Es evidente que estamos atravesando una crisis económica en la que se conjuga la escasez de dólares por la magra cosecha, la inflación y el acuerdo con el FMI. El impacto de la sequía combinada con una baja en los precios de los commodities es un hecho coyuntural. Es decir, la crisis económica no puede atribuirse a esta situación, sino que, gracias a la falta de reservas que fueron despilfarradas para que los privados adelantaran importaciones y el pago de deudas en dólares, previendo una futura devaluación, las consecuencias de la sequía se vuelven indigeribles para la economía argentina. A esto se suma el acuerdo con el FMI para el cual gran parte del parlamento legitimó una deuda ilegítima, fraudulenta y flojísima de papeles en aras de la “gobernabilidad” —léase, patear la pelota para adelante un par de meses—. Si en ese momento a nadie con un mínimo grado de honestidad intelectual se le podía escapar que las condiciones que la refinanciación le imponían a la Argentina eran inviables, qué decir hoy. Además, está claro que las condiciones que impone el acuerdo con el fondo implican más inflación, caída de la actividad, resentimiento del crecimiento económico y, a la larga, mayor falta de dólares. La cláusula de revisión incorporada al acuerdo debe leerse bajo ese contexto: el cambio climático, la guerra de Ucrania y Rusia y la próxima catástrofe que vaya a suceder son excusas que, a partir del acuerdo, Argentina utiliza y utilizará para intentar modificarlo. Bajo este contexto, estas posibles modificaciones deben entenderse como una instancia de negociación actual donde Argentina primero va a pedir un adelanto en la entrega de los fondos ya pactados y, en un segundo momento, un nuevo acuerdo de refinanciamiento. El Fondo a cambio pide y va a pedir nuevas condicionalidades. Como la situación en la que el país llega a estas renegociaciones es de debilidad, las condicionalidades van a ser cada vez mayores. A su vez, en gran parte la debilidad argentina se explica gracias al acuerdo firmado con el fondo. Éste es el círculo vicioso en el que nos metieron.
Toda esta explicación no debiera dejar pasar de largo la naturaleza eminentemente política que tiene la relación y el acuerdo con el fondo. Es decir, el apoyo o no y las mayores o menores condicionalidades que impongan responden a intereses políticos y geopolíticos. Obviamente esto está entrecruzado con diversos intereses económicos muchas veces hasta contradictorios, pero la institución FMI reviste un carácter político. Lo que del lado de Argentina se ve como un problema económico (pagar deuda), desde el fondo es un problema geopolítico.
Los principales socios comerciales de nuestro país son China y Brasil. China está en el medio de una disputa geopolítica con Estados Unidos y en ese contexto le ofrece a Argentina un intercambio comercial en yuanes (lo que permitiría bajar el nivel de presión del BCRA de hacerse de dólares). Brasil, de la mano de Lula, pareciera estar cuestionando la ya de por si cascoteada hegemonía norteamericana en el continente. En el futuro cercano, la generación de dólares de la economía nacional, vía agro y Vaca Muerta, parece estar más que garantizada. La disputa entre Estados Unidos y China en territorio local adscribe la forma de, por un lado, el FMI imponiendo condicionalidades cada vez más intragables como contrapartida del envío de fondos que en su mayoría se utilizan para saldar los pagos comprometidos a esa misma institución; por el otro, Estados Unidos haciendo presión para posponer y/o dar de baja las cuantiosas futuras inversiones chinas en el país que en su mayoría están dirigidas a generar infraestructura. Lo evidente es que Estados Unidos no está en condiciones de ofrecerle nada a la Argentina, solo deuda, refinanciamiento y dólares frescos para pagar esa misma deuda. La salida del laberinto por el lado de China, a la larga o a la corta, se impone más allá del gobierno de turno. El problema es que la variable temporal implica una modificación en las condiciones a través de las cuales se va a terminar de dar ese giro, el acuerdo con el fondo fue tirar la pelota para adelante, perjudicando la situación económica del país y de su clase trabajadora con la imposición de sus metas. Aquellos políticos del ejecutivo que supuestamente adscriben a un pragmatismo a ultranza criticando las visiones ideologizadas, no se entiende bien qué película están viendo. Por tanto, el acuerdo con el fondo y sus supuestas renegociaciones está destinado a caerse. El tema es si eso va a suceder en un contexto donde las distintas variables económicas puedan ser manejadas a través de una batería de medidas por parte del ejecutivo o si se va a imponer una hiperinflación y una megadevaluación. La falta de inteligencia política de Fernández, Guzmán, Massa y tal vez Cristina nos acercan cada vez más al segundo desenlace. En conclusión, es claramente falso que estemos en una situación de “no hay alternativa” y si ese fuera el caso, la única alternativa posible es suspender los pagos de la deuda.
Todo esto nos lleva a relativizar la profundidad de la crisis económica argentina en la medida en que depende de una serie de circunstancias más coyunturales que estructurales y, en gran medida, a los papelitos de colores de la deuda con los privados y el FMI tomada por el gobierno de Macri y legitimada por el Frente de Todos. A partir de aquí podemos profundizar en el carácter político de la crisis.
Un primer elemento insoslayable es el de la persistente horadación de la capacidad de impacto de los distintos instrumentos de política económica. La intervención estatal en la economía parte del presupuesto del garrote y la zanahoria. El Estado puede ofrecer incentivos económicos a determinadas actividades en función de determinados objetivos siempre y cuando tenga la capacidad de sancionar a aquellos que no cumplan, no sólo respecto al cumplimiento de los acuerdos que supone la obtención de esos incentivos sino lisa y llanamente con la ley. Si el “garrote” es pura amenaza, es obvio que los actores económicos con espalda van a pedir cada vez más y más. Si la ley de abastecimiento es una amenaza desplegada a través de los años pero nunca concretada, es claro que nadie se va a asustar. Si cuando se sanciona a determinados actores económicos ya sea prohibiendo importaciones o poniendo multas recurren a una justicia que siempre falla a su favor (mediante la dilatación o la sentencia), es evidente que la política económica va a estar destinada al fracaso. La pregunta que se impone es la de qué sucede cuando la faz represiva estatal queda severamente cuestionada. Y esta pregunta no queda invalidada en la medida en que se ponga en consideración la innumerable cantidad de hechos represivos que las fuerzas de seguridad realizan a diario contra los sectores populares; el Estado es y tiene que ser más que su carácter de clase.
Del lado del poder legislativo, nos encontramos con fuerzas políticas que ni siquiera pueden ponerse de acuerdo para llevar adelante una sesión. Hace falta considerar que en un sentido real y no meramente formal los partidos políticos son parte del Estado en la medida en que funcionan en y a través de la lógica estatal. Si, por ejemplo, la intransigencia de Juntos por el Cambio hace que no dar quorum para sancionar se vuelva un hecho corriente, es la misma institucionalidad la que sufre.
El panorama general es el de un ejecutivo que no tiene capacidad de ejecutar la ley, un legislativo paralizado y un poder judicial que ya ni siquiera se molesta en ocultar su carácter parcial, sesgado y de clase. Si se trata de una situación problemática habrá que preguntarse para quién/quiénes.
Algunes intentaran contestar esta pregunta resaltando el aspecto instrumental del Estado, cual instrumento al servicio de la clase dominante. Entonces, toda aquella instancia estatal que siquiera se ose a cuestionar los intereses de la clase dominante, está condenada al fracaso. Este punto de vista adolece de dos problemas, uno teórico y otro concreto. Respecto al teórico, el Estado es una forma de existencia de la relación social capitalista caracterizada por trabajadores que venden o están obligados a intentar vender su mercancía fuerza de trabajo y capitalistas que son los que tienen los medios de producción y necesitan de al menos de una parte de esos obreros para valorizar su capital. Como se ve, no es lo mismo tener como función principal ser el instrumento del gran capital que ser el garante de la relación social capitalista. El Estado debe encontrar una forma a través de la cual mediar los intereses de las distintas fracciones del capital. Idealmente, mediante una formula hegemónica que al mismo tiempo que erige a una de dichas fracciones como dominante, logra a la vez incorporar al resto dentro de ese mismo esquema. Un ejemplo son las privatizaciones durante el menemismo y la comunidad de negocios que se generó en torno a ellas. Además, el Estado debe encontrar una forma más o menos ilusoria (pero no por eso menos real en la medida en que tiene efectos) de incorporar dentro de esa ecuación al menos a una parte de los sectores subalternos. Siguiendo con el ejemplo del menemato, al trauma de la hiperinflación lo continuó la convertibilidad, los viajes a Brasil o Miami de parte de la clase media, las zapatillas Nike con cámara de aire… Ciertos sectores subieron un peldaño en su status de consumo y otros simplemente aspiraron a que podían lograrlo. Con eso alcanzó durante un tiempo. Los sectores concentrados de la alta burguesía deberían tomar conciencia de que el mundo por ellos idealizado de los ‘90 no hubiese sido posible sin la acción contundente y determinante del Estado.
En el plano concreto, es necesario tener en cuenta que, en determinadas coyunturas históricas, la faz represiva y de clase del Estado se revela ya sin ningún tapujo. Un ejemplo claro es la última dictadura militar. Pero, justamente, ese ejemplo nos permite observar las diferencias fundamentales respecto a la situación actual. No estamos en presencia de una clase obrera empoderada, de altos salarios y bajo desempleo que es capaz de asumir una conciencia revolucionaria. Más bien, nos encontramos frente a la novedad de que, mientras las cúpulas sindicales presionan por el impacto del impuesto a las ganancias sobre los sueldos de la “aristrocracia obrera”, cada vez son más los trabajadores formales que ganan sueldos que están por debajo de la línea de pobreza. Estamos además frente a una situación de relativa debilidad de los sectores subalternos dado que en su mayoría apoyaron a un gobierno que se muestra incompetente y que en los hechos no hace más que empobrecerlos día a día.
En conclusión, el permanente desprestigio, ilegitimidad e inoperancia que percibe la mayoría de la población sobre las distintas instancias estatales, percepción asociada en gran parte a la incapacidad estatal de disciplinar a los sectores del poder económico o a la lisa y llanamente adscripción de dichas instancias a esos intereses, puede terminar volviéndose un efecto boomerang. La pregunta debería ser entonces si el poder económico no está jugando con fuego.
Repasemos algunas de las consignas de la derecha respecto a lo que piensan hacer si son gobierno ¿La clase dominante argentina quiere dolarizar y cerrar el BCRA como propone Milei? ¿Hacer lo mismo que durante el gobierno de Cambiemos sólo que de manera acelerada? Desde un punto de vista racional, el poder económico sólo puede entender estas consignas como un instrumento para correr el arco de la agenda política hacia la derecha ¿qué cosas pueden requerir que ya nos les haya dado este gobierno o el anterior? ¿libertad para importar? No hay dólares y la pulverización mediante la competencia importadora de sectores productivos de la mediana y pequeña burguesía (que necesitan dólares para importar) no alcanza ni de cerca para liberar los dólares necesarios (a pesar de la recesión producto de una eventual devaluación) ¿mayores tasas de rentabilidad? ¿bajar aún más los salarios? ¿devaluar? El gobierno actual está llevando adelante una especie de devaluación mediante los múltiples tipos de dólares. Otra opción, más política, es la de obligarlo a profundizar el ajuste volviendo una total quimera sus posibilidades en las próximas elecciones presidenciales y permitiendo que el eventual próximo gobierno no tenga que hacerse cargo del ajuste. Pero, claro, se trata de una argumentación de carácter político. También esta opción tiene detrás la doctrina del shock. Si el propio gobierno, que llegó al poder en base a su oposición a la política desplegada por el macrismo y en representación —no exclusivamente— de los sectores populares inicia un brutal ajuste, devaluación e hiper inflación, el “trauma” colectivo podría facilitar la adscripción de políticas anti populares que de otra forma jamás podrían haber sido aceptadas. El ejemplo histórico es el final del gobierno de Alfonsín. Sin embargo, se trata de una apuesta arriesgada y, además, en el fondo parece tener detrás la pulsión angurrienta del poder económico. Y con pulsiones, a la larga o a la corta, no se garantizan ni se regeneran las condiciones generales de acumulación.
Repasemos las últimas declaraciones de Larreta
En su exposición, Larreta enumeró tres propuestas fundamentales, que ya están en estudio: “Primero hay que adecuar el sistema laboral. Terminar con la ley que genera la industria del juicio, con las indemnizaciones. Hace 12 años que el empleo formal no crece en la Argentina. Y hay que hacerlo en el primer día, no a los seis meses”, dijo.
“Luego hay que hacer una brutal desregulación de la economía, como lo hizo (Domingo) Cavallo en octubre del ‘91. Lanzar un plan de infraestructura para agilizar la logística del transporte, de la energía, con prioridad en la eficiencia y ganar en productividad, sobre todo si queremos un país federal”, continuó.
“Y por último -sostuvo- hay que replantear el sistema impositivo con dos objetivos: más dólares para salir de la órbita legal del tipo del cambio y segundo generar más trabajo”.
“Primero tenemos que mirar los números. Planteamos un equilibrio fiscal con baja del gasto (público) 4 o 5 puntos, no hay antecedentes en el mundo, es titánico. Hay un montón de medidas estratégicas, pero si los números no cierran no hay estrategia que valga”, indicó.
Podemos intentar hacer una división entre aquellas declaraciones que son como slogans que se repiten una y otra vez “para la tribuna” y aquellas otras que además de ser parte de un plan de gobierno sean trascendentes en la medida de que produzcan cambios de envergadura.
La cuestión del sistema laboral y la “industria del juicio” es una parte histórica de los slogans de la derecha local. Nada indica la existencia de una industrial del juicio y, mucho menos, que los juicios laborales representen un problema para el poder económico. Respecto al sistema laboral —aquí podemos suponer que se trata de los convenios colectivos de trabajo—, esta consigna se erige tal como si la mayoría de la clase trabajadora fuera alcanzada por las paritarias y como si esos convenios colectivos no tuvieran dentro toda una serie de cláusulas que permiten diferentes condiciones de trabajo, diferencias salariales, diferencias por empresa, entre otras. Un ejemplo es el de la industria automotriz donde la flexibilización de los horarios es un hecho adscripto dentro del mismo convenio y donde cada planta negocia con la delegación sindical. Es decir, de hecho, la reforma laboral ya está dada desde hace rato. No obstante, consagrar esto vía modificación de la normativa legal podría ser parte de un objetivo real aunque más bien simbólico. Además, la informalidad de por sí es y garantiza la laxitud de los criterios legales que se establecen en la relación entre obrero y patrón. Por otra parte, la suposición de que la falta de creación de empleo formal e informal se da como consecuencia de la ley laboral, equivale a poner el carro adelante del caballo.
Respecto a la “brutal desregulación de la economía” trayendo el ejemplo de Cavallo, no está claro a qué se refiere y, además, en qué sentido eso sería beneficioso para el poder económico. Lo de los planes de infraestructura también hay que entenderlo como un slogan ¿quién puede estar en contra de llevar adelante planes de infraestructura? ¿cuál es la diferencia entre esa propuesta y las lanzadas por el actual gobierno?
Respecto al sistema impositivo y su relación con la generación de dólares, una posible opción que puede estar detrás de eso es la reedición de los mecanismos de valorización financiera puestos en marcha por Macri, algo que podría estar relacionado con la mentada desregulación de la economía ¿en un contexto de tasas internacionales de interés altas vendrían los famosos dólares a la Argentina? ¿cuánto más alta va a poner el eventual gobierno de Larreta las tasas internas de lo que ya lo hizo este gobierno?
¿Bajar el gasto público —tal como pide el fondo— 4 o 5 puntos es viable en la situación que atraviesa el país?
Es decir, en el fondo, las medidas efectivas concretas y reales de un eventual e hipotético gobierno de Larreta no implicarían un cambio trascendental respecto de las que se encuentra llevando adelante este gobierno. Sólo —si es que no se produce antes—, la devaluación podría ser una de ellas. Sería algo parecido, pero sin olor a choripán.
El elemento distintivo que parece estar poniéndose en consideración es el de la mafia. De alguna manera, esto comienza con el gobierno de Macri, de características cuasi mafiosas. La mafia, como sistema, supone una antítesis respecto al Estado, en la medida en que pone en cuestión dos elementos centrales del estado capitalista: el monopolio legal de la violencia y la separación de lo económico y lo político. Respecto a lo primero, la mafia supone y lleva implícita la posesión de los medios para ejercer la violencia. En relación a lo segundo, el mafioso es mafioso porque posee una serie de negocios ilícitos —y tal vez lícitos— acompañados de medios que le permiten amenazar y/o ejercer la violencia en pos de lograr sus objetivos económicos. Muchas veces, la rentabilidad de estos negocios radica en su ilegalidad, lo cual implica que el negocio de la mafia también es y sucede gracias a la existencia de un Estado. Desde el lado del Estado, la existencia de medios ilícitos de violencia supone una competencia que necesita combatir en pos de garantizar su monopolio de la violencia. Por otra parte, los negocios ilícitos cuestionan la propia base de sustentación de legitimidad de ese Estado en la medida en que lo que pasa a estar en juego es la legalidad y la capacidad estatal de sancionar la ilegalidad.
Hoy tenemos un Estado que en parte está sufriendo una metástasis de tumores mafiosos en su propia estructura y —pero no solamente– eso condiciona severamente sus capacidades de imponer la ley por medio de la fuerza. Una clase dominante con dos gramos de cerebro debería estar preocupada por, al menos, dos razones centrales: la incapacidad del Estado de hacer cumplir la ley es una abstracción en la medida en que todo aquel que no es un accionista de un gran capital o que está asociada a él de alguna manera sigue estando bajo su imperio. Pero esto cuestiona la legitimidad de la ley misma, basada en la igualdad de los ciudadanos frente a ella. De ello a la identificación por parte del sentido común de la unidad de lo político y lo económico, ambas dos formas de existencia de la relación social capitalista, hay solo un paso. La falta de legitimidad en el Estado deviene en la falta de legitimación del capital. La salida mafiosa impacta sobre dicha legitimidad y además obtura la “competencia” entre los mismos capitales a partir de que un capital pasa a imponerse a otros por medio de la fuerza. Ciertamente, hay muchos casos de países latinoamericanos o de otras latitudes que, efectivamente, transitan situaciones de estados paralelos o estados directamente mafiosos. Pero el volumen, densidad, historia y cultura de la sociedad civil argentina difícilmente pueda tolerarlo.