A mi querido amigo Andrés.

Dejé de prometerme libros sobre la mesita de luz, ahora ocupan una parte de la cama. No me sobra lugar, me faltan las ganas. Descubro lecturas en muchos espacios de la casa. Niego la palabra desorden. Me regalo paciencia. El aquí y ahora se convierte en un quizás mañana. El insomnio es como un cuerpo sin límites: un día que nunca llega, una ansiedad sin bordes donde no hay esperanza. Me harté de pegar pedazos del todo con curitas. Siempre es más fácil contar otra historia, inventar un pasado, transitar un presente zombi de tareas bien cumplidas. Las palmadas de aliento me quitan el hipo. El futuro es solo nombrado por aquellos que pueden darse el lujo de proyectar. Mis días se terminan luego de cada jornada diurna. La noche pasa como un río de vino que borra penas. No quedan lágrimas. La sequedad es amiga. Los espejos devuelven paramos de mi cuerpo. Las cosas no van a ningún lado me repito como mantra. Así el convencimiento se hace ley y me ahogo entre agendas llenas de compromisos impostergables que tacho porque no puedo cumplir. Las excusas invaden, soy una mentira a pedir de boca. Embustera por sobrevivencia. Una falsificación de lo que no puedo ser. Querer quiero, con desesperación, pero no puedo. El poder radica en llegar al final del día mas o menos viva (¿Pero a qué costo?). Un meme, una etiqueta intercambiable de vinilo. Me borro y me vuelvo a escribir. Vacía de letras, se me escapan las palabras. Apenas existo en un puñado de buenos modales que me exceden. Un fordismo aprendido en la crianza de ademanes clasistas. Por favores y gracias que no siento, que escupo y vomito al piacere de quien quiera escuchar. Domesticada, rota y mal parada. La versión exagerada de la amabilidad sirviendo a ese prójimo que de vez en cuando siquiera me ve. Que mi luna en piscis, que mi sol en libra. Definitivamente mi ascendente en boluda.

Tomo la avenida. Me acuerdo tarde que la gente me asusta. El ruido de los autos me aniquila los tímpanos. Ya es tarde, otro día de malas direcciones. Las calles internas me quedan lejos. Las avenidas tienen su propia vida y a fuerza de latidos impulsan sus metros para hacernos más pequeños. Rebalsada de gente embarbijada que consume un oxígeno que no le es propio. Comienzo a asfixiarme. Sus dolencias me queman. Lloro por sus tristezas, por sus errores, por sus muertos. No me cabe en el pecho tanto dolor. Me desbordo y pierdo el GPS del día. Que ya llego me digo, un par de cuadras. El peso de las lágrimas me enagua las ropas o quizás es la transpiración. Cuento las baldosas y por fin cierro la puerta con un golpe seco que apaga el ruido. El ascensor me evapora los líquidos. Me hidrato con café mientras el teléfono suena sin cesar. Son las 9 de la mañana y aun así la oficina duerme. Abro las ventanas, no por gusto, es para que entre el aire. El estallido de la ciudad inunda el piso con su musicalidad selvática de cemento. El teléfono sigue tocando su propia canción.

A fuerza de planillas, mensajes en una pila de papelitos de colores y atender compulsivamente el teléfono me salto el almuerzo. Aún sobrevivo a las tres de la tarde. Me felicito y me aliento por lo poco que queda. Quizás tenga hambre, pero no escucho mi cuerpo. Lo apague con el despertador de las 7:40 de la mañana. Aunque tal vez fue diez minutos después, cuando postergué la alarma. El día se apaga en las ventanas y un vaho gris inunda el ambiente. Prendo las luces con el miedo del que teme quedarse a oscuras. Una lamparita titila amenazante, antes que cumpla apago la jornada.

A la vuelta me protege la monstruosidad de las luces y el tintineo repiqueteante de las marchas y contra marchas. Un baile macabro de gentes y autos. Se mezclan los aromas de los perfumes varios, algunos agrios, con la combustión de los caños de escape. Inhalo el frío de junio a través del barbijo. Sigo sin entender el odio acérrimo al invierno. Capuchas, sombreros, vueltas de bufandas y abrigos abultados danzan por las calles. Un desfile de ropas sin género en donde apenas se muestran los ojos. Camino rápido, esquivando postas de gente que vive a otros ritmos. Recuerdo la última vez que nos encontramos. Casi lo choco, me espero justo en la esquina de nuestra cafetería preferida. Lo reconocí por sus lentes, incluso cuando los tenía empañados. Sus ojos eran inconfundibles, los hubiera encontrado aunque estuvieran perdidos en un mar de miradas. Rompiendo los protocolos nos abrazamos. Pedí el clásico submarino con churros y él su café negro y amargo. Lo noté cabizbajo, como una hoja de otoño pendiendo del árbol. Cuando pregunté si algo estaba pasando, limpió los cristales de sus anteojos con extrema cautela. Como si el tiempo no existiera, más que para que él pudiera tomárselo para realizar con minuciosidad la tarea de eliminar cada pelusa ínfima. Estoy cansado, me dijo. Le creí y lo azoté con oraciones cortas, muchas, demasiadas, que le contaban mi día. Se sonreía y exhalaba pequeñas carcajadas que le movían el vientre abultado de la buena vida. Siempre admiré a la gente que se ríe con je. Los comunes nos reímos con ja. Me podrán hablar de muchas formas de amor. La única que considero como real es aquella que me propinó por años, todos lo que pudo, escuchando cada palabra que yo emitía. No existía para él otra prioridad. Como si hubiera nacido para eso, para soportar, contener y alojar cada estupidez que dijera como si fuera importante. Quizás no todas fueran estupideces, ahora ya no lo sé.

Un calamitar rutinario de días en donde repito, una y otra vez las mismas acciones, sin saltarme ni un punto, me lleva a un viernes impensado. Me brotó una incomodidad, como una pequeña piedra en el zapato. Como la insistencia de que algo me olvidaba, la puerta abierta, una hornalla encendida, un pago atrasado. El sábado me arrojó de la cama como un cuerpo extraño. Fuera de sí, decidí salir a caminar. Sin rumbo, tomé atajos por calles perdidas, que sin embargo eran mías. Mis pies se movían a voluntad, como si no me pertenecieran. Enajenada, los dejé ser hasta que se clavaron en una entrada de edificio. La puerta de su departamento. Me asusté de la memoria de mi cuerpo. Luché con todas las pocas fuerzas que me quedaban y me arrastré hasta la avenida. Otra vez mis pies se clavaron en la cafetería. Negocié con mis pies. Con artilugios los convencí de aun no volver. Miramos vidrieras hasta el hartazgo, aunque tuve que soportar cuando se empacaron frente a la tienda de bufandas. Señalaban una verde musgo. Me negué a comprarla. Cansados ellos y yo, volvimos a casa. Apaleé con un cucharón la cama, hasta que me dejó entrar. Me tape hasta la cabeza para evitar los monstruos como cuando era chica.

El domingo me levantó temprano. Mi estómago me pidió un submarino con vainillas que mis manos prepararon. Me abandoné a su intención y en comunidad mi boca aceptó lo solicitado. Ahora contentos intenté leer, pero los ojos una y otra vez me dirigían hacia sus fotos. Harta de mis in-voluntades descorché un vino. Acurrucada en el sillón, las manos abrazan la copa. Los ojos clavados en su foto envuelto con una bufanda color musgo. Se ríe por demás dejándolo chino de felicidad. Lloro sin remedio desde sus ojos, o desde los míos, desde los nuestros. Por fin, digo jeje, levanto la copa: donde quieras que estes, feliz día Pa.

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NOELIA GUERRERO
Que explote desde la hojarasca esta resistencia primaveral. No hay invierno que dure 100 estaciones, ni pueblos que lo soporten. Saltemos sobre esta mojada realidad el pogo más grande del mundo.