El otoño recién empezado nos llovía hojas por la avenida de álamos. Unas casas salpicadas y los gritos de los perros que no sabíamos si nos saludaban o nos chuseaban. Me animé y te agarré la mano. Tu comisura me tiró un guiño y se te hicieron esos hoyuelos de ombligos en los que me encantaba perderme. La sonrisa te empezaba ahí, desde los cachetes. No pude evitar mirarte el lunar que te corona la boca infinita de labios de hojarasca. Todavía no te había besado. Igual ya me sabías a eucaliptos y a pasto recién cortado. Un verde inundándome los grises. Íbamos lentas, sin el apuro de las horas que aprietan. Vos vivías sola, me dijiste, y a mi un subidón me recorrió las piernas hasta la boca del estómago. Tomemos una birra, te dije. Tenías una remera roja que te iluminaba la cara y le daba una tonalidad nacarada a los cristales de tus anteojos. Te atardecían los ojos antes de tiempo. Se terminó el empedrado, lo supe cuando dejé de patear piedritas para sentir la graba que salpicaba en las piernas descubiertas. Te adelantaste con las llaves y empezaste a jugar con el llavero. Me hubiera gustado decirte que yo también estaba nerviosa, pero solo pude agarrarme más fuerte de tu mano. Tu almacén es el único del pueblo. Ese infierno grande de jacarandas. La suerte echada me llevó a tu despensa una y otra vez. Incluso por cosas que no necesitaba. ¿Quién necesita velas cuando la vida láctea te llena la cara de pecas de lumbre? Compraba de a una lata de cerveza, con la excusa de que no se calentaran. Vos no me creías nada, pero igual me sonreías desde tu boca desenclosetada. Un cuadrado de ladrillos perfectamente apilados sobre un paredón de pasto con la línea del horizonte de árboles, ahí estaba tu casa. A cada costado de la puerta de entrada, había dos Santa Ritas fucsias que empezaban su ascenso queriendo devorar la terracota. Su aroma penetrante se me impregnó en la nariz y a los tumbos entré acompañada por la oscuridad del interior. Dejé que se me acostumbraran los ojos, vos enseguida abriste las cortinas, el relampagueo de luz me mareó y pestañee para enfrentar la tarde. Se te filtró el sol por la cascada del pelo lacio que llevabas en una cola de potra del conurbano. Todavía te tenía de la mano, asidas me mostraste tu casa. No había mucho mueble, pero todo tenía tu espíritu refulgente, ese que me hechizaba y me dejaba horas mirándote sin poder decirte nada. Voy a buscar unos vasos me dijiste, yo no te solté. Corrí a tu encuentro acortando los centímetros de aire que me mantenían en tu fuerza gravitacional. Un big bang. Sentí sobre mi pecho de tabla tus pezones duros. Subí mis manos por la parte de atrás y te afloje el corpiño que te cortaba la espalda. El peso de las tetas se soltó y te acaricié suavemente hasta que probé tu turgencia con mi lengua áspera. Me embriagué en tu miel hasta empalagarme. Me quise resguardar en esa eternidad de montaña fresca de cielo. Te volví a abrazar y nos quedamos tumbadas en el sillón tapadas con una manta caliente del sol que se colaba por el movimiento del viento suave de la ventana. Nos anocheció el día en las caras, pegadas, mientras bebíamos gotas de luna. Con las piernas entrelazadas nos acunaron las sombras de nuestras propias alegrías. Se proyectaban sobre la pared nuestra rupestre expresión primitiva.