuyentar al espíritu de la calle Culpina. No sabemos si va a funcionar, pero, con probar no se pierde nada.
Clara ni contestó. Bajo decididamente el auricular y con una media sonrisa entre sus labios, colgó.