«Empezó por una equivocación. Estábamos en navidades y me enteré por el borracho que vivía calle arriba, y que lo hacía todos los años, de que contrataban a cualquiera que se presentase, así que fui y lo siguiente que supe fue que tenía una saca de cuero a mis espaldas y me dedicaba a pasear a mis anchas». Cartero la primer novela de Charles Bukowski fue publicada en el año 1971, cuando cargaba ya con 50 años a cuestas y cierra un trato con la editorial Black Sparrow de John Martin, que le permite renunciar a su trabajo en el Correo de los EEUU para dedicarse completamente a escribir. Se trata de la primera novela de la extensa serie de escritos autobiográficos protagonizadas por su alter ego, Henri Chinaski.
En esa victoria tardía debieron resonarle a «Hank» los ecos de los cintazos que su padre propinaba contra su espalda cuando era joven. Le resultaba insoportable la inclinación de su hijo hacia una pérdida de tiempo tan absoluta como la de llenar cuadernos con narraciones estúpidas. En el transcurso de una convalecencia del niño, durante un doloroso tratamiento por una afección cutánea, que lo volvía centro de todas las burlas infantiles; el estricto «jefe de familia» destruyó todos los relatos que el futuro escritor había realizado.
No había lugar para «vagos» en aquella familia. Con ciertos ecos de fanatismo protestante, Papá Bukowski se dedicó periódicamente a fingir que no era un desempleado más, de la enorme masa arrojada a la calle por la crisis del 30. Día tras día salía a la misma hora y retornaba por la noche de un trabajo inexistente, con tal de mantener frente a su hijo la apariencia de un estricto hombre de trabajo. Su madre, quien en realidad sostenía a duras penas los gastos de la familia, guardaba silencio frente a los maltratos físicos padecidos por su hijo. Charles se fue haciendo duro, solitario y rebelde. Encontró en el alcohol un pacificador natural para la angustiante situación que debía padecer. Y al mismo tiempo que ese facilitador de evasiones artificiales, descubrió un hogar más propicio que el familiar: la Biblioteca Pública de los Ángeles. En un poema elegíaco que tiene por objeto a la misma, dirá que allí descubrió dos certezas:
«a) que la mayoría de los editores creía que
todo lo que era aburrido
era profundo.
b) que yo pasaría décadas enteras
viviendo y escribiendo
antes de poder
plasmar
una frase que
se aproximara un poco
a lo que quería
decir».
En aquella institución pública de Los Ángeles, encontró verdaderamente un estímulo para su deseo de ser escritor. Otros lo habían logrado. No podía ser tan difícil. Va adquiriendo una especie de programa para su propia expresión:
«pero aquellos estantes contenían
un enorme tesoro: me permitieron
descubrir
a los poetas chinos antiguos
como Tu Fu y Li Po
que son capaces de decir en un
verso más que la mayoría en
treinta o
incluso en cientos»
Cuando se inscribió en la universidad para cursar la carrera de Periodismo se impuso una disciplina sistemática de escritura, que no abandonaría hasta el final de su vida. Tres o cuatro relatos por semana salían de su máquina de escribir y pasaban a sobres postales, con remito de las revistas literarias más conocidas de la época. Una tras otra se sucedían las cartas de rechazo. También se volvió sistemática su dedicación a la bebida. Dos años después de inscribirse, en 1939, Bukowski abandona para siempre la universidad y comienza su peregrinación por distintas ciudades. Siempre tomando ocasionales trabajos poco cualificados y mal pagos, que le dejan suficiente tiempo libre para escribir. Atraviesa el fondo del tejido social del período de entreguerras. Vagabundea de una pensión miserable a otra. Eternas horas encaramado a la barra de los bares, solo superadas por la intensa dedicación a la escritura. Entonces se inscribe como solicitante de empleo en el Correo. Ese es el punto de su biografía desde el que arranca Cartero.
En casos como el de Bukowski (Van Gogh, Gauguin, Artaud), en los que arte y vida se encuentran tan fusionados, es difícil aproximarse a una lectura alejada de la caricaturización promovida por una industria cultural, que construye modelos y aspira a estimular nichos de lectores que ellos mismos modelan. Tanto si es el pintor maldito y atormentado que se «corta la oreja», como el poeta que escribe cartas desde los márgenes de la locura o el escritor pendenciero y marginal que se emborracha en sus lecturas y confronta con el público. Hay una lectura superficial de Bukowski, orientada más hacia la leyenda negra, de pseudo punk rocker, que a su literatura. El personaje «Hank Chinaski» puede, en ocasiones, eclipsar al escritor. El corrosivo humor de las páginas de sus novelas, la escritura directa y efectiva, modula fragmentos cortos y extensos con notable pericia dramática.
La parafernalia erótica, cruda y desalmada, no debería opacar la conmovedora irrupción de la «solidaridad de clase» del autor. Baste como ejemplo, uno de los pasajes de la novela, aquel en el que Chinaski es atrapado por el derrumbe moral de uno de sus compañeros del Correo, el viejo G. G.
«A mí no es que me cayese particularmente bien. Su vida no había sido muy valiente y se había ido convirtiendo en algo así como una masa de mierda. Pero cada vez que vacilaba, algo me estremecía. Era como un fiel y pundonoroso caballo que no pudiese seguir por más tiempo. O un viejo automóvil que se rindiese finalmente, una mañana»
«El correo era pesado y, mientras observaba a G. G., sentí temblores de muerte. ¡Por primera vez en más de 40 años podía retrasarse en el reparto matinal! Para un hombre tan orgulloso de su empleo y su trabajo como G. G., aquello podía resultar una tragedia (…)Miré a mi alrededor, nadie hacía caso. Todos en alguna u otra ocasión, habían manifestado su afecto por él. `G. G. es un buen tipo. ́ Pero el `viejo buenazo ‘se estaba hundiendo y a nadie le importaba (…) La Roca sabía que no tendríamos tiempo de ordenar esas circulares antes de la hora de reparto. Fatigadamente, corté los cordones que ataban las circulares y empecé a clasificarlas en la caja. G. G. permaneció allí sin moverse, mirando su fajo de cartas».
«Entonces dejó caer la cabeza, dejó caer la cabeza sobre sus brazos y empezó a llorar sordamente».
En Cartero somos testigos de la deriva de hombres y mujeres aprisionados por la máquina de picar carne capitalista. Sin el moralismo iluminado de los beats (con cierto trasfondo de utopía bucólica a lo Thoreau), mucho más cerca de su admirado John Fante, Bukowski extrae desde las vísceras sus carnets del infierno. La vida en las pocas horas arrancadas a la mecánica fordista de producción. El desesperado aturdimiento en el alcohol y el amor brutal, sin placebos románticos. Con un ritmo veloz, de golpes directos, sin titubeos ni distracciones. Como quién sabe exactamente a dónde va. Sin abandonar el humor cínico tan característico de su prosa, el autor nos lleva a través de escenarios de devastación y compasión. Los páramos humeantes de la maquinaria occidental estrujadora de voluntades, donde los derrotados y los excluidos comparten su miseria a la espera de un atisbo, una racha de salvación.
Un poema de Bukowski inédito hasta la antología de 2007 seleccionada por John Martin “Los placeres del condenado”.
morite de hambre, volvete loco o suicidate (versión libre)
no voy a morirme
fácilmente;
ya pasé por sus camas suicidas
en algunos de los peores
agujeros de América,
sin dinero y loco estuve,
o sea, demente, ya saben;
me corrían
los lagrimones, del tamaño de sus corazones
bastardos,
las cucarachas se me colaban en los zapatos,
una bombilla sucia de 40 vatios colgaba del techo
y el cuarto olía a meadas;
mientras sus ricos
sus falsos famosos
reían en lugares seguros de aire viciado
muy lejos,
me dieron una cama suicida y dos opciones,
no, tres:
morite de hambre, volvete loco, o suicidate.
ustedes disfruten por ahora sus viajes a París donde
confraternizarán con grandes artistas y palurdos,
que yo me estoy preparando para sus ojos y sus
mentes y
sus almas grises de aguachirle;
ustedes que han creado una pocilga para que millones
se ahoguen dentro quedamente-
desde la India hasta Los Ángeles,
desde París hasta las tetas del Nilo-
son una mierda
ustedes los ricos los repelentes los inseguros los imbéciles,
malditos imbéciles blancos de rostro pálido
idiotas de camisa almidonada y esposas almidonadas, sí, sí,
fuera fuera
fuera
vayanse a París
mientras puedan
mientras los deje.
ese maldito hombre de la azada (véase Markham)*
no respondió al llamado,
pero violarán a sus hijos y se comerán sus cerdos
y los cielos arderán negros de cuervos y de sus gritos,
cuando tengan que responder por siglos de
intolerable indignidad y mentiras,
les vamos a ajustar las cuentas
sabemos que lo saben
los conocemos de toda la vida;
el poder de los pusilánimes
se acerca volando como un cisne tremendo y siempre bello,
sin jodas, amigo,
mirá arriba mirá arriba mirá arriba mirá arriba
el muy maldito de la azada
sobrevuela ahora mismo Milwaukee
sonríe burlón
más encantador que el sol
más grácil que todas las feas heridas
más real que vos
o yo o cualquier cosa.
*Edwin Markham (1850-1940) poeta y docente estadounidense escribió el poema “El hombre de la azada” a modo de denuncia ante la explotación capitalista y como llamado a la rebelión.