Tras los pasos de Rilke en Toledo

Aquél que llegue a Toledo probablemente pueda quedar desilusionado en un primer momento. Opinará que el boom del consumo de automóviles ha arruinado la soledad de las bellas callejuelas con sus luces dicroicas. Que los toldos del Mc Donalds y Burguer King inevitablemente atenúan la potencia epifánica de la bruma nocturna en la Plaza Zocodover. Pero conforme la oscuridad desciende y los corredores del casco histórico se vacían del movimiento comercial de la jornada, mientras el visitante da unas vueltas al azar hasta encontrar la Calle del Ángel, las luces de neón se van disipando.

Tomará la calle Santo Tomé y luego en el sinuoso corredor bajo una tupida pero etérea llovizna, que hace brillar la piedra gris de los adoquines. Será sorprendido por un suave aroma a incienso que brota de ningún lugar. Entonces como el poeta hizo en su primer día en la ciudad, se apresurará en subir una calle tras otra en busca del muro con las cadenas de sangre.

En su libro Rilke en Toledo Antonio Pau Pedrón explica que entre el 1 y el 4 de Octubre de 1912, en el marco de las veladas en el alojamiento facilitado por la princesa María Von Thurnund Taxis, tuvieron lugar sesiones de espiritismo. La anfitriona se encargó de transcribir al papel el diálogo sostenido por el autor de las Elegías de Duino, y una joven muerta a quien simplemente llamaron la desconocida.

« – Rilke: ¿Qué flores te gustaban de las que hay aquí?

– La Desconocida: Coronas de rosas, coronas de espinas.

– Rilke: ¿Cómo he de llamarte?

– La Desconocida: Sonrisas, lágrimas, floración, frutos, muerte. Y más tarde, viaja a lo alto de una montaña, desciende al valle, ve las estrellas…Resonarás tú también, como las olas, donde el acero se estrecha suavemente contra el ángel…Tierra roja, lumbre, acero, cadenas, iglesias, cadenas ensangrentadas…Corre delante, yo te seguiré…El puente, el puente con torres al principio y al final…¿No sientes al ángel? El tiempo susurra como un bosque…Para ti huye el tiempo, para mí está inmóvil…Si vas allí, camina bajo el puente, donde están las grandes rocas, y después canta, canta, canta».

Las orillas del templo de San Juan de los Reyes se levanta en la penumbra de la pendiente rocosa. Sus torres góticas recortadas sobre el cielo morado, como un dragón que sueña. Entre los sinuosos callejones de la judería que vieron transitar en la sombra, las traducciones árabes de Aristóteles que se arrancaron a siglos de penumbra y fueron una tras otra iluminando el sueño neoplatónico de la patrística cristiana, circulan las hojas del Zohar y el Talmud, junto a la cábala. El viajero contemplará en silencio aquellas «cadenas ensangrentadas» que Rilke se propuso encontrar. Cuelgan como animales disecados de las piedras del templo. Sujetaron en su tormento a los cristianos cautivos y ahora resuenan leves en la noche, acunadas por el viento.

Hará un movimiento hacia la izquierda, sobre la pendiente, para ubicarse frente al ábside y una inmaculada concepción de piedra azul que parece flotar sobre las ondulaciones del valle. Las siluetas de dos apóstoles arqueados sobre los portones, blancos como la luna. Sin manos, las cuencas de piedra recogidas en la sombra. Entonces sentirá una opresión fuerte en el pecho y un ahogo de todas las eras. Abajo girará la silueta del río Tajo. Lúbrica como una anguila barrosa. Y creerá percibir la presencia terrible y aniquiladora del ángel de las Elegías. Como cesando de un golpe la circulación eléctrica del Toledo mutante, híbrido, posmoderno y devuelto al centro sagrado del silencio, a la noche oscura del alma. De pie frente al tiempo que ya no transcurre hacia ningún lado. Detenido por unos minutos en la eternidad.

Luego, cuando recupere el aire de los pulmones y sea apartado de la contemplación de los ábsides, retomará los pasos hacia la plaza central, regresará a la intrascendencia de la habitación del hotel. Y se repetirá para adentro que Toledo sigue siendo el tipo de lugar donde cualquiera creería absolutamente posible la irrupción de lo sobrenatural. Como si una voz repitiera en el aire espeso, que todo ángel es terrible.

Primera elegía de Duino

¿Quién, si yo gritara, me escucharía entre las órdenes
angélicas? Y aun si de repente algún ángel
me apretara contra su corazón, me suprimiría
su existencia más fuerte. Pues la belleza no es nada
sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces
de soportar, lo que sólo admiramos porque serenamente
desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible.
Así que me contengo, y me ahogo el clamor de la garganta
tenebrosa. Ay, ¿quién de veras podría ayudarnos? No
los ángeles, no los hombres, y ya saben los astutos
animales que no nos sentimos muy seguros en casa,
dentro del mundo interpretado. Nos queda quizás
algún árbol en la loma, al cual mirar todos los días;
nos queda la calle de ayer y la demorada lealtad
de una costumbre, a la que le gustamos, y permaneció,
y no se fue. Oh, y la noche, y la noche, cuando el viento
lleno de espacio cósmico nos roe la cara:
¿Para quién no permanecería aquélla, la anhelada,
la tierna desengañadora, ahí, dolorosamente próxima
al corazón solitario? ¿Es más suave con los amantes?
Ay, ellos sólo se ocultan uno a otro su suerte.
¿Todavía no lo sabes? Arroja el espacio que abarquen
tus brazos hacia los espacios que respiramos; quizá
los pájaros sientan el aire ensanchado con un vuelo
más íntimo.

Sí, las primaveras de veras te necesitaban. Varias
estrellas te pedían que las rastrearas. Se alzaba
en el pasado una ola hacia ti, o cuando pasabas
por una ventana abierta, se te entregaba un violín.
Todo esto era una misión, ¿pero fuiste capaz de cumplirla?
¿No estabas siempre distraído por la esperanza, como
si todo ello te anunciara a una amada? (¿Dónde intentas
alojarla, si en ti los grandes pensamientos extraños
entran y salen, y con frecuencia se quedan durante la noche?).
Pero si sientes anhelos, canta pues a las amantes; no es,
en absoluto, suficientemente inmortal su famoso
sentimiento. Aquéllas que casi envidias, las abandonadas,
las encuentras mucho más amantes que las saciadas.
Empieza siempre de nuevo la alabanza siempre inalcanzable.
Piensa: el héroe sigue en pie, aun el ocaso fue para él
sólo un pretexto para ser: su último nacimiento.
Pero a las amantes la exhausta naturaleza las recoge
en su seno, como si no hubiera fuerzas para lograr esto
dos veces. ¿Has pensado lo suficiente en Gaspara Stampa, 
y lo que puede sentir cualquier chica a quien el amado
abandonó, frente a tan elevado ejemplo de mujer amante:
¿Llegaré a ser como ella? ¿Estos, los más antiguos
dolores, no deberán, por fin, darnos fruto? ¿No es
tiempo ya de que, al amar, nos liberemos del amado y,
temblorosos, resistamos, como la flecha resiste al arco,
para ser, unidos en el salto, algo más que la sola
flecha? Porque el permanecer está en ninguna parte.

Voces, voces. Corazón mío, escucha, como sólo los santos
escuchaban; la enorme llamada los alzaba del suelo;
pero ellos seguían de rodillas, de modo imposible,
sin darse cuenta: de tal manera escuchaban. No
que pudieras soportar la voz de Dios, lejos de eso, pero
escucha el soplo, las noticia incesante que se forma
del silencio. Murmura hasta ti desde aquellos que han
muerto jóvenes. ¿Acaso su destino no se dirigió siempre
tranquilamente a ti, en Roma y Nápoles, cuando entrabas
en alguna iglesia? O una inscripción sublime se grababa
para ti, como hace poco la lápida de Santa María Formosa?
¿Qué quieren de mí? Debo apartar en silencio
la apariencia de injusticia que a veces estorba un poco
el puro movimiento de sus espíritus.

Realmente es extraño ya no habitar la tierra,
ya no ejercitar las costumbres apenas aprendidas;
a las rosas, y a otras cosas particularmente promisorias,
ya no darles el significado del futuro humano; ya no ser
aquél que uno fue en interminables manos angustiadas
y hasta hacer a un lado el propio nombre, como un juguete
roto. Extraño, ya no seguir deseando los deseos. Extraño,
ver todo lo que tenía sus propias relaciones, aletear
tan suelto en el espacio. Y estar muerto es doloroso,
y lleno de recuperación, de modo que uno rastree
lentamente un poco de eternidad. Pero todos los vivos
cometen el mismo error de diferenciar demasiado
tajantemente. Los ángeles (se dice) con frecuencia no
sabrían si andan entre los vivos o entre los muertos.
La corriente eterna arrastra siempre consigo todas
las edades a través de las dos zonas y atruena sobre ambas.

Finalmente ya no nos necesitan, los que partieron
temprano, uno se desteta dulcemente de lo terrestre, como
uno se emancipa con ternura de los senos de la madre.
Pero nosotros, que necesitamos tan grandes secretos,
nosotros que tan frecuentemente obtenemos del duelo
progresos dichosos, ¿podríamos existir sin ellos?
¿Es inútil el mito de que, en la antigüedad, durante
las lamentaciones fúnebres por Linos,
una atrevida música primitiva se abrió paso en la árida materia
inerte; y entonces, por primera vez, en el espacio
sobresaltado, en el que un muchacho casi divino de pronto
se perdió para siempre, el vacío produjo esa vibración
que ahora nos entusiasma y nos consuela y ayuda?

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