Hace unas semanas me puse a mirar Dune en Netflix, película de David Lynch del año 1984. No la conocía pero al enterarme de su existencia, la agregué “a mi lista”—dicho sea de paso, el concepto de “mi lista” es algo así como cuando ibas a alquilar una peli, mirabas los VHS, hacías una selección y después elegías una. Mi problema es que yo hacía una preselección, después una selección y después una selección final sobre la selección. Por eso “mi lista” de Netflix es un juntadero de pelis que, pasado cierto límite temporal, podría llegar a elegir pero que nunca elegiré—. Dune es una película “desequilibrada” y no por la locura a la cual el director nos tiene acostumbrades. Está completamente desbalanceada, como si se hubiesen quedando sin cinta de rodaje, la última hora es más una narración comprimida de lo que va sucediendo que lo que efectivamente está sucediendo. Casi que podríamos decir una peli “extrañamente mala”, no porque no esperemos que sea mala, sino porque es mala pero de una forma extraña.

La cuestión es que hay un mundo (Arrakis) de donde extraen una especia, “una potente droga que, además, es necesaria para los vuelos espaciales” (Wikipedia). Existen rumores de que este mundo que es un gran desierto de arena, tiene pobladores indígenas. Pero son rumores, nadie sabe si es realmente cierto ni cuántos serían. No importa cómo se desenvuelve la peli, fijemos nuestra atención en dicha incertidumbre y, sobre todo, en la evidente naturaleza paradójica de la cuestión: en un desierto de arena —típica figura de la nada—, se extrae una “especia” y se rumorea acerca de la existencia de pobladores. Aunque podríamos quedarnos con la idea de la potencia de la nada, en este caso mejor llevar el asunto para el lado de “la campaña del desierto”: es decir, negar la existencia como argumento para la expoliación.

De la mano del realismo capitalista que pegó en el año ‘76, traumó en el ‘89, se volvió atmósfera en los ‘90, chocó en el 2001, se agazapó pero se incrustó aún más en la cultura durante los 2000 y, finalmente volvió otra vez solo que ahora de manera casi instantáneamente catastrófica: de la mano de todo este proceso lo público es cada vez más nada.

El que te quiere vender unas medias a la entrada del subte, el que hace malabares cuando el semáforo se pone rojo, el canillita que está esperando el día en que le avisen que no tiene más laburo, el comerciante de un puesto de ropa en un barrio de la periferia que tuvo que cerrar con la pandemia, el kiosquero que ya no podía pagar el alquiler…

El que es y el que está yendo hacia la nada.

Lo público fue primero lo ineficiente, lo antiguo, lo choto, lo burocrático, lo que estaba condenado a dejar de ser porque privado debía ser. Nótese dos evidencias: como lo público funciona mal tiene que dejar de existir como tal ¿Cuál es la distancia entre privatizar una empresa pública y hacer desaparecer lo público? Porque el argumento que lleva a la privatización es que lo público funciona mal. Y qué es lo público sino el espacio en que una sociedad decide y acciona sobre sí misma. Que funcione mal y no haya posible solución equivale a decir que la sociedad como tal (algo más que la suma de sus individuos) no tiene la capacidad como colectivo de poder autogobernarse. No es casual que luego este discurso de lo público haya virado hacia la crítica a la “política” y  a la denuncia a la corrupción. Probablemente ahí, si es que no se inventó, se haya popularizado la frase de que “lo público no es de nadie”, tirá tranquilo esa latita en la vereda…

Entre los 15 y los 18 podía tomarme una birra con amigos en el parque tranquilamente… hasta que los enrejaron ¿o los enrejaron porque de noche eran peligrosos? ¿o porque los peligrosos éramos nosotres? El orden de los factores no altera el producto.   

El año pasado, más o menos a esta altura del año, se me ocurrió ir a buscar comida en vez de pedirla. Era de noche, un día de semana. Me sorprendió ver el ejército de pibxs en bici de rappi, glovo o alguna de esas, esperando su pedido afuera del bar. La noche había cambiado con la pandemia ¿o a través de los ojos pandémicos había podido ver cómo la noche había cambiado?

Instagram, Facebook, Rappi, Glovo, Amazon, Google… es probable que aún no lleguemos a dimensionar la envergadura del cambio que estas plataformas introducen en nuestras relaciones (ergo, en nuestras subjetividades y nuestra psiquis).

¿Cuál es la diferencia entre “Telenoche investiga” en los años ‘90 y cenar mirando videos de YouTube?

Era información parcial/tendenciosa/manipuladora: rotundo SI. Pero no era ni mía ni tuya: era nuestra. La paradoja del discurso hegemónico es que, por más terrible que sea, siempre de una u otra forma tiene que incluirnos a todes. Igual que lo público. Da la sensación de que, en cierto sentido, el capitalismo encontró una aparente fórmula para prescindir de reglas, pautas y esquemas de valoración que incluyan al conjunto social. Al mismo tiempo, la preminencia de la infraestructura espacial/material como condición para la acumulación del capital, aunque no ha desaparecido, si ha menguado en su importancia. Y esto debe impactar de por sí sobre el ámbito específico de la hegemonía que, a su vez, está ligado de manera inherente a un determinado territorio: el Estado. Pero lo público —que es mucho más que el Estado—, es el espacio acotado que se le ha designado a lo común en nuestras sociedades. Lo público solo puede ser si es una disposición mental.

Para los asalariados formales, pequeños empresarios, comerciantes, profesionales, etc… al espacio público—“no queda otra”— hay que transitarlo para poder trabajar, casi como si fuese un segundo trabajo. Para el resto —la mayoría— es el lugar donde encuentran posibilidades cada vez más escasas para ganarse la vida.

Por otra parte, la naturaleza extractiva del capital continúa. Con cada aumento de la productividad del trabajo, se reduce más y más el valor-trabajo que incluye cada mercancía, y la solución sólo puede ser escalar en los mercados concentrando y centralizando el capital de manera tal de que lo que se pierde de valor en cada mercancía individual se gane al sumar el valor total distribuido en el conjunto total de mercancías. Y entonces aparece el problema de la realización, de la sobreproducción, porque a medida que aumenta la productividad tiende a aumentar el desempleo y surge el problema de a quién se le vende lo que se produce. Y entonces aparece la segmentación del consumo, la utilización de nuestros datos para ofrecernos justo eso que queríamos. Esquema que se expande dentro y fuera del mundo de las mercancías ya que cada vez hay menos afuera y más adentro. Pero cuando nuestra subjetividad esté completamente colonizada, cuando eso que somos sea una perfecta obra de ingeniería del capital, cuando haya logrado penetrar y robar nuestros sueños y pesadillas, nuestras sonrisas, nuestros gestos, nuestros chistes. Cuando ese momento llegue, si somos capaces de observar a ese caniche-capital persiguiéndose la cola, querrá decir que la colonización y expoliación total aún no estaba completa. Y es probable que siempre, de una u otra forma, haya un afuera del que aferrarse para resistir. La nada siempre debe estar determinada. Paradójicamente, en eso se juega también la condición de posibilidad del capital.