Arribar a un Futuro requiere que nos adentremos al núcleo central del sistema actualmente imperante y lo hagamos volar por los aires. Estamos hablando del capitalismo. Más precisamente de su eslabón más primario que, cual virus, no hace más que copiarse, mutar y readecuarse fortaleciendo su adaptabilidad a un entorno que se vuelve cada vez más medio para su propia valoración. Hablamos del capital (y antes que él, de la mercancía). Debemos volver —si es que en verdad alguna vez nos fuimos— a Marx.

El Futuro del Valor

El capital es una relación social: aquella en que pocos poseen los medios de producción y muchos sólo poseen su fuerza de trabajo. Es también el desarrollo de la forma mercancía y sus diversas metamorfosis hasta llegar a convertirse en capital a fuerza de la contradicción “motora” entre valor de cambio y valor de uso. Es también la valorización del valor, la creación de riqueza o valores de uso como forma de valorizar el capital. Es todo esto junto con las distintas formas en las que este contenido se expresa, tales como mercado y Estado.

En este nivel de análisis vamos a obviar las formas imperialistas, neoliberales, colonialistas, desarrollistas o keynesianas por las que el sistema capitalista ha pasado. La idea es poner el foco en cuáles son las posibilidades que se pueden abrir a nuestra imaginación al partir desde un punto “cero” caracterizado por la desaparición de las relaciones sociales capitalistas.  

Es clara la necesidad de acabar con la apropiación privada de la producción social y que entonces el trabajo y conocimiento colectivo sean usufructuados por sus hacedores mediante la propiedad social de los medios de producción. Lo que no es tan claro es todo lo que ello podría implicar.

El valor es, por definición, un valor social en la medida en que, aunque expresa la cantidad de trabajo incorporado en una mercancía, su magnitud se determina socialmente según la cantidad de tiempo de trabajo socialmente necesario para producir una X mercancía. De hecho, al menos desde un punto de vista histórico, la capacidad del trabajo de crear algo nuevo o— más aun— un excedente, difícilmente pueda separarse del carácter social de dicho trabajo. Incluso la noción de individuo está determinada socialmente, la sociedad no es la suma de las voluntades individuales que se cristalizan en un contrato a la manera en que pensaba el contractualismo, sino más bien lo contrario (la voluntad individual y el individuo son un “invento” social). El valor, entonces, está determinado socialmente tanto respecto a su magnitud como a su conmensurabilidad. Evidentemente la cualidad abstracta del valor se deja ver en la medida en que requiere de la igualación de trabajos cualitativamente distintos y esto es lo que subyace detrás de la noción de magnitud del valor. La pregunta que cabe hacerse es si estas particularidades del concepto de valor están ligadas implícita e irrevocablemente a la noción de capital.

El hecho de que el trabajo sea colectivo y aparezca interconectado de múltiples y diversas maneras que barren los límites espaciales e incluso temporales es la principal causa de su potencia. Por ello la abstracción que implica el sometimiento de trabajos cualitativamente distintos a una X cantidad de trabajo incorporado pareciera ser una consecuencia necesaria del desarrollo de la división social del trabajo. Por otro lado, es menester hacerse la pregunta acerca de si el carácter necesariamente social del valor no se encuentra limitado por las propias relaciones de producción capitalistas. O, para decirlo de otro modo, si al transformarse radicalmente las relaciones sociales no se modifica también el tipo de cualidad social del valor. Como recién se apuntaba, la magnitud del valor está determinada por el tiempo de trabajo socialmente necesario para producir una mercancía (magnitud que a su vez ejerce una suerte de fuerza de gravedad sobre los precios). Esta cantidad de tiempo de trabajo socialmente necesario consiste en un promedio de los tiempos de trabajo “individuales” (apropiados por el capital) necesarios para generar una cantidad de mercancías capaces de satisfacer la necesidad social imperante. Frente a una X cantidad de bufandas necesarias, una cantidad Y de tiempo de trabajos necesarios con productividades disímiles para producirlos, el valor va a estar dado por la combinación de la variable cualitativa (necesidad social) y la cuantitativa (cantidad de tiempos de trabajos necesarios asociados a los niveles de productividad alcanzados). Algunos capitales estarán por encima del promedio (conseguirán una productividad del trabajo mayor) lo que les permitirá lograr ganancias extraordinarias, otros igualarán el promedio arribando entonces a una tasa de ganancia media y, otros obtendrán una productividad menor (lo cual debería redundar en una tasa de ganancia menor a la media y, por ende, una emigración hacia otro sector económico o la quiebra). El carácter social del valor, en lo que a su magnitud se refiere, está ligado entonces a la noción de “promedio social”. Evidentemente, siempre se trata de una definición a posteriori dado que un promedio es una medida que requiere de un conjunto existente para poder realizarse. El enlace entre el promedio social y la magnitud del valor tiene entonces un carácter “ciego”, se trata de una cualidad social pobre e inconsciente que exaspera el carácter abstracto/mágico del valor. En este sentido, en una sociedad futura donde el capital haya quedado abolido, la cualidad social del valor puede llegar a caracterizarse por una determinación social del valor planificada, donde sea la sociedad la que determine conscientemente cuál debe ser el tiempo de trabajo socialmente necesario que debe albergar cada bien con un valor de uso social. Y esto puede terminar socavando el carácter abstracto del valor en la medida en que la determinación consciente respecto al quantum de trabajo también lo es respecto al tipo de trabajo específico. Si la sociedad en cuestión se plantease, por ejemplo, la necesidad de poner una mayor cantidad de trabajo en la producción de satélites, eso también implicaría la tendencia a la desaparición de la abstracción que iguala distintos tipos de trabajo. Sería un movimiento de retorno del valor al mundo de lo concreto. Llegados a este punto, el ejercicio de violencia sobre el concepto de valor sugiere no avanzar más allá.

El Futuro del Tiempo

A partir de esto, podemos reflexionar sobre las modificaciones posibles del concepto de tiempo que esta hipotética sociedad futura permitiría. Efectivamente, lo que hace posible la comparación entre dos mercancías es que ambas son trabajo incorporado que puede ser medido a través de la regla del tiempo. Es decir, lo que tienen ambos trabajos en común —además de ser trabajos— es que transcurren en un tiempo. El tiempo pone en relación e iguala lo desconocido, la capacidad de relacionar ambas mercancías requiere de cierta abstracción que se ejerce no solamente sobre ellas sino sobre el tiempo mismo. El tiempo como medida es una abstracción del tiempo concreto, se trata de un tiempo abstracto. La historia del capitalismo es en cierto punto la historia del desarrollo de las abstracciones reales, el desarrollo de la división social del trabajo fue también la estandarización de las formas de producción y de consumo. De alguna manera el proceso productivo se parece cada vez más a un laboratorio donde se construye un espacio “neutro” que despoja de sus particularidades tanto al tiempo como al espacio, la personificación del capital en el capitalista termina por expresar una razón instrumental interesada en aislar el elemento azaroso y controlar crecientemente el proceso productivo. Las cadenas globales de valor son, de hecho, una expresión de esto mismo. Por tanto, el elemento artificioso que tiene la igualación de trabajos cualitativamente distintos en base al tiempo de trabajo se va volviendo cada vez más real. Así, podríamos decir que la “falsedad” de medir el trabajo en función del tiempo lo era mucho más a mediados del siglo XIX que a principios del siglo XXI. La pregunta es qué pasaría en el caso de que pudiéramos emancipar al tiempo del imperativo de la valorización del capital. Claramente el tiempo nos transcurriría de otra forma y en cierto sentido terminaría por ser arrastrado por las determinaciones de la actividad que estuviésemos realizando, produciéndose un hiato cada vez mayor entre el tiempo concreto y su posible expresividad en una medida o quantum determinado.

Se puede ir un poco más allá si relacionamos esta noción de tiempo como medida con el conocimiento científico tal como lo conocemos. El imperativo de la ciencia es, por excelencia, la medición. Se trata de arbitrar los medios necesarios para lograr mediciones lo más “neutras” posibles, la comparación recién establecida entre el capitalista y el científico no es casual. Ambos —uno frente al proceso productivo y el otro respecto al proceso de producción de conocimiento— se encuentran en posiciones similares, conciben el proceso que desencadenan como un medio para un fin y tienen la necesidad imperiosa de controlarlo. De la misma manera que al capitalista le interesa el aspecto del obrero que concierne a su fuerza de trabajo, al científico le interesa aquel aspecto de, por ejemplo, una rata, que está implicado directamente en el experimento. La abstracción es entonces también un ejercicio de violencia, de desreconocimiento o de cosificación. Recuperando a Sohn-Rethel, hay un enlace entre ciencia y capital y, de hecho, no es casual que la ciencia “hegemónica” sea la matemática, disciplina que transcurre en un tiempo y espacio abstracto. Se trata de un aspecto fundamental si tenemos en cuenta el dominio que la tecnología ejerce sobre nuestras vidas. La “máquina” no es utilizada solamente en beneficio del capital, sino que es concebida y creada a su imagen y semejanza. En este sentido, en la medida en que se enlace la ciencia y el capital, el problema de la tecnología va a rebasar ampliamente aquel entendimiento que pudiese pensarla como un instrumento que, dependiendo de quién la utilice, arroja resultados distintos. Esto quiere decir que la ciencia es también una forma específica de expresión de la relación social capitalista. Pensemos esta cuestión relacionándola con el desastre medioambiental que el capital está haciendo a nuestro planeta. No solo es clara la responsabilidad de la ciencia en todo esto sino dudosas las posibles soluciones que pueda ofrecernos. Por ejemplo, cuando se explica las posibilidades científicas y tecnológicas para captar CO2 de la atmósfera, se retruca que se trata de una propuesta patrocinada por algún mega magnate o corporación trasnacional. Y es cierto: no sería muy lógico que le pidamos al lobo que cuide a las ovejas. No obstante, se trata de una crítica que se queda corta dado que el asunto va mucho más allá de la funcionalidad A o B que le podamos dar a la tecnología, más allá del hipotético “sujeto” que, como es muy común en las pelis de ciencia ficción, usa la tecnología para un fin maligno. La tecnología y la ciencia llevan en sí mismas la marca del pecado original. Por ello, respecto a este futuro, más que concebirlo intento allanar el camino para lograr pisar un suelo lo suficientemente rico que pueda servirle de una buena base. La clave es la inconmensurabilidad, no es lo que sabemos sino todo lo que no sabemos. Lo máximo que podemos hacer es intentar pensar acerca de los fundamentos que hacen que sepamos lo que sabemos. Por ello la ciencia es un pobre recurso frente a los dilemas que hoy enfrenta la raza humana. No es casual entonces que las distopías que se nos suelen ofrecer exasperen el elemento científico-tecnológico humano como si se tratase de la única opción.

Ilustraciones: Emiliano Trevissoi https://www.instagram.com/emiliano_trevissoi/

El Futuro en el Presente

Algo de este presente puede llegar a servir como un mero indicio de las potencialidades que el futuro nos podría deparar. El muy interesante documental Particle Fever describe el trayecto de seis científicos involucrados de lleno en el lanzamiento del Gran Colisionador de Hadrones (GCH), conocido popularmente como “La Máquina de Dios”. En palabras de Adrián Paenza:

“La idea del documental es tratar de resumir en forma sencilla lo que para nosotros es virtualmente imposible de desentrañar (una vez más, ‘hasta hoy’): tratar de recrear las condiciones que existían inmediatamente después del Big Bang e intentar encontrar al famoso bosón de Higgs.”

“El bosón de Higgs es una de las partículas elementales. Una partícula se llama elemental si no está compuesta por ninguna otra. Entre ellas están los fermiones, quarks, leptones, antiquarks, antileptones, bosones… Dicho de una manera pedestre, si uno intentara romperlas no encontraría nada en su composición. En alguna época se suponía que las partículas más pequeñas eran los átomos (que viene del griego: ‘imposible de cortar’), pero con el tiempo aparecieron otras aún más chicas. Se habían encontrado nueve (partículas elementales) pero la teoría indicaba que ‘faltaba una’: el bosón de Higgs, que se descubrió en el CERN, el laboratorio del que estamos hablando.”

“Los físicos teóricos predecían su existencia, pero hasta ese momento particular, no había confirmación empírica. La teoría afirmaba que existía. Las herramientas con las que contaba el hombre no eran suficientes para corroborarlo, para ‘verlo’. Más de diez mil científicos (y le pido que lea de nuevo el número: 10.000) de más de cien (otra vez, lea de nuevo: 100) países, unieron sus intelectos, conocimientos, creatividad y empuje en pos de encontrar el bendito Bosón de Higgs, y de esa forma explicar el origen de toda la materia.”

(https://www.pagina12.com.ar/350213-la-fiebre-por-las-particulas)

El documental nos muestra una conferencia donde algunos de los científicos involucrados comentan y explica en qué consiste el experimento y cuáles son sus implicancias. Nuevamente, en palabras de Paenza:

“Pero el punto al que hacía referencia es el momento del documental en donde se ve a David Kaplan (físico teórico) explicándole al público que desbordaba la sala en la que se producía la charla, las razones por las cuales habían construido lo que la doctora en física experimental Mónica Dunford llamó ‘un reloj suizo de cinco pisos’. En un momento determinado del discurso de Kaplan, un economista exige (sí, ‘exige’) saber qué puede ganar la gente con el experimento multimillonario: “¿Cuál es el rendimiento económico? ¿Cómo justifica usted todo esto?”

Pareciera increparlo a Kaplan como si le estuviera pidiendo que le ‘rinda cuentas’. Kaplan, con parsimonia lo descoloca con la respuesta: ¡¡¡“No tengo idea”!!! Pero no se queda allí: “Los grandes avances de la ciencia básica ocurren a un nivel en el que no se pregunta ‘¿cuál es la ganancia económica?’, sino que uno se pregunta ‘¿qué es lo que no sabemos y dónde debemos progresar?”

Lo interesante de la respuesta es lo disruptiva y descolocante que es. Este ejemplo sirve para preguntarse a qué nivel de conocimiento podría arribar la humanidad en la medida en que se liberase del yugo del capital, en la medida en que el conocimiento se justificase por el conocimiento mismo. Incluso el “no tengo idea” de Kaplan es central ya que reintroduce el elemento azaroso en el terreno de la ciencia y, de yapa, se hace cargo de la finitud de un científico individual (e incluso un conjunto importante de científicos) en la enorme masa de conocimiento colectivo —que cuando es apropiada privadamente necesariamente termina desvirtuada y empobrecida—.

Esto nos da pie para introducirnos en un nuevo punto de análisis: qué sucedería en este mundo con la actividad humana. Habiéndose desterrado el trabajo asalariado (y con el, la apropiación privada del plusvalor), uno de los puntos centrales del proceso tecnológico encarado debería versar sobre la necesidad de liberar al hombre del trabajo mecánico, quitarle el peso de tener que ser un engranaje de la máquina. Ciertamente, no es algo difícil de concebir para nuestro presente puesto que se trata de un proceso ya en marcha. La centralización y concentración del capital tiene como reverso la creciente socialización e interconexión del trabajo y el conocimiento colectivo. Esto permite niveles de productividad mayores y, por ende, la posibilidad de una cada vez menor cantidad de horas de trabajo. El creciente proceso de automatización y robotización del proceso productivo liberaría el tiempo de los humanos. La necesidad social ya no estaría determinada por la necesidad de valorización del capital aplicando un golpe de gracia a la sociedad de consumo que también recibiría un mazazo mediante la desvinculación entre el trabajo y la satisfacción de necesidades (desaparición del trabajo asalariado). De esta manera el tiempo libre no sólo se multiplicaría, sino que adquiriría una fisonomía completamente nueva volviéndose a vincular con el concepto de trabajo tal como lo pensaba Hegel en la dialéctica del amo y el esclavo. Lo veamos o no, sea a través de un proceso consciente o de imposición, la cultura está hecha de trabajo, es la expresión simbólica que se erige desde y en esa materialidad que el trabajo crea. De esta manera, la separación entre trabajo y ocio se volvería mucho más efímera. Pensemos en el “trabajo” realizado por el inconsciente: procesa toda la información o vivencias del día de una forma que escapa completamente nuestra voluntad. Pero, al mismo tiempo, dicha “tarea” resulta fundamental en nuestras vidas. Es decir, no sabemos ni cómo ni para qué, pero el “trabajo” que el inconsciente realiza mientras dormimos es clave. De hecho, no es una cuestión compleja de interpretar. Lo que estoy escribiendo en este momento es producto de múltiples y diversas determinaciones de las cuales manejo una ínfima parte de manera similar a lo que una linterna puede iluminar en una noche cerrada y sin luna. El control no es solamente enajenante y cosificador tanto para aquel que lo siente como para aquel que lo ejerce. Es, sobre todo, una ilusión. Si fuésemos conscientes del poder que el azar tiene sobre nuestras diversas actividades y producciones, seguramente le daríamos un papel central dentro de nuestros “procesos productivos”. De esta manera, la separación entre el trabajo y el arte también perdería cada vez más sentido dado que detrás del arte está el juego y no hay cosa más aburrida que el control.

Una parte del tiempo humano debería ser dedicada a la organización y planificación social, al debate acerca del para qué, el cuándo y el cómo. También la separación entre el proceso formativo y el proceso productivo desaparecería dado que la humanidad se haría cargo de que el hacer y el conocer, la práctica y la conciencia son parte de un mismo asunto, que la teoría (sea cual fuere) es una práctica cristalizada, que hay una relación dialéctica entre ambas. En este sentido, no sólo podemos hacernos una idea de las potencialidades de este futuro sino también de algunos de los problemas que podría acarrear. La anulación de cualquier forma de explotación no implica la desaparición del conflicto. Imaginemos, por ejemplo, rivalidades, luchas de egos o disputas que se caracterizan por la diferenciación entre la disputa “formal” (visiones o propuestas contradictorias) y la disputa concreta (disputas en torno a la acumulación de poder). Se hace difícil de pensar —capital “en todo estas vos”— pero se puede presuponer. Por eso mismo, nuevamente y tomando/reelaborando muchas de las “técnicas” que utilizan grandes holdings empresarios, el juego podría representar una mejora en el tipo y la forma de las relaciones sociales de un conjunto social con un proyecto en común.

Llegados a este punto, se puede observar que muchas de las cuestiones necesarias para pensar la posibilidad de este futuro ya existen en potencia dentro del capitalismo. Aunque otras no. Dentro del marxismo, el paso del capitalismo al comunismo se solía pensar bajo el esquema de cambios cuantitativos que terminaban derivando en saltos cualitativos. Por ejemplo, al desaparecer la relación capital, es muy probable que la productividad social lograda en nuestro presente sea capaz de generar un excedente capaz no sólo de satisfacer las necesidades de la población mundial sino permitir la baja radical en la cantidad de horas de trabajo necesarias. Pero también es cierto que dicha productividad se ha desarrollado en base a un esquema extractivista y depredador del planeta que termina por poner en peligro no sólo al capitalismo sino a la humanidad. Incluso, la misma concepción de productividad tiene un sesgo: mide la relación entre un bien y su trabajo incorporado pero deja afuera de la ecuación la durabilidad de la misma ¿es mejor la calidad de… una heladera hoy que a mediados del siglo XX? Aún considerando que sí, suponiendo que la calidad de los productos ha evolucionado, es claro que estamos obviando la durabilidad como una cualidad implícita dentro de la noción de calidad. La historia del capitalismo es en gran parte la historia del desarrollo de mercancías de corta vida. La “sociedad de consumo” no se logró solamente en base a la estandarización de la producción y del consumo, tampoco solo gracias a la publicidad: fue necesario el desarrollo de lo que se podría llamar “obsolescencia programada mercantil”. Se trata de un elemento letal para aquellos proyectos que pretenden hoy reeditar la edad de oro del capitalismo en la medida en que el pleno empleo característico de esos años no podría haber sido logrado sin la obsolescencia programada (limitar la vida útil de las mercancías ampliando la frontera de crecimiento de los mercados). Esa fase del capitalismo no hubiese existido de no haber exasperado la naturaleza extractiva del capital. La armonía de clases típica del proyecto keynesiano tenía un convidado de piedra: la naturaleza.

Entonces, el esquema de cambios cuantitativos que terminan por generar saltos cualitativos es un aspecto parcial del problema. Es menester desarrollar una subjetividad colectiva cimentada sobre la creencia, la imaginación, la voluntad, la fraternidad, la acción, la fuerza y la conciencia. La imaginación puede ser una forma de análisis crítico, un análisis crítico puede terminar siendo un ejercicio de imaginación. Primero hay que creer(nos).