Hace ya unos cuantos años, Mark Fisher explicaba la lógica del realismo capitalista como la falta de alternativa, el “no hay opción”, “es esto o el caos”, el típico entramado ideológico que vino a legitimar los años neoliberales que emergieron sobre todo desde fines de los ‘70 a principios de los 2000. En este sentido, son varias la razones que merecen ser tenidas en cuenta a la hora de diferenciar la actual ofensiva “de derecha” respecto a la de aquellos años. Una de ellas se centra en la forma en que se estructura la antítesis realismo- fantasía. Mientras en aquellos años, la lógica del capital adquiría la forma ideológica del realismo, hoy parece haber logrado desdoblarse en la medida en que, sin abandonar el realismo, también se hizo carne en lo “impracticable”, “lo imposible” o “prácticamente irrealizable” ¿de qué manera interpretar este fenómeno?
Una primera cuestión es la falta de alternativas de imaginarios utópicos de izquierda, la lenta digestión que el sistema practica desde hace años respecto a aquellos actores políticos e intelectuales orgánicos identificados con el ala izquierda, un espacio que quedó vacante y ahora aprovecha la derecha. Escribo derecha y no ultraderecha porque esa diferenciación sería un resultado mediado del propio proceso de domesticación de la izquierda. Típicamente, se podría sintetizar como el pasaje del horizonte revolucionario de los ‘70 al discurso de derechos, siendo los derechos humanos su máximo representante. Por mucho que le pese a la mayor parte de los intelectuales orgánicos de izquierda, finalmente este tránsito de una cosmovisión a la otra está dejando sus secuelas. Debería llamarnos la atención el señalamiento por parte de los sectores progresistas respecto a la ruptura del “pacto democrático” cuando emergen los discursos negacionistas de la última dictadura cívico-militar, o cuando directamente se reivindica al autodenominado proceso de reorganización nacional como un momento histórico necesario ¿cuál es el ámbito en donde “funcionó” dicho pacto democrático? si repasamos la historia desde el ‘83 para acá ¿cuáles serían los fundamentos materiales o fácticos que llenarían de sentido dicho pacto? Al hacerse esa pregunta es inevitable caer en la cuenta de la infinita serie de fenómenos que vulneran y vulneraron no solamente los derechos humanos en su versión más universal, sino aquellos mucho más relacionados con la vida material de las personas que, en última instancia, son el fundamento de los otros. No son solamente las condiciones de vida a la que son sometidos los presos de una cárcel media o la falta de garantías legales sino también la falta de sustento de aquella frase de que “con la democracia se come, se cura y se educa”. La defensa del “pacto democrático” es cada vez más la defensa de una cascara vacía, una cajita feliz de Mc Donalds que un cartonero se esfuerza en sacar de adentro de un contenedor de basura. Por eso, primero es necesario caer en la cuenta de que nos estamos moviendo en el plano de los imaginarios o de las ideologías para así tener una mejor noción del fenómeno al que nos enfrentamos. Esto mismo nos habla un poco del cariz de la izquierda fagocitada por la esfera política del capital, una izquierda del “deber ser”, del respeto a las minorías y a la legalidad. Ese proceso de fagocitación se entiende en la medida en que se repara en que el deber ser siempre es un aspecto del ser, se supone a sí mismo como crítica de lo real cuando, en verdad, no es más que una expresión dada vuelta de ese mismo real. Un ejemplo típico de esto es la crítica que Marx hace del planteo de Proudhon en “La Miseria de la filosofía”. Mientras Proudhon propone un mercado de pequeños productores regidos por el trueque, Marx le señala que la propia dinámica de esa utopía llevada a la práctica desembocaría en la realidad social que el propio Proudhon se propone transformar. La estructura de esta crítica es de gran utilidad para pensar las dificultades del “progresismo” en responder a los planteos de Milei. Veamos el ejemplo siguiente:
Por más “irrealista” que se nos antoje, Milei desarrolla una argumentación que, en sus propios términos, parece ser válida. Supone la existencia de un rio contaminado producto de la actividad productiva de una empresa. Entiende que el problema está en que el agua no es —todavía— un recurso escaso entendiendo que para que un bien se transforme en mercancía no alcanza con su utilidad, sino que también es necesario que el mismo sea susceptible de ser apropiado privadamente. Entonces, de la mano de la escasez, el agua se transforma en una mercancía que, como tal, tiene su dueño el cual se va a preocupar por generar un redito mediante su venta, redito que va a depender en gran parte de los costos de producción. Entonces, cuanto menos se contamine el agua, más barato va a ser producirla y, por ende, mayor la ganancia del capitalista de ocasión. Como es natural, este discurso lanzado a la esfera pública recibió una catarata de respuestas. Primero, la mera indignación que vendría a ser una suerte de charla de ascensor de un edificio inesperadamente lleno de residentes “progres”. Luego, la respuesta por el lado de la necesidad de cuidar la naturaleza o la moralina de que no todo puede ser vendido o comprado, comparten como premisa la no contraargumentación. Es decir, anteponen un discurso que no subvierte ni contradice la argumentación del enunciado de Milei. Se trata de una respuesta que sería valedera en el caso de que no hubiera ríos contaminados o fauna y flora arrasada, tal como si Milei fuera un profeta del mercado en un mundo de comunidades que viven en comunión y respeto entre ellos y con la naturaleza. O, para no irnos tan lejos, un mundo donde los Estados se encargaran eficientemente de hacer cumplir la ley y evitar la contaminación. El problema de esta respuesta es justamente ese, el respeto a la naturaleza, el agua como bien necesario para una vida digna en concordancia con la consagración de los derechos humanos, es algo que se viola cotidiana e históricamente. Es un absurdo pensar que el Estado, en su unidad lógica e históricamente insoslayable con el mercado, podría ir contra una de las “externalidades” típicas de la lógica del capital. En el mejor de los casos, la puede amortiguar y sólo durante un tiempo. Es en este aspecto en que se revela la unión entre el enunciado de Milei y el discurso progre: la contraargumentación deviene necesariamente en crítica al primer enunciado así como a su supuesto discurso contrincante. Es decir, el contrargumento debería recaer no en las supuestas bondades de la fábula del Estado protector de la naturaleza, sino en el absurdo de pensar que un problema como la contaminación de un rio puede ser resuelto mediante la profundización de la lógica por la cual ese rio fue contaminado en primer lugar ¿por qué la profundización de la mercantilización de la vida resolvería los problemas de los que dicho proceso de mercantilización es responsable? La incapacidad del progresismo para la contraargumentación no es más que un síntoma de su compromiso material y mental con el sistema económico responsable de la destrucción del planeta. La absorción de la izquierda dentro del realismo capitalista es parte del mismo problema, es la asunción de que la realidad es una sola y que la misma supone una sola dirección hacia el porvenir que, en todo caso, se puede suavizar un poquito. Por ejemplo, ponemos todos nuestros esfuerzos en exportar nuestros recursos naturales para pagarle al fondo (haciendo crecer el proceso de mercantilización de la vida social) mientras tranquilizamos nuestra conciencia votando leyes a favor del aborto o reglamentando el tele trabajo, haciéndonos un poco los sonsos respecto a sus incumplimiento totales o parciales. Pero, además dicha asunción esconde detrás un problema de carácter conceptual en cuanto asume que el realismo es lo real y no, simplemente, un género más como la literatura fantástica o de ciencia ficción. Se trata de un punto central que es justamente el que le da su real dimensión al planteo de Fisher: la disputa es primero por la realidad presente y recién después por el futuro y el pasado. Una izquierda “realista” es una versión culposa de la derecha, una impotencia hecha carne a la vez que la consagración de la hipocresía. Seguramente sea dicha hipocresía uno de los puntos centrales de la bronca anidada en los sectores populares que hace que crezcan las opciones “rupturistas” como la de Milei.
Además, esa adopción por el realismo representa un anacronismo total con el momento histórico que estamos viviendo. En palabras de García Linera
“Pero resulta que ahora, con múltiples crisis coetáneas, el horizonte predictivo del mundo se ha derrumbado. Ni las élites dominantes planetariamente, ni las clases sociales subalternas, ni los conglomerados empresariales, ni los filósofos, ni los gobiernos pueden imaginar convincentemente lo que les depara a las sociedades en el mediano y largo plazo.
Es como si el sentido de la historia hubiese colapsado ante la inmediatez de un mundo sin dirección compartida del porvenir. El «espíritu de la época» se ha desvanecido ante una aleatoriedad del presente atrapado por el miedo de unos, el vacío de otros y la angurria desbocada e inmediatista de pocos.” (https://jacobinlat.com/2021/01/05/tiempo-historico-liminal/)
La desaparición de las certezas que atravesamos explica en gran parte el porqué de la proliferación de propuestas o discursos disruptivos e “irreales”. Visto desde este ángulo, se trata de un proceso bastante lógico.
Independientemente de esto, es innegable que el desdoblamiento de la lógica del capital en la forma de lo realista e “irrealista”, merece nuestra atención porque, más allá de su evidente artificio ideológico, supone una conexión con este tiempo liminal, una propuesta distópica-utópica hacia el futuro, un ensayo de nuevas formas de dominación social seguramente ancladas en el proceso creciente de colonización del consciente e inconsciente colectivo asociado mayormente a la proliferación de las nuevas tecnologías y el efecto innegable a la vez que imposible de mensurar de las mismas sobre nuestras subjetividades.