“Una de dos: uno se arriesga a ser tragado por la literatura o a ser tragado por sí mismo. Si se deja tragar por sí mismo se vuelve loco. Si se deja tragar por la literatura, se vuelve escritor”

                                                                                                                     J. M. G. Le Clézio

Cuando era estudiante era un chico agrio, irritable, solitario. Los últimos años de la infancia se me presentaban como un período atroz. Las pequeñas desilusiones que tienen lugar en todas las infancias en mí caso generaban mucha ira; yo podía sentir cada uno de esos sedimentos de oscura frustración depositado sobre el anterior. A pesar de la imágen que los espejos me devolvían, yo sentía que mi cuerpo estaba conformado al revés. Los huesos se desplazaban hacia afuera, como en uno de esos animales que habitan las profundidades oceánicas; y mi piel era apenas una pulpa sin contacto con nada, inutilizada.

Mi resentimiento crecía al notar aquella lenta y metódica indiferencia que va operando a través del trato de las personas. De los lugares a los que se nos envía para sufrir aquellos cautiverios módicos, para padecer el rechazo o la burla. La llamada de atención de una maestra. La burocrática, pedagógica y rutinaria pregunta; a la cual le corresponde una rutinaria, pedagógica y rutinaria respuesta. Sin alma, sin individualidad. Yo podía sentir la pulpa suave, la médula flexible del niño apisonado por engranajes pesados y toscos; como un diamante que se hunde en un charco de barro.

Me sentía agraviado por cosas casi imperceptibles. Una ceja que se levanta, el carmín torcido de una boca donde la comisura del labio de una maestra disimula una burla; esos ojos de no ver, de pasar como un escáner sobre los rostros en los pupitres. Toda esa universalización amorfa de nombres que caen como cifras sin correspondencia. Aquella mano sobre el hombro como un pescado aceitoso; esos sordos llamados al silencio, a guardarse la opinión, etc. Me fuí cerrando todavía más. Esto, en un temperamento ya de naturaleza callado y retraído, me transformó en una bóveda, donde ardía una combustión furiosa pero secreta.

Al llegar el tiempo en que debía entrar en la secundaria la cosa se puso peor. Me volvía intolerante. Ese berrinche metafísico me hacía desear fulminarlo todo. Me di cuenta que me iba volviendo antisocial. Entonces fue que aquella frenética oleada de corrupción no se contentó con mi retraimiento; y habiendo intentado sofocar ese ardor con la carnadura de mi alma, una vez ofrecido al fuego los dóciles paisajes de mi yo, no fue suficiente. A un lado y otro brotó el mal, que abandonando todo tipo de sutilezas, y con la voracidad de quién reclama el botín luego de ganar la jugada, ocupó plenamente mi voluntad. Sin dormir durante días, comiendo apenas, sentado en clase como un extranjero de todo, como un maldito, acudían a mí las imágenes más enloquecidas. Tomé la birome y comencé a escribir tan rápido como para no poder hilar ni un solo argumento, ni una sola idea encadenada causalmente. Lo que brotaba era tan salvaje y estimulante como volcar una olla de agua hirviendo y salvarse por un pelo. Se trataba de una terapéutica desaforada donde conseguía, hurtar mi cuerpo y salvarlo, redirigiendo todo aquello al texto. A veces también hacía garabatos, que cada tanto oscilaban con representaciones figurativas de hombres o bestias desmesuradas. Aún puedo recordar como desollaba la hoja de papel y sangraba sobre el cuaderno mis neurasténicos relatos. En la cara de los maestros llenaba carillas de aquel fulgor, como los demás lo hacían con la geografía de Asia o la historia de los constructores de pirámides. ¡Qué me importaba a mí todo eso! Frente a mis ojos ocurrían fenómenos más poderosos que aquellos que lanzaron la cima de las cordilleras al asalto de los cielos. Frente a mis ojos desfilaban imperios fugaces como el reflejo nacarado en el lomo de una mosca, donde los esclavos se arrojaban a morder rabiosos la mano de sus verdugos. Los estremecimientos de la tierra se extendían al cuerpo de los hombres, los hijos de los dioses desafiaban a sus creadores y los vencían; y a cada oración, la belleza revelaba su naturaleza monstruosa. Esos estremecimientos no cesarían jamás. Pero ahora una nueva figura reemplazaba el círculo cerrado y de autodestrucción. La palabra me dio la oportunidad de crear un escenario para la expansión de mis secretos holocaustos.

Y sin embargo, ganada la prueba central, el monstruo comenzó a pedir sangre.

Fragmento de la declaración de Pierre Michaux el parricida de Lyón, Tribunales de Lión 17 de Agosto de 1986; en Vida de santos, ascetas y asesinos: de Francisco de Asís a Charles Manson; Ed. Tumbera.