“Y aquella noche salía en busca de comida para su hembra y sus cachorros, no como el obrero de hoy que va a la
fábrica, sino al estilo antiguo, primitivo, arrogante y animal de las bestias de presa.”
Jack London, Un trozo de carne
“Quizá llegue el día en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar con un amigo, sin permiso
de autoridad competente. Así era, poco más o menos, en los felices tiempos de nuestros abuelos, que por desgracia vino a
turbar la revolución de mayo.”
Esteban Echeverría, El matadero
A pesar de que ya se estaban por cumplir los dos años desde que Tomi Rey había empezado con ese trabajo, no dejaba de resultarle incómodo. Después de todo, la sangre seguía siendo sangre. Y por más esfuerzo que ponía en lavarse y refregarse no faltaba el día en que se le escapaba una parte, un recoveco. La unión entre las uñas y las cutículas, la parte posterior de las muñecas, los codos y hasta detrás de las orejas eran los lugares de su cuerpo más habituales en los que se escondían las manchas de sangre. A él ya no le molestaba, pero, en el colectivo o en el almacén siempre se cruzaba con alguien que lo notaba. Casi sin mirarla podía advertir la incomodidad de la otra persona. A veces la perturbación que generaba en el otro era tan evidente que sentía la necesidad de mentir y decir que había estado pintando, o que se había lastimado y que esa sangre era suya. Sin embargo, esto tampoco era garantía de disipar la incomodidad. Incluso a veces podía empeorarla.
Su cuerpo macizo y robusto siempre había resultado intimidante. Especialmente por su altura, ya que es muy difícil intimidar mirando desde abajo. Hay algo cósmico que hace que uno se sienta disminuido cuando es observado desde arriba. Aunque una observación pueda resultar muy dañina desde algún otro punto del espacio, cuando esa observación es de arriba hacia abajo todo se intensifica. Por más músculos que uno ostente es muy difícil intimidar desde abajo. En cambio, si es desde arriba, por más que solo sean unos diez o quince centímetros, la sensación de superioridad es decididamente mayor. Y esta sensación era algo que Tomi Rey, a pesar de sólo tener 19 años de edad, ya estaba acostumbrado a provocar en la gente. Más aún cuando estaba trabajando.
Cada media res pesa unos ciento cincuenta kilos aproximadamente, y él cargaba unas treinta o cuarenta por la mañana para después descargarlas a la tarde cuando se hacía el reparto. El compañero que iba con él en el camión se metía en la caja frigorífica y movía los ganchos de donde colgaban las reses mientras él esperaba en la calle a que se las deslice de a poco sobre sus hombros de manera equilibrada para que el peso se reparta ecuánime y así no correr el riesgo de que la mercadería se caiga al piso. Especialmente los días de lluvia en los que tenían que cubrir cada media res con una bolsa plástica que, si bien cumplía su función de impermeabilizar, volvía más dificultoso el traslado.
El cielo de Buenos Aires estaba cargado y la humedad de la atmósfera era tal que no parecía posible que ese pesado cielo abovedado resista mayor presión. Sin embargo, nada indicaba que se estuviese acercando ese tan ansiado día que rompa con una larga sequía de algo más de tres meses, ya que ese mismo cielo y esa misma humedad se habían convertido en una constante desde hacía ya tres semanas. En los últimos años las sequías se habían vuelto cada vez más recurrentes. Desde el año 2033 las cabezas de ganado bovino disminuían sin tregua en el país debido a los largos períodos de sequía y a las fuertes inundaciones que las procedían. De cincuenta millones de cabezas en 2034 se pasó a veintidós millones en 2036. Para el año que corría, 2037, las autoridades estaban reticentes a dar una cifra oficial, aunque en el frigorífico circulaba la información de que hasta octubre de ese año se llevaba faenada la magra cifra de doce millones de cabezas. Los animales morían de sed o ahogados, y el costo se disparaba tanto que la demanda era cada vez menor, lo que llevaba, con el tiempo y la persistencia, a una preocupante recesión de la oferta. Cada vez era menos redituable la producción de alimentos en general y de ganado en particular.
El frigorífico en el que trabajaba Tomi Rey no era una excepción. La entrada de camiones con animales a la zona de faenado del inmenso predio ubicado en la parte plana y ribereña del tradicional barrio de Barracas era cada vez menor. Y, como es de imaginar, esto repercutía directamente en la vida de Tomi ya que, desde hacía algo así como un año, ya no cobraba un salario fijo por su trabajo, sino que el frigorífico había comenzado a contratar por temporadas. A veces esas temporadas eran solo semanas y muchas veces hasta por días. Sobre el final de la jornada el capataz les informaba a los empleados de carga y descarga si sus servicios iban a ser requeridos al día siguiente. Esto hacía que exista mucha competencia entre los que trabajaban de lo mismo que Tomi, ya que no siempre había oferta para todos. En ocasiones, la competencia llegaba a ser tan extrema que se alcanzaban altos niveles de violencia física. Así fue con el caso de Jony, un joven que vivía en la misma manzana que Tomi, a quien le empezaron a asignar muchos turnos porque, al parecer, mostraba una gran destreza hasta que un día apareció con una golpiza y la cadera fracturada. Por toda esta situación de hostilidad, Lili, la madre de Tomi, no quería que su hijo trabaje allí. Pero no era esta la única razón.
Durante los últimos meses, una docena de cuerpos pálidos, golpeados y lacerados de jóvenes aparecían sin vida en algún descampado o predio fabril abandonado de los tantos que cobijaba esa zona del barrio. Pero lo más curioso es que todos tenían un detalle que los distinguía, una marca que tenía alarmados a los más supersticiosos. Dos pequeños orificios en la zona de la yugular que, junto con la palidez de los cuerpos, habían generado las condiciones para que se esparciera el rumor o la fábula de que por allí vagaba un vampiro. Claro que, al menos para la mayoría de la gente, ese vampiro no sería más que un loco suelto con delirios de conde. Otros, los más crédulos, aunque en menor proporción, creían que un ser semivivo capaz de transformarse y de camuflarse y adicto a la sangre andaba por las calles haciendo de las suyas. No era este el caso de Tomi, quien, como buen hijo de su época, no tenía un gramo de supersticioso y no lo asustaban esas cosas.
Por otro lado, Tomi sabía que tampoco tenía muchas más opciones. Con mucho sacrificio y no poco sufrimiento había llegado a cumplir con los años de escuela secundaria pero aún le quedaban algunas materias pendientes de aprobación y no avizoraba la posibilidad de aprobarlas en el mediano plazo. Su padre, antes de morir, le había enseñado las cuestiones básicas de su oficio de herrero, pero ese tipo de servicios eran cada vez menos requeridos. Y aunque así no fuera, la última vez que Lili estuvo sin trabajo por un período largo, se vio obligada a vender la fragua, la soldadora y otras tantas herramientas para poder comprar comida.
Además, desde que Tomi Rey había visto los ojos almendrados y el pelo largo, lacio y de una negrura intensa que enmarcaba el hermoso y sutil rostro amarronado y terso de Sole, no solo se había sentido cautivado y enamorado, sino que también se había puesto como único objetivo satisfacer sus deseos y proyectar una vida junto a esa joven que hacía más de cinco años era su novia. Y creía que ya era tiempo de demostrarlo, de hacerlo carne en algo concreto, dar el siguiente paso. Quería edificar una pequeña casa en el fondo del terreno en el cual vivía con su madre para que él y Sole se muden juntos.
Así que, para Tomi, dejar de trabajar en el frigorífico no era una posibilidad. A fin de cuentas, no estaba tan mal. Peor sería trabajar en la parte de insensibilización y sangría del animal, o en el proceso de evisceración ya que todas estas cosas le producían demasiado asco. A pesar de la hostil competitividad en el trabajo y de los dolores que, de vez en cuando, acusaba su espalda, podría decir que hasta por momentos disfrutaba de cargar esas grandes cantidades de peso muerto sobre sus hombros. Sentía que si él tenía un distintivo ese era su cuerpo, su potencia física. Así como hay personas muy veloces o muy locuaces, él tenía un poderío físico que debía explotar. Además, el tiempo pasaba, y Tomi se veía cada vez más lejos de concretar la posibilidad de construir una casa para vivir con Sole y armar una familia juntos. Él se daría maña para construir, pero los grandes aumentos en los precios de las materias primas provocados por las largas temporadas de sequías se trasladaban directo a los costos de la construcción. Sólo en el primer semestre del año se había registrado un aumento promedio del 88% en los principales materiales de construcción como los ladrillos, la arena o el cemento.
Todas estas razones motivaron a Tomi a alzar su mano, de manera impulsiva, cuando el capataz anunció que para esa misma noche necesitarían personal que se quede a hacer un turno nocturno, y, a cambio, ofrecían una paga doble. Al parecer, un frigorífico de la competencia había presentado quiebra y estaba vendiendo a un costo irrisorio toda la mercadería que ya tenía faenada. La jornada consistiría, entonces, en descargar los camiones con la mercadería que, aprovechando la situación, el frigorífico en el que trabajaba Tomi había comprado.
A pesar del cansancio lógico después de una jornada de trabajo, Tomi se dispuso a pasar esa noche trabajando. Pero enseguida recordó al vampiro. No porque aquello le causara temor ni arrepentimiento, sino porque debía inventar algo para no preocupar a su familia. Le avisó entonces a su madre que aquella noche la pasaría con Sole mientras que, a esta última, le dijo que iría a lo de su madre.
La jornada nocturna fue mucho más densa de lo que esperaba. Además de él se habían quedado otros cinco trabajadores que, por sus mutismos, parecían estar en la misma situación de agotamiento. Pasaban las horas y los camiones seguían llegando mientras sus músculos se aflojaban poco a poco. Los enormes faroles de luz blanca que iluminaban desde las alturas la zona de carga y descarga de la mercadería le resultaban demasiado agresivos para sus ojos. En cada movimiento de inclinación de su torso para disponerse a recibir la media res sobre sus hombros la imagen reminiscente de los inmensos tubos de luz persistía en sus retinas como una estampa siniestra que le perturbaba la visión y que lo forzaba a cerrar los ojos en un esfuerzo vano por limpiarlos de aquella presencia fastidiosa. Cada media res que trasladaba desde la parte trasera de los camiones, atravesando la dársena de descarga hasta la zona de rieles en las cámaras frigoríficas en donde se colgaban para su almacenamiento, no solo mermaba su físico, sino que también hundía su conciencia en un nivel mayor de ensimismamiento del cual parecía imposible escapar por la repetitiva banda sonora de todo el proceso. Desde el sonido metálico que provocaba el desenganche de la media res del riel dentro del camión, hasta que, una vez ensartada nuevamente en el riel de la cámara frigorífica, el chillido reverberante del arrastre por ese riel concluía con el proceso para dar comienzo a la vuelta sobre sus pasos para comenzar de nuevo, mientras aprovechaba a acomodarse su faja. Y todo esto con el permanente sonido de fondo de su respiración que a cada momento resultaba más forzada.
Para las tres y media de la mañana la última media res estaba siendo colgada en la cámara frigorífica. Exhausto y con la espalda doblegada por el cansancio, Tomi se apuró a lavarse en las canillas que tenían en la dársena y que solían usarse para limpiar el barro de las botas. Solo se sacó la faja y reemplazó la remera que supo ser de un blanco sanitario y que ahora era de un rosa veteado. Aunque la típica brisa fresca de la madrugada se hacía notar, decidió no ponerse el buzo ya que sentía su cuerpo tan entumecido que prefirió sentir, al menos, el frío en su piel. Guardó el dinero que le entregó el capataz en su mochila y salió del frigorífico por la puerta principal. La calle estaba completamente vacía y en silencio, aunque a lo lejos algo llamó su atención. A unos trescientos metros hacia su izquierda, justo donde terminaba el enorme predio del frigorífico, alcanzó a ver una hilera de autos que bordeaba el predio hasta perderse por detrás. Además del lejano sonido de los motores se llegaba a oír un bullicio como si fuera una letanía. Tomi desestimó enseguida la curiosidad que esto le provocó y caminó las primeras dos cuadras pensando exclusivamente en cómo entrar a la casa sin despertar a su madre para no asustarla.
Como es de costumbre en estos casos, la plenitud de la noche trajo consigo una forma distinta de las cosas. La hiperbólica amplificación del sonido de un aleteo sobresaltó los nervios cansados de Tomi. Al menos por un instante, la incredulidad y hasta el escepticismo que lo caracterizaban parecieron abandonarlo de tal manera que llegó a figurarse en su mente la imagen de que aquel aleteo correspondía al ataque de ese vampiro del que todo el mundo hablaba. Pero esta especie de advenimiento de candidez no le duró mucho más que unos pocos segundos y enseguida recompuso su incredulidad de siempre para continuar su marcha mientras el sudor frío que la descarga adrenalínica del miedo había provocado ya comenzaba a secarse sobre su piel. Sin embargo, una cuadra más adelante volvió a detenerse en seco.
En los últimos meses se habían vuelto cada vez más comunes las bajas masivas de tensión. Apagones de zonas de varios kilómetros cuadrados de la ciudad que solo duraban unos segundos. Esto se debía al daño que las violentas inundaciones habían provocado a la infraestructura energética en casi todo el país y la subsiguiente ausencia de inversión en reparación y mantenimiento de las empresas que controlaban el suministro energético. Esto generaba todo tipo de inconvenientes en la vida de las personas desde la destrucción de electrodomésticos hasta la muerte -en algunos casos muy puntuales- de personas electrodependientes. Y, a pesar del malestar de la población, ninguna empresa ni autoridad pública se hacía responsable de resarcimientos de ningún tipo.
A pesar de que Tomi estaba al tanto de toda esta situación, era la primera vez que uno de estos apagones lo agarraba en medio de la calle. Y, aunque la luminaria nocturna era ya de por sí escasa, un apagón de kilómetros cuadrados era algo diferente. No movió un músculo durante los segundos que duró el corte, y, cuando volvió la luz, sus ojos encandilados registraron todo el lugar para comprobar que todo siga igual que antes. Una vez que se aseguró de que seguía estando solo, retomó nuevamente su marcha hasta llegar a la esquina. Al cruzar la oscura bocacalle, franqueada por enormes paredones interminables de vaya a saber qué fábrica o planta productiva abandonada -o cerca de estarlo-, una arremolinada ventisca lo envolvió con frescura y lo cubrió de polvo que no solo terminó de secar su transpiración, sino que también le hizo una especie de costra sobre su piel. Esto lo llevó a pensar en su falta de suerte. Porque ese comportamiento del viento no podía indicar otra cosa: la tan anhelada lluvia estaba al caer, justo esa noche. A pesar de su cansancio apretó el paso hasta llegar a la avenida en la cual se dispuso a esperar el colectivo 20, como hacía todos los días, aunque esta vez no tendría menos de una hora de espera por delante. Consciente de esto decidió sentarse sobre el cordón de la vereda y se dispuso a esperar.
Los minutos pasaban y la soledad nocturna de la avenida persistía inmutable. Lo único que generaba algún movimiento ante sus ojos eran las oleadas de ese típico viento que anticipa el diluvio, y que activaba una danza de hojas secas y basura que iban y venían por la avenida. Tomi sacó de su bolso un paquete de cigarrillos aplastado, de donde extrajo uno y lo encendió con más aburrimiento que placer, como si lo hiciera para evitar dormirse. Igual así, no le fue fácil dominar sus párpados que por momentos lograban vencer su voluntad y se cerraban. Pero esto solo duraba un instante hasta que Tomi volvía en sí sobresaltado. En esta perturbadora rutina estaba cuando una luz azul tan estridente que parecía sortear los filtros visuales de sus ojos para impactar de lleno y con toda violencia sobre su cerebro apareció rebotando por todas las paredes de las fachadas de los derruidos edificios que lo rodeaban, sin que Tomi pueda, por más que se esforzara, identificar la fuente de aquella luz. Sin embargo, aunque no lograra identificar de dónde provenía esa perturbadora luz, sí sabía de qué se trataba. Un patrullero de la policía apareció por la esquina y dobló en dirección hacia Tomi disminuyendo poco a poco la velocidad. Tomi se puso de pie mientras el vehículo pasaba a unos metros de él y los dos policías que viajaban dentro lo observaban. Él les sostuvo la mirada por un instante hasta que el vehículo pasó y se alejó, pero sólo para detenerse a unos pocos metros. Después de unos interminables segundos, el vehículo retrocedió hasta la posición en la que estaba Tomi y los policías bajaron.
-Buenas noches, joven- dijo el que se bajó del asiento del acompañante. Un hombre tan alto como Tomi, pálido, calvo y de facciones angulosas.
-Buenas noches -repitió Tomi, intentando ocultar su vulnerabilidad, aunque sin lograrlo.
-¿Qué anda haciendo por acá a estas horas? -preguntó con falsa amabilidad el otro policía, mientras terminaba de rodear el vehículo desde la puerta del asiento del conductor. En este caso, se trataba de un hombre de tez oscura casi tan ancho como alto, no tanto por su abdomen prominente como por su contextura física, fornido y retacón, a quien Tomi le sacaba casi una cabeza de altura.
– Salí recién del trabajo y estoy esperando el colectivo para volver a casa -respondió Tomi.
– Ah, ¿sí? -exclamó con cierto dejo de ironía el morocho.
– ¿En dónde trabajás? -inquirió el calvo mientras colgaba sus manos de su chaleco.
-En el frigorífico.
-¿Tan tarde?
-¿Qué pasa? ¿Las agarran dormidas a las vacas? -ironizó con jocosidad el morocho.
– Hubo necesidad de hacer un turno de urgencia para descargar una mercadería.
– ¿De urgencia? Qué tanta urgencia puede haber si cada vez hay menos vacas –dijo el calvo.
-A mí me suena a chamuyo –repuso el morocho con un repentino cambio de expresión que ya no mostraba jocosidad sino más bien resultaba amenazante. Tomi, sin saber qué decir, solo atinó a negar con la cabeza durante un momento de silencio, mientras el calvo lo miraba de arriba abajo hasta que dijo:
-Mostráme las manos
A Tomi le costó comprender lo que le decía por un instante, pero enseguida comprendió de qué se trataba.
-Son manchas de sangre esas, ¿no?
– Sí, de manipular la mercadería -contestó Tomi, esforzándose por aparentar seguridad.
Los dos policías se miraron entre sí en un gesto de complicidad para luego volver la mirada hacia Tomi.
-¿Sabe qué pienso, Reale? -le preguntó el calvo a su compañero.
-¿Qué piensa, Matamoros? -contestó el morocho en un tono burlón.
-Pienso que estamos frente al mismísimo vampiro que dicen que anda dando vuelta.
Por unos segundos se quedaron los tres en silencio, hasta que Matamoros largó una carcajada que retumbó en toda la avenida, seguida de la risa de su ladero mientras Tomi los miraba sin saber si reírse o responder a la acusación.
-No, no te asustés que te estoy jodiendo –dijo Matamoros con un gesto adusto contrario a lo que decía. -Vamos a hacer lo siguiente -continuó- Te vamos a llevar hasta el matadero para que confirmen que trabajás ahí.
Mientras terminaba de decir estas palabras, ambos policías se volvían hacia el auto. Matamoros se subía al asiento del acompañante y Reale abría la puerta trasera invitando a Tomi a subir.
-Pero, se deben haber ido todos ahora –dijo Tomi sin moverse un centímetro.
-Quedáte tranquilo que a alguien encontramos -replicó Matamoros, ya con la mirada hacia el frente. Tomi, confundido y con su cabeza girando a mil por hora, seguí sin moverse, hasta que Reale gritó:
-¡Dale, pendejo, subite!
Tomi pensó en correr, en salir corriendo en la dirección contraria en la que estaba posicionado el patrullero. Pero fue solo por un instante, ya que la regordeta mano de Reale lo tomó del antebrazo y lo disuadió.
Reale condujo el auto marcha atrás hasta llegar a la esquina y dobló por la misma calle que había traído a Tomi desde el frigorífico. Fueron en silencio durante esas cuadras hasta que desembocaron frente al gran portón de rejas de donde había salido Tomi hacía algo así como una hora. Pero no se detuvieron allí, sino que continuaron por esa calle bordeando el paredón que delimitaba el predio del frigorífico.
-Es ahí en el portón, eh. -dijo Tomi, con la ingenua esperanza de que solo se trate de un error de Reale.
-Cerrá el orto –contestó Matamoros encimando las palabras de Tomi, quien se contuvo para no volver a decir algo, ya que, de ahora en más, sabía que debía dedicar toda su atención a encontrar la forma de escaparse.
Doblaron por la primera calle que salía al terminar el extenso paredón, y fueron en dirección a la parte trasera del predio, por donde ingresan los camiones cargados con los animales vivos y donde comenzaba todo el proceso de faenado. A medida que se acercaban, una interminable hilera de autos –muchos de alta gama- estaban estacionados lindando la calle por la cual se acercaban a la zona de descarga de los camiones. El enorme portón de rejas escoltado por la pequeña garita administrativa que solía revisar los papeles de los camiones que ingresaban, esa noche estaba abierto de par en par. Por allí ingresó el patrullero y solo entonces Tomi pudo ver que dentro del predio había una gran cantidad de personas. A simple vista, se podrían calcular que eran unas doscientas personas las que se amontonaban de espaldas al portón de rejas. Desde el patrullero, Tomi alcanzaba a ver que aquellas personas parecían estar rodeando alguna clase de espectáculo que concentraba toda su atención. Y, apenas Reale le abrió la puerta para que baje, comprobó que aquel no era un encuentro silencioso. Más bien, el griterío era ensordecedor y se potenciaba junto con los bocinazos y los estridentes sonidos de los motores de los autos y las motos que entraban y salían del predio en un tránsito frenético. Pero el sonido más penetrante y atronador era el de las bocinas de los camiones apostados en todos los bordes del predio. Estos sonidos terminaron de aterrorizar a Tomi que, casi como una reacción impulsiva, intentó escapar de aquel lugar y atinó a correr, pero no se alejó más de dos metros sin que lo sorprenda Matamoros con un golpe de su macana, como una barrera, que le impactó contra su mentón partiéndole el labio inferior de donde le brotó sangre inmediatamente, mientras caía al suelo duro de tierra seca.
-¿A dónde vas, atrevido? -dijo Matamoros mientras levantaba a Tomi del piso tomándolo de su corto pelo negro y lacio. -Me haces que te pegue antes de tiempo, la puta que te parió.
-Recién llegamos, papito –agregó Reale, que se sumaba a Matamoros para escoltar a Tomi sujetándolo del brazo.
En ese momento el cielo cargado ya no pudo soportar la presión de las nubes y se escuchó un atronador descargo que desembocó en una lluvia que se fue haciendo cada vez más copiosa y de gotas espesas que caían con violencia sobre la tierra seca y sobre el cuerpo de Tomi quien, a pesar de aún estar con la visión algo nublada por el duro golpe, a medida que se acercaban y se colaban entre las personas, fue comprendiendo de qué se trataba todo aquel asunto. Hombres y mujeres de distintas edades rodeaban una especie de corral mientras vitoreaban o expresaban gestos de reprobación, gritaban y agitaban sus brazos en dirección al interior del corral donde dos hombres jóvenes de contexturas físicas temibles se lanzaban y recibían golpes entre sí. Ambos exhibían sus torsos desnudos y brillosos excepto en los manchones opacos de sangre coagulada y empastada con el polvo sobre sus pieles amarronadas. Enseguida, Tomi llegó a la conclusión de que su destino más próximo era ese. Lo forzarían a participar de una riña callejera. A pesar de su característico poderío físico le temblaban las piernas, ya que él nunca había estado en una pelea, ni siquiera en la escuela secundaria. Habiendo ya recuperado la lucidez después del macanazo que había recibido de parte de Matamoros, su cabeza no paraba de buscar formas de escapar de ese lugar y de zafarse de ese violento destino. Pero gran parte de sus frenéticos pensamientos en ese momento se interrogaban por la causa de todo aquello. ¿Por qué Matamoros y Reale lo obligarían a hacer eso?
Mientras que los dos púgiles, en las últimas instancias de su energía, se revolcaban por el poco pasto amarillento y seco del ring Tomi pudo comprender mejor el espacio que lo rodeaba. Se trataba de una especie de segmento del largo corral que se utiliza para guiar a las vacas desde el acoplado de los camiones en los que llegan hasta la zona en la que les disparan el perno sobre la cabeza. En esta ocasión, el ingreso al interior del matadero estaba cerrada por una cortina metálica mientras que, por el otro extremo, habían atravesado un camión que no solo oficiaba como paredón para delimitar un improvisado y alargado ring de combate, sino que también, la parte superior estaba aprovechada como palco. Desde allí arriba, un grupo diez hombres y ocho mujeres estaban sentados sobre unas reposeras debajo de un gazebo que los protegía de la lluvia, y observaban con variable atención el espectáculo que se brindaba en el ring, mientras se servían vinos espumantes en sus copas y se intercambiaban observaciones de lo que veían. A la distancia, Tomi creyó divisar a uno de los dueños del frigorífico, el único al que alguna vez había visto deambulando por la zona de las cámaras hacía unos cuantos meses. Como aquella vez, en esta oportunidad también lo sorprendió la elegancia del hombre, quien vestía un reluciente traje de corte inglés y de color gris plata. Los demás hombres y mujeres que lo rodeaban también estaban vestidos de forma elegante, pero su ubicación en el centro de ese palco improvisado hizo que Tomi orientara su vista hacia él. Pero solo fue por un instante ya que Matamoros volvió a llamar su atención con un cachetazo que buscaba espabilarlo.
-Bueno, grandote, andá preparándote que el negro ese ya no aguanta más y seguís vos.
Mientras Matamoros concluía su advertencia, los pardos peleadores se trenzaban contra un rincón del ring. Uno de ellos estaba arrodillado sobre el pecho del otro mientras le descargaba piña tras piña sobre el rostro con tanta violencia que, a pesar del griterío de los espectadores –a quienes parecía no importarles el azote de la lluvia-, Tomi alcanzó a escuchar el sonido de la fractura del pómulo o del tabique. Cuando ya era notoria la inconsciencia del peleador declinado, un niño de unos doce o trece años se metió al ring por entre las barras de metal que conformaban el corral y se acercó para separar a los púgiles, oficiando de árbitro, a la vez que levantaba torpemente el brazo del ganador dando por concluida la pelea para festejo de algunos y gestos de reprobación para otros. Sin mediar mayor tiempo, dos hombres retiraron al peleador vencido y aún inconsciente del escenario de combate que ya se preparaba para la próxima contienda. Pero antes, todos los espectadores, el vencedor y el niño dirigieron sus miradas hacia esa especie de balcón improvisado sobre el container del camión. Al parecer, esperaban alguna clase de veredicto, el cual llegó en un gesto del dueño del frigorífico que habilitaba una continuidad.
Tal como advirtió Matamoros, era el turno de Tomi, quien se mediría contra el vencedor. Este, lejos de mostrar euforia por su reciente triunfo expresaba un gesto de agotamiento, pero también de temor y hasta cierto sometimiento. Tomi tuvo la sensación de que la presencia de su rival también estaba forzada, pero no logró identificar las razones antes de que Matamoros llamara al niño a la vez que lo empujaba hacia el ring. El niño lo llevó hacia el centro del irregular cuadrilátero al encuentro con su contrincante. Pero no los enfrentó aún, sino que los exhibió ante la audiencia en un gesto con sus manos digno de un presentador de circo. Esta especie de presentación impostada duró algunos minutos mientras todos y cada uno de los espectadores observaban su celular en lo que Tomi comprendió que estaban eligiendo entre él o su contrincante para jugarse alguna apuesta que elevara su libido lo suficiente durante los minutos que durase la pelea.
Al instante siguiente, el niño ya enfrentaba a Tomi y a su contrincante disponiéndolos para comenzar el combate. Debía pelear. No parecía tener otra opción más que valerse de su fortaleza física y avanzar con ella sobre el cuerpo de su rival. Pero fue este último el que arremetió primero contra el cuerpo de Tomi. Con absoluta diligencia estrelló su puño derecho sobre el pómulo izquierdo de Tomi obligándolo a retroceder algunos metros hasta colgarse contra el cerco de metal, aleteando con sus brazos para engancharse y evitar caer al suelo, pero, a causa de la lluvia que cada vez parecía más agresiva, no logró la sujeción sin antes golpear su codo contra el duro metal del corral, lo que le provocó tanto dolor como el mismo golpe en su cara. Apenas logró reaccionar a la embestida de su rival abrazándolo para acortar la distancia. Pero sus piernas no se afirmaron lo suficiente en el terreno ya fangoso y fueron vencidas por su contrincante quien descargó todo su peso sobre el cuerpo de Tomi hasta lograr ponerlo con la espalda contra el barro que se había generado con una velocidad insospechada dado la sequedad que la tierra mostraba minutos atrás. Ahora, Tomi solo atinaba a bracear con desesperación mientras su adverario se apoyaba sobre su cuello con la mano izquierda mientras le descargaba todo el poder de la derecha sobre el rostro. Tomi sentía cómo se enterraba su cuerpo, convirtiéndose en un charco de lodo y sangre, hasta que con su mano izquierda atinó a agarrar los testículos de su oponente y los apretó con toda la fuerza que logró reunir. No solo provocó un alarido de dolor de su contrincante sino también que se le aflojaran los muslos permitiéndole a Tomi salir de la posición de sometimiento, liberando su pierna derecha la cual usó para lanzar un rodillazo a las costillas del rival, sacándoselo de encima. Ahora estaban ambos sobre el barro lanzando brazadas contra el cuerpo del otro para evitar que uno le gane la posición al otro. En medio de este braceo, su rival introdujo una de sus manos dentro de la boca de Tomi y estiró con fuerza su cachete izquierdo provocando un dolor intenso pero que solo duró un instante ya que Tomi mordió con toda la fuerza de su maxilar mientras alcanzaba uno de los ojos de su contrincante y presionaba casi hasta explotarlo, provocando otro alarido desgarrador. Tomi sintió la flojedad que ese dolor había provocado en los brazos del adversario y lo aprovechó colocándose encima para tomar ventaja. Ahora era Tomi el que presionaba sus rodillas contra el pecho de su contrincante mientras descargaba toda la potencia de sus puños sobre el rostro inflamado y lleno de heridas acumuladas. Le hubiera gustado detenerse y no continuar con la destrucción de su oponente. Pero las cosas parecían estar de esa forma. Ni siquiera pudo contener su frenesí desbocado al ver cómo la sangre que le chorreaba de sus propias fosas nasales caía sobre el labio superior quebrado de su rival, también ensangrentado, provocando una especie de mestizaje aún más impuro que los repetitivos nudillos de Tomi salpicaban en el barro. Su ojo derecho estaba inflamado lo que reducía su visión, sumado a la pastosa mezcla de sangre, barro y estiércol que había salpicado a sus ojos. Solo notó que su oponente ya estaba inconsciente cuando sintió las palmadas del niño sobre su hombro indicándole que cese su ataque porque la pelea había concluido. Antes de saberse ganador se preguntó si había terminado con la vida de su rival. Pero, mientras veía cómo lo arrastraban extirpándolo del cuadrilátero, no alcanzó a ver nada que despeje su duda, por lo que se consagró a un dios que había ignorado hasta ese momento, para que niegue la posibilidad de que efectivamente aquel oponente que le habían puesto siga aún con vida.
En estos pensamientos estaba su aturdida mente cuando se percató de que al momento en el que el niño levantó su brazo declarándolo victorioso no fueron pocos los apostadores que celebraron. Deseó, aunque sin fundamento, que ese insospechado favoritismo interrumpa la lógica de los acontecimientos. De lo contrario, pelearía con un rival tras otro hasta terminar como su oponente o como el oponente de su oponente. Sin embargo, en ese momento se produjo una especie de impasse, como al final de la pelea anterior, en el cual todos los espectadores dirigieron su atención hacia el palco. Durante algunos segundos de zozobra y un silencio en el cual solo se escuchaba el sonido de las gruesas gotas de la lluvia impactar contra el barro y el jadeo incesante de Tomi, toda la atención se concentraba en el dueño del frigorífico. Se esperaba un veredicto que, esta vez, llegó. El hombre tomó su copa y trasladó la bebida al interior de un cuerno de toro que alzó como proponiendo un brindis en un gesto de abnegada generosidad, lo que provocó la inmediata celebración de todos los espectadores que no solo se limitaron a gritar y aplaudir sino también a compartir el brindis alzando sus vasos y botellas. Seguido a unos segundos de eufórico festejo todos volvieron a concentrar la vista en sus celulares para hacer sus apuestas. Tomi observaba todo esto mientras intentaba sosegar su respiración y recomponerse, aunque la confusión e incertidumbre que todo aquello le generaba se lo impedía. Pero la confusión se terminó cuando escuchó, desde el otro extremo del corral, el chirriante sonido de la cortina metálica que comunicaba con la zona de ingreso de los animales al matadero. La luz blanca de los enormes focos que iluminaban todo el lugar parecía pintar sobre el lienzo negro que descubría la cortina la figura de un toro zaino que se asomaba con paso firme pero cauteloso, como si estuviera contemplando la situación. Ante esto, la desesperación creció en Tomi por lo que intentó salirse del corral trepando los barrales metálicos, pero no lograba si quiera pasar un brazo del otro lado antes de que alguno de los apostadores, comprometidos en aprovechar una apuesta fácil, lo devolviera para adentro con un puñetazo o una patada. Iba de un lado a otro hasta que advirtió que el animal ya había abandonado toda su cautela inicial y ahora trotaba hacia él. La mente de Tomi trabajaba con rapidez para calcular sus opciones, pero el tiempo se le agotaba y el animal tomaba cada vez más velocidad. Consideró que lo mejor que podía hacer era intentar esquivar la embestida. Se agazapó intentando afirmar sus pies sobre el lodazal que se había armado con la lluvia que no menguaba y esperó la arremetida de la bestia que, a medida que se acercaba, inclinaba su cabeza para apuntar su cornamenta en dirección a su objetivo. Tomi hizo un esfuerzo por inhalar profundo y exhaló buscando afinar los sentidos sin quitar su vista de los ojos del toro, que también lo miraba fijo. Espero el momento justo. Cuando el animal inclinó su cabeza alineándola con su columna tuvo que quitar la vista de su objetivo, justo un instante antes de impactarlo. Tomi aprovechó ese momento y lanzó su cuerpo contra un costado, rodando hasta dar contra uno de los bordes del corral. El toro continuó con su carrera y terminó impactando contra el container que oficiaba de palco, provocando un sacudón tal que algunos de esos espectadores preferenciales terminaron cayéndose desde allí hasta enterrarse en el barro. La embestida fue tan violenta que los cuernos del animal perforaron el metal del container, lo que demoró al toro incrustado allí durante algunos segundos mientras intentaba desenganchar sus cuernos con torpes movimientos de su cuello. Tomi utilizó ese tiempo para ponerse de pie y alejarse unos cuantos metros hacia el extremo opuesto del corral. Su intención era meterse por donde había salido el toro, pero enseguida descartó esa vía de escape ya que la cortina comenzó a bajar. Se dio la vuelta y vio cómo el animal ya se había zafado y estaba nuevamente corriendo hacia él. En ese momento, Tomi advirtió lo que había provocado la embestida del toro al ver cómo los espectadores de ese palco improvisado todavía estaban intentando recuperar la compostura. Fue entonces que se le ocurrió una idea. Volvió a correr hasta casi apoyar su espalda contra la cortina metálica y se agazapó nuevamente para esperar la embestida. En el momento justo volvió a revolcarse en el barro para esquivar el cuerpo del animal que, esta vez, terminó clavándose contra la cortina metálica. Tomi se puso de pie ayudándose de los barrales del corral y se tomó un instante para jalar la mayor cantidad de aire posible, hasta que volvió a correr en dirección al container. En su corrida advirtió los rostros de decepción de todos los espectadores que, al parecer, la agilidad de Tomi los frustraba ya que esperaban un desarrollo distinto de esa contienda. Al llegar al otro extremo del corral, se dispuso a repetir el movimiento y el toro volvió a impactar con fuerza contra el container que, esta vez, se tambaleó hacia atrás provocando un movimiento de vaivén que terminó por cortar dos de los zunchos que lo sujetaban a la estructura del camión. Tomi volvió a ponerse de pie, pero esta vez no tuvo mucho tiempo para recomponerse ya que, si bien el toro también se había incrustado contra el metal del container, uno de sus cuernos se había partido facilitando su desenganche. Tomi tuvo que correr inmediatamente hasta el otro extremo del corral. Debía hacer que el animal tomara la mayor distancia del container para que la embestida sea con toda la fuerza posible. Pero el cansancio hacía que le sea cada vez más costoso correr sobre el lodazal, por lo que tuvo muy poco tiempo para prepararse para esquivar una nueva arremetida. Esta vez el cuerno partido del toro impactó contra un hombro de Tomi que, si bien no llegó a impactar de lleno, logró dislocárselo. Gritando por el dolor mientras se arrastraba por el barro creyó que eso sería todo, que ahora ya estaba a merced de la potencia del animal. Sin embargo, él no era el único con un cuerpo dañado. Alcanzó a ver al toro moverse de manera torpe intentando recuperar su posición mientras que en su lacerada cabeza sus ojos se revoleaban como si no pudieran fijar un puto en el espacio. Esto le otorgó unos segundos de más a Tomi que se arrastró hasta los barrales para apoyarse y volver a ponerse de pie. Corrió sujetando su brazo herido con la mano opuesta para amortiguar el inmenso dolor que le provocaba el movimiento. Cuando llegó al otro extremo del corral y puso su espalda contra el container ya desencajado y apenas sostenido por uno de los zunchos, vio que, lejos de seguir mareado o desorientado, el toro venía a la carrera con la misma potencia que en la primera arremetida. Pero esta vez, no solo se incrustó contra la chapa del container, sino que también provocó su caída: la fuerza del impacto fue mayor a la que el zuncho pudo resistir, por lo que, en un nuevo movimiento de vaivén, el container terminó por ceder y cayó hacia atrás en donde aún se encontraba uno de los espectadores preferenciales que se habían caído en uno de los impactos previos. A su lado también estaba el niño presentador que usaba unas toallas de papel para limpiar el traje del hombre que aún estaba indignado por su caída provocada por la primera embestida del toro y que solo volvió a prestar atención a lo que ocurría del otro lado del container cuando ya lo tenía encima, por lo que ninguno de los dos tuvo tiempo de escaparse del aplastamiento. Seguido a eso, aún más torpe y desorientado, pero también más furioso, el toro se subió sobre la estructura ahora vacía del acoplado del camión, lo que provocó una desesperada estampida de todos los asistentes viendo que ya no había nada que se interponga entre el animal y sus propios cuerpos. Tomi, se arrastró por el barro y volvió a utilizar los barrales de apoyo para ponerse de pie y, con gran dificultad, se trepó al acoplado del camión en donde ya no estaba el toro que se había bajado y ahora corría por el predio embistiendo a cualquiera que se le aparezca enfrente y esquivando los shocks de las picanas que algunos alcanzaban a darle, aunque solo lograban enfurecerlo aún más. Tomi vio que ese era el momento ideal para escabullirse y escapar, por lo que corrió apenas levantando los pies del barro y con su brazo dislocado como un peso muerto que lo presionaba hacia el piso, mientras, de tanto en tanto, recibía un topetazo de alguno que pasaba corriendo en dirección a los autos. Justo antes de cruzar el portón y doblar hacia la calle de salida, escuchó tres disparos y, por el rabillo del ojo, vio cómo el cuerpo pesado del toro caía hasta hundirse en el barro.
Corrió unos cincuenta metros por la angosta vereda que bordeaba el predio mientras que, a su izquierda, muchos vehículos se amontonaban para alejarse de la zona. Intentaba pasar desapercibido corriendo por detrás de las filas de camiones estacionados u ocultándose detrás de los troncos de los pocos árboles secos que aún se mantenían en pie. Todavía en shock, Tomi llegó a la esquina desde donde todavía se escuchaba el sonido de los disparos. Al parecer, la situación se había desmadrado aún más. Dobló a la esquina en dirección contraria a la que tomaban la mayoría de los autos y recién logró calmar su respiración cuando se alejó unos cuantos metros de la zona de mayor concentración de vehículos. Se detuvo un instante y descargó su cuerpo contra el inmenso paredón que franqueaba toda la calle. Utilizó sus dientes para agujerear su maltrecha remera en la zona del pecho por donde atravesó su mano para poder dejar en suspensión su brazo herido. Tiró su cabeza hacia atrás y cerró los ojos mientras las gruesas gotas de la lluvia caían sobre su rostro y le enjuagaban el barro y la sangre. Pensó en sus posibilidades y, por un instante, consideró quedarse allí hasta que amaneciera. Pero enseguida se persuadió porque lo creyó muy riesgoso. Inhaló y exhaló profundo unas tres o cuatro veces, y retomó su marcha en dirección a la avenida en donde se ocultaría en algún rincón oscuro para esperar el colectivo que lo aleje de ahí.
No tenía nada. Su mochila, su paga doble. Hasta había perdido una zapatilla en el espeso lodo del corral. Sus músculos comenzaban a enfriarse y su cuerpo ya no producía tanta adrenalina, por lo que caminó dos cuadras y comenzó a sentir un dolor punzante en su cadera que lo obligó a renguear el resto del trayecto hasta una bocacalle en la que el repentino apagón de una luminaria interrumpió su marcha. El foco volvió a encenderse enseguida ya que se trataba de una de esas típicas bajas de tensión tan habituales durante esos días, pero fue suficiente para estremecer el cuerpo de Tomi quien se quedó observando la vertiginosa fuga de la calle hasta perderse en un horizonte tan interminable como difuso. Y no logró salir de su ensimismamiento hasta que escuchó el ruido del motor de un auto y sintió que algo le mordía la espalda en la zona de la cintura. La sensación de la descarga eléctrica recorriendo todo su cuerpo y la imagen de Matamoros colgado de la ventanilla del patrullero conducido por Reale mientras sostenía su arma de electrochoque fue lo último que registró su conciencia antes de perderse en la oscuridad.
Lo primero que Tomi vio al despertar fue el pálido rostro de Matamoros que lo observaba con una mueca en forma de sonrisa mientras que, en el fondo, Reale abría el baúl del patrullero. Ya no sentía dolor. Más bien, se sentía débil y adormilado como si el duro asfalto de la calle estuviera absorbiendo poco a poco su cuerpo demasiado pesado. Intentó moverse y sintió un leve pinchazo en su brazo izquierdo, pero enseguida la mano de Matamoros presionó sobre su pecho.
-Tch, tch, tch -exclamó mientras negaba con su huesuda cabeza. -No te muevas que te vas a lastimar. -agregó con una ligera sonrisa.
Tomi, sin siquiera poder responderle, destinó toda la energía que le quedaba en echar una mirada hacia su brazo izquierdo. Desde su antebrazo se desprendía una vía por donde se bombeaba su sangre hasta una bolsa plástica transparente sellada al vacío y a punto de llenarse. A Tomi le costó comprender lo que estaba sucediendo, pero cuando lo hizo fue en vano. Porque solo le quedaba suficiente energía para sentir la desesperación en su interior, aunque esta no le alcanzó para mover un solo músculo.
Cuando finalmente la bolsa se llenó, Matamoros le sacó la vía del brazo y juntó la bolsa con otras cuatro. Las colocó con cuidado en una pequeña refrigeradora, la cual cerró justo antes de que Reale la cargue dentro del baúl del auto, y luego se acercó al asiento del acompañante y abrió la guantera. De allí sacó un tenedor que solo tenía los dos dientes laterales. Tomi apenas sintió el frío del metal cuando Matamoros presionó el tenedor contra su cuello hasta perforar su carne. Una pequeña gota de sangre se derramó de los orificios que ahora decoraban de manera siniestra el cuello de Tomi, pero enseguida se diluyó con las gotas de la lluvia que insistía en caer. Sin mirarlo, Matamoros y Reale se subieron al patrullero y se alejaron por la explanada sobre la cual se podía ver que el rio avanzaba cada vez más. Tomi pudo sentir el sonido de las gotas salpicando por el lugar durante algunos segundos más hasta que su conciencia se dio por vencida.
Cuando los primeros rayos del sol empezaron a clarear esa zona baja del barrio de Barracas, la lluvia ya había parado pero el agua que inundaba las calles todavía estaba revoltosa. Así fue que, con la crecida del río y los violentos torrentes de agua que circulaban por las calles con las alcantarillas desbordadas, Tomi Rey, o lo que quedaba de su cuerpo, fue arrastrado terreno abajo. Recorrió unos cuantos metros flotando sobre el agua fangosa hasta que terminó encallando contra la cubierta de un camión estacionado. Horas más tarde sería encontrado por Pablito, un niño que había salido en busca de su perro ya que el animal se había aterrorizado por la fuerte tormenta y se había escapado de su casa. No era la primera vez que el Toto, el perro de Pablito, se escapaba. Casi siempre aprovechaba que algún vecino haya dejado la puerta abierta del conventillo (algo que sucedía más de lo que a los padres de Pablito les gustaría) y, en general, se iba directo al mismo lugar. El Toto corría, unas cuadras hacia abajo, siguiendo el olor que emanaba desde la zona de faenado de las vacas en la parte trasera del matadero. Y por esta razón es que Pablito, aquella mañana en la que la lluvia ya había cesado, caminó hasta allí con toda la certeza de que, a pesar de la gran cantidad de agua que recorría las calles, encontraría al Toto entretenido con algún hueso. Sin embargo, esta vez, Pablito no encontraría a su perro. Encontraría, en cambio, el cuerpo encallado de Tomi, vacío y ligero, y con su cuello perforado, lo que despertaría sospechas en algunos y supersticiones en otros, justo en los lindes del predio en donde todo había comenzado. Justo detrás del matadero.