A la sombra de la grandilocuente figura de un hermano acostumbrado al éxito y a las mieles de una vida colmada de adulación y de las rúbricas diarias del dinero, el hombre decidió alejarse por un tiempo de aquella ciudad que lo había visto nacer.
Sin embargo, no sería hasta diez años después que el hombre volvería a pisar la ciudad que ahora vestía las ostentosas prendas brillantes y metálicas del progreso. Resulta acaso intrigante saber que, la mañana soleada en que llegó, ya no se sentía abrumado y que el sudor no recorría su espalda ante las multitudes de transeúntes ansiosos, tal como solía acontecer en sus años de juventud. Y a pesar de la congoja propia del motivo de su visita, el hombre parecía estar disfrutando de ese forzado reencuentro, por lo que que se propuso a sí mismo homenajear a su difunta madre recorriendo la ciudad en que aquella tierna mujer había discurrido durante toda su vida. Sólo una noche se hospedaría en un modesto hotel del centro, antes de la celebración funeraria.
Con su valija ya ubicada en el armario de la habitación, y con su rostro fresco y aseado, el hombre decidió salir al encuentro de las estrechas calles del centro de la ciudad, con el objetivo de caminar hasta el cansancio y así poder expurgar la tristeza de un duelo que apenas comenzaba a sentir y que, sospechaba, duraría por el resto de su vida. Bajó las escaleras con un firme andar que sólo fue interrumpido por un recepcionista de aspecto desinteresado, quien le comunicó que su hermano le había dejado un recado, el cual consistía en una invitación a cenar en su casa esa misma noche junto con su esposa.
Caminó sin orientarse más que con la insistencia de abandonar la zona de calles en sombra que los edificios ornamentados del centro proporcionaban con su generosa altura y estrechez. Al igual que sus pies, sus pensamientos discurrían, aunque sin premura, a un ritmo firme y constante. Si bien no la conocía, imaginaba con claridad la casa de su hermano: una escalinata de mármol que desemboca en una enorme puerta blanca, la cual al abrirse permite el paso a un recibidor con un espejo y un armario en donde colgar la ropa de calle; un gran salón con pisos de madera brillosa, iluminado por una araña que cuelga majestuosa exhibiendo decenas de cristales que invitan a saltar desde la baranda de la segunda planta por el solo interés de oírlos sacudirse en el movimiento; una hermosa mujer con un vestido plateado descendiendo lentamente por cada peldaño de las anchas y fastuosas escaleras de roble. El hombre casi podía verse a sí mismo allí, dentro de esa lujosa casa, mientras continuaba con su paso tesonero por las calles ahora más despejadas de edificios, en alguna zona de la ciudad que no lograba reconocer pero que sin duda le resultaba más agradable.
Encontró una pequeña plaza que asomaba tímida en la media cuadra de una calle, como si fuera uno de esos claros que se abrían en las ciudadelas medievales frente a las iglesias para permitir el acceso y la aglomeración de los feligreses, pero con la diferencia que en ésta solo había un paredón como medianera de un edificio no muy alto. El hombre encontró un banco y se sentó con placidez a fumar un cigarrillo. De niño nunca fue muy adepto a las plazas, en cambio su hermano se la pasaba en la calle y en especial en esa plaza de a la vuelta de donde vivían, rodeado de amigos que festejaban sus comentarios y elogiaban sus acciones. Antes de la última pitada notó que tenía hambre, así que volvió a ponerse en marcha con el nuevo objetivo de conseguir alimento para poder continuar con su caminata.
En pocos minutos devoró un plato de guiso de carne en uno de esos bares de barrio que levantan sospechas sobre su existencia debido a la ausencia constante de clientela. Para dar el almuerzo por terminado, pidió un café y encendió otro cigarrillo. Era un vicio que si bien no le molestaba tampoco le hacía sentir orgullo. Su hermano, en cambio, nunca había tocado un cigarrillo, ya que le gustaba mucho hacer deporte y esos vicios no coincidían con su estilo de vida.
Por la tarde volvió al hotel y se recostó un rato mientras recordaba sus últimos años en aquella ciudad, y cuando, impulsado por el hastío del ruidoso vaivén urbano, tomó la decisión de marcharse hacia un lugar distinto; un lugar en que los pequeños detalles importan; donde se pueda notar la diferencia entre que una hoja de un árbol caiga sobre su lado más cóncavo o si al rato el viento la volteó sobre su lado convexo.
Sus ojos descansaron un poco más de lo que el hombre había pensado y preferido, por lo que ya había oscurecido para cuando los volvió a abrir y la luz amarilla que entraba por la ventanita era lo único que iluminaba aquella habitación en penumbra de aquel modesto hotel que solo inspiraba una huida. Y así fue que el hombre con un simple enjuague de su rostro volvió a salir hacia la calle, no sin antes notificar al recepcionista de que, si su hermano volvía a llamar, le avise que no iba a poder asistir esa noche a su casa. Lo cierto es que el hombre no tenía mucho interés por compartir una velada incómoda y llena de recuerdos que nunca le fueron gratos y que, dadas las circunstancias de esos días, se volverían sin dudas angustiosos. Prefería seguir caminando.
Las estrechas calles del centro ya no resultaban tan sofocantes como algunas horas atrás, y el hombre llegó a la conclusión de que la noche y su luminaria artificial sentaban mejor a aquellas calles que durante el día solo dejaban pasar algunos pocos rayos de luz solar, los suficientes para que el transeúnte advierta, no sin frustración, aquello de lo que se está perdiendo bajo las sombras de los edificios. A medida que se alejaba hacia zonas de casas más bajas la temperatura iba disminuyendo como producto de un viento que se volvía más agresivo y más frío, forzando a entrecerrar los ojos para protegerse de algunas de esas basuritas que el viento utiliza para jugarnos una chanza y entorpecer nuestro andar. Caminó así algunas cuadras en donde, cada intervalos irregulares, las rosadas baldosas flojas de la vereda despedían ese sonido seco tan característico de cuando alguien las pisa. Al cabo de unos minutos, el hombre llegó a una esquina de la cual asomaba una especie de torreón de piedra y ventanas con postigones de madera, siendo este un edificio con un estilo arquitectónico que desentonaba por completo con los demás edificios que el hombre había percibido en las cuadras anteriores, como si fuera un set de televisión o un gran monumento. A partir de esa esquina la ciudad adoptaba una forma muy distinta y ya no se trataba de una cuadrícula de calles sino que ahora se desprendían diagonales trazadas desde el torreón, de manera tan perfecta que parecía como si alguien hubiera querido enfatizar en la idea de una ciudad con vida propia expresando en cada esquina sus distintas épocas y prácticas de antaño pero que al hacerlo no pudo escapar de la impronta de un geómetra. El hombre pudo darse la vuelta y volver por donde venía, pero, impulsado por la vertiginosidad de aquellas diagonales que se perdían en un horizonte casi abismal, no tuvo otro remedio más que continuar su paso. Sostuvo así su andar tesonero durante unas diez cuadras, en las que no se cruzó con ningún otro transeúnte y apenas vió a la distancia algunos pocos autos que atravesaban las oblicuas bocacalles que se formaban entre las diagonales. La luminaria se volvía cada vez más escasa y focalizada en algunos puntos de las calles, como si se tratara de lámparas con menor potencia, provocando que en medio de su caminata sólo llegue a divisar con claridad algunas zonas, como si fueran manchones, perdiendo la visión por completo de aquellos lugares en que no llegaba la luz.
A pesar de estar desorientado no sentía desesperación, más bien por el contrario, le resultaba intrigante. Continuó así por algunas cuadras más hasta que al llegar a un claro de luz se encontró con que la calle por la que iba llegaba a su fin, y de allí en adelante seguía una especie de construcción en terrazas conectadas entre sí por escaleras de concreto, que zigzagueaban de un nivel al otro bajando unos tres metros por cada escalera. La vegetación que emanaba de los macetones de cada terraza se volvía, en cada nivel, más descuidada y seca, como si rara vez el sol y la lluvia tuvieran contacto con sus hojas y tallos. Del mismo modo, cada vez más tenue era la luz de las farolas amuradas a las paredes de las escaleras a medida que los niveles descendían. El viento ya no soplaba entre las escaleras y más bien la quietud se volvía perturbadora. El hombre, fatigado por su larga jornada de caminata, decidió sentarse en un escalón y fumar un cigarrillo mientras intentaba acostumbrar sus sentidos a la quietud y oscuridad de aquella zona de esa ciudad que cada vez le resultaba más desconocida. El frío de la noche se volvía cada vez más crudo y el cuerpo del hombre se estremecía por la memoria de aquellas noches de invierno cuando buscaba el abrigo en los brazos de su madre. Como un intento torpe y desesperado por despojarse de la angustia, retomó camino escaleras abajo, pero no fueron muchos los peldaños que bajó hasta encontrar que a cada paso la escalera se pegaba más y más a la pared y las terrazas eran cada vez más estrechas, llegando al punto de que en cada peldaño solo cupiera un pie. Ya sin el sosiego que había encontrado horas atrás, sumado al frío húmedo que atravesaba su ropa, sus pies ya no pisaban con seguridad. El hombre deseaba volver. Pero una vacilación de sus pies terminó por derribarlo y cayó.
Para su fortuna, el angostamiento de esas escaleras significaban también su fin, por lo que la caída no fue larga. Con la espalda contra la tosca, el hombre tomó un respiro y recuperó algo de sosiego mientras advertía que se encontraba en un terreno baldío de una obra en construcción. Si bien la luz seguía siendo escasa, pudo ver a simple vista que no muy lejos de él había una grúa y una topadora; una pila de ladrillos y escombros; bolsas de arena y tierra removida. El hombre se puso de pie con su deseo aún vigente por volver de donde vino, pero era demasiado largo el camino que habría que recorrer, y no creía poder resistir la caminata de vuelta y el frío de la noche. Deambuló unos minutos entre los escombros de lo que parecía ser una edificación antigua que había sido demolida y comprobó que nadie además de él se encontraba allí. Decidió arrinconarse contra una de las paredes de aquel edificio en ruinas, cuidando de no exponerse a alguna zona de derrumbes, y abrazarse a sí mismo para no perder más calor con el objetivo de esperar a que transcurran aquellas pocas horas que le restaban a la noche. Sin mediar quince minutos, sus ojos se cerraron, y el hombre soñó con un hombre que podía borrar sus pensamientos.
Cuando despertó, la tímida luz del alba acariciaba sus ojos y un ligero murmullo le decía que la ciudad estaba despertando. Con prisa pero sin brusquedad, decidió tomar el camino por el que había llegado, antes de que los obreros arribaran a su lugar de trabajo y lo encontraran allí.
Aunque con un evidente agotamiento físico, el calor matutino de los rayos del sol fueron de gran ayuda para recomponer su ánimo. Y con cierto regocijo por ese calor absorbido, el hombre ingresó al hotel, atravesó la recepción vacía y colmado de placer metió su cuerpo bajo el agua caliente de la ducha, terminando de recuperar el calor perdido durante la noche.
Guardó su ropa sucia y se vistió con un traje limpio, acorde a la triste ocasión que aquel día lo obligaba a despedir a su madre.
Al llegar al cementerio advirtió que su hermano no estaba y pensó que tal vez ya se habría ido, por lo que el hombre despidió a su madre con la compañía de su valija, ya pronto para el retorno. Su ropa estaba limpia, pero no así sus zapatos que acumulaban la arena gruesa y el barro seco como efímero recordatorio de su aventura nocturna.Y allí, con sus ojos perdidos entre el barro y la arena de sus zapatos, el hombre comprendió la mas irrefutable de todas las fatalidades. Al final, el hombre comprendió que nunca había abandonado a su hermano, ni mucho menos aquella ciudad.