A solo meses de haberse recibido con honores en la universidad de Zaragoza, beneficiada con una beca completa por su alto desempeño académico, la Dra. en Antropología y Etnografía, y Magíster en Arqueología Biológica por la universidad de Cambridge, Mónica Bolaño Vega tomó la decisión de retornar a su patria con la firme intención de dedicar su vida al estudio de las culturas que durante siglos y milenios han caminado estas tierras.
Así fue que en el año 1963, con veintinueve años de edad, la Dra Bolaño Vega, oriunda de la localidad de Navarro en la provincia de Buenos Aires, se instaló en la Capital Federal, en un pequeño departamento en el barrio del Once.
Ávida de incurrir a fondo en la investigación y el desarrollo de la ciencia en su país, acudió a todos los congresos y eventos en los foros correspondientes a la divulgación científica, participando asimismo con ponencias dedicadas a presentar resultados de sus investigaciones como estudiante en el viejo continente y sus viajes de estudio a diversas excavaciones a lo largo del extremo sudeste de la costa mexicana.
Durante esos primeros meses de estadía en la ciudad de Buenos Aires, la Dra. Bolaño Vega se codeó con los mayores referentes de la ciencia argentina de aquellos años, y su nombre no tardó en llegar a oídos del mismísimo Bernardo Houssay, el fundador y en aquel entonces director del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, quien, con el objetivo de desarrollar el interés nacional por la investigación en tal campo de estudio, encomendó a la Dra. Bolaño la investigación in situ de los vestigios de aquello que hacía casi cien años se había denominado “Conquista del Desierto”. Así fue que el reconocido Premio Nobel nombró a la Dra. Bolaño como directora de la investigación, quedando ella a cargo de un equipo de otros tres expertos y del equipamiento necesario para tales excavaciones.
El doce de septiembre del año 1963 la Dra. y su equipo, conformado por el Dr. en Historia y Antropología Gerónimo Valverde y el Ingeniero arqueológico Fernando Franzetti, decidieron comenzar a desandar el recorrido de las tropas comandadas por el entonces General Julio A. Roca. La expedición tomó así destino hacia el lugar en que la historia marca como el comienzo del fin de aquella sangrienta “Conquista del Desierto”, el diecinueve de agosto de 1882. La batalla de Cochicó, en la localidad de Victorica, en la provincia Argentina de La Pampa.
Para Bolaño Vega la experiencia no sería muy enriquecedora en lo respectivo a hallazgos de relevancia arqueológica y antropológica, mas sí en el terreno de lo personal ya que fue durante esos crudos días de campamento en la llanura pampeana cuando se consolidó una relación amorosa con el Ingeniero Franzetti, quien solo un año más tarde se convertiría en su esposo.
Si bien los recursos eran cada vez más escasos la investigación continuó por distintos puntos de la región patagónica y de la llanura pampeana y bonaerense. Sin embargo, a pesar de una larga recopilación de información sobre las costumbres y formas de vida de la región, como fruto de la investigación de Bolaño Vega, nada fue tan relevante como lo que ella esperaba o pretendía encontrar, dado que su interés excedía los sucesos históricos de la “Campaña del Desierto”.
El tiempo pasó, y con el golpe militar de 1966 el clima político del país resultaba muy ajeno a la financiación necesaria para este tipo de investigaciones. Así fue que durante los siguientes cinco años, Bolaño Vega y el Ingeniero Franzetti se dedicaron a formar una familia. Se mudaron a una casa en el barrio de Flores, en donde tuvieron a su primer hijo Francisco Franzetti y mantuvieron una vida ordenada durante algún tiempo.
Pero no duraría demasiado, ya que, a diferencia de su marido, la Dra. Bolaño Vega, lejos estaba de sentirse a gusto como científica de oficina, por lo que a comienzos de 1971 viajó a Inglaterra en donde, a través de viejos conocidos de sus tiempos como estudiante, consiguió financiación para llevar adelante nuevas investigaciones. La “Conquista del Desierto” no era materia de interés para la financiación extranjera, pero sí lo fue el arte rupestre y la industria cerámica de las poblaciones de la región meridional de la provincia de Mendoza. Estas investigaciones llevaron a distintas publicaciones de Bolaño Vega en la prestigiosa revista argentina Etnia, fundada por el mayor referente de la Etnografía y Arqueología nacional de aquel entonces (fallecido hacía pocos años, en 1966) el Prof, Enrique Palavecino, algo que le granjeó a la Dra. reconocimiento y prestigio a nivel local y regional.
Sin embargo, esto no fue suficiente y la frustración del ánimo de Bolaño Vega complicaba la vida cotidiana de su relación marital y la llevaba a descuidar aspectos de la crianza de su hijo de solo siete años. La vida urbana la perturbaba y se refugiaba en su trabajo pasando jornadas que superaban las catorce horas encerrada en su estudio. Pero el verdadero derrotero de su cordura comenzó por su interés en los primeros pobladores de América. Dedicaba casi todo su tiempo al estudio minucioso de los registros y diarios de viaje de expediciones tales como la de Magallanes – Elcano, la expedición ordenada por la reina Isabel I a los corsarios Francis Drake y Thomas Cavendish, o la ocultada expedición de Malaspina-Bustamante financiada por la corona de Carlos III. Según confesiones a su marido como único confidente, ella creía encontrar indicios de un descubrimiento revelador que eche luz a las teorías sobre los primeros pobladores de la América meridional. Sin embargo, parecía más bien un deseo forzado por la sobre lectura de estos materiales y la exagerada dedicación al trabajo, y no tanto una investigación con asidero real. Sus publicaciones eran rechazadas por falta de rigor académico, las personas que antes la llamaban ya no le atendían el teléfono, y no parecía haber universidad, fundación, ni institución alguna dispuesta a financiar su trabajo.
Así fue que sobre el final del año 1973, con la tenacidad propia de la obsesión, la Dra. Bolaño Vega decidió abandonar a su familia en busca de aquel hallazgo que parecía estar destinada a realizar pero que aún se negaba a ponerse delante de sus ojos. Durante largos meses nadie supo nada de ella, y cualquier intento de contactarla por parte de Franzetti era en vano, hasta que finalmente desistió en su búsqueda por temor a descuidar la crianza del hijo.
Durante ese tiempo de auscencia, Bolaño Vega recorrió gran parte de la zona septentrional de las provincias patagónicas de Neuquén y Rio Negro, y el sur de la provincia de Buenos Aires, muchas veces en soledad y otras veces en compañía de pobladores nativos de la zona.
Algo más de un año después de haberse ido, Bolaño Vega volvió a la casa de Flores en que su marido y su hijo vivían. Tras una larga sesión de disculpas y arrepentimientos, con una sonrisa de satisfacción dibujada en su rostro, la Dra. le contó a su marido los detalles del descubrimiento que había realizado. Bajo una especie de cámara natural dentro de una gruta en la rocosa costa atlántica al extremo sur de la provincia de Buenos Aires, Bolaño Vega halló los restos fósiles de un hombre. Según sus estimaciones se trataba un tehuelche que habría vivido en la época prehispánica, dado que por su ubicación en el mapa todo indicaría un estilo de vida cazador y recolector, y que por la apreciación de los restos podría tratarse de un cuerpo con datación de miles de años atrás. Y no era lo único. Ese cuerpo de un tehuelche llevaba consigo un brazalete de hierro con símbolos que nada tenían que ver con su cultura. Eran los símbolos Celtas del Trisquel y del Ailm. ¿Cómo sería posible que exista un cuerpo de un tehuelche con orfebrería celta, oculto en las profundidades de alguna rocosa y helada gruta lindera a La Araucanía patagónica?
La seguridad con que la Dra. Bolaño Vega narraba el hallazgo dificultaba una reacción incrédula. Pero es preciso mencionar que la locura no fue una razón ajena a las pensamientos del marido, mientras éste escuchaba los detalles.
Las dimensiones óseas evidenciaban que se trataba de un araucano, probablemente con un origen más al sur de dónde se encontraba el cuerpo. Pero lo más extraño eran esos símbolos del brazalete de hierro. El Trisquel, el signo de la sabiduria druida, muchas veces interpretado como la condensación del pasado, presente y futuro, otras veces como el cuerpo, la mente y el alma. La simbología del Ailm, por su parte, es incluso más curiosa, ya que en la tradición céltica está relacionado a las coníferas, un tipo de árbol muy especial para los pueblos de esa región, como así también de la región patagónica.
Pero estos símbolos esculpidos en el brazalete rodeando el brazo del cuerpo fósil de un araucano, ¿acaso significaba que estas culturas tan distantes habrían tenido un contacto hace tres mil años, del cual nunca se supo, o simplemente se trataba de un error y que ese cuerpo no tenía más de quinientos años y era algún indio patagónico que obtuvo ese brazalete de parte de los conquistadores? La conclusión obvia de la Dra. Bolaño Vega indicaba realizar estudios de laboratorio y trabajo de excavación en la zona, para lo cual era preciso financiación. Pero el supuesto hallazgo, aunque fascinante, parecía más bien una fantasía creada por una mente fatigada, por lo que se haría difícil conseguir el apoyo necesario.
Y ahora sí es donde me confieso. Porque la afectación de mi relato se volverá inevitable. Porque era ante mis ojos que aquella mujer juraba y perjuraba haber descubierto algo que podría ser considerado como un antes y un después en el estudio de la historia de la humanidad. La Dra. Mónica Bolaño Vega era mi mujer. Y a pesar de nunca llegar a creer del todo en su relato, desde aquel día, hicimos todo a nuestro alcance para conseguir los recursos necesarios que permitieran comprobar sus palabras.
Pero su desprestigio y la inestabilidad política y social del país armaban un combo que nos cerraba todas las puertas. Viajamos a España y luego a Inglaterra usando el poco dinero que teníamos ahorrado. Pero las fotos y las muestras que Mónica había tomado de su hallazgo, no resultaban prueba suficiente para aquellas instituciones que a penas nos prestaban atención. Sin embargo, volvimos a la Argentina con la firme convicción de instalarnos cerca de la gruta y llevarnos por nuestros medios aquel cuerpo del tehuelche druida, para exponerlo ante los ojos del mundo.
Y así fue que vendimos nuestra casa de Flores y nos instalamos a 120 kilómetros del hallazgo en el minúsculo pueblo de Cardenal Cagliero. Allí pude comprobar con mis propios ojos que ese cuerpo no solo existía sino que, gracias al microclima generado al interior de esa gruta, el estado de conservación era asombroso.
A pesar del malestar que nuestro hijo pequeño evidenciaba, pasamos casi cuatro meses trabajando minuciosamente para poder desentrañarlo de ese rocoso suelo. El clima de la región era muy duro y dentro de la gruta se volvía insoportable, especialmente porque el invierno avanzaba cada vez con más fiereza. Pero a medida que pasaban los días, nuestros cuerpos y nuestro carácter se tornaba más resistente, y la fuerza de la convicción nos empujaba a seguir. Habíamos abandonado todo, gastamos todos nuestros ahorros, vendimos nuestra casa y hasta habíamos negado a nuestro hijo la posibilidad de una vida normal junto a los demás. Ya era demasiado lo que habíamos puesto en juego como para irnos con las manos vacías.
Pero así fue.
Si me preguntaran por qué; por qué desenterramos cada una de las piezas de ese cuerpo exponiendo nuestros cuerpos y nuestra vida para después dejarlo allí en las profundidades de la misma gruta en que Mónica lo había encontrado, no sabría qué responder. Diría, tal vez, que se trató de una decisión algo mística, casi sobrenatural. Ese cuerpo fosilizado del druida tehuelche emanaba una fuerza que nos impulsaba a adorarlo, y no se trataba de un sentimiento de profanación culposa. Era más bien un deseo profundo de conservar esa fuerza contenida allí donde yacía hace miles de años.
Así fue, entonces, que decidimos irnos. Volvimos a Buenos Aires y al poco tiempo vino la dictadura, el exilio y la depresión, y jamás volvimos a hablar del descubrimiento de Mónica. Hasta hoy, justo un mes después de la muerte de mi amada mujer, a sus ochenta y siete años de edad, en manos de un virus que vino a sopesar a la especie humana y a poner el abismo de mi vida tan cerca como nunca antes lo había sentido. Y es por eso que hoy me dispuse a contar todo. Porque no quiero llevarme a la tumba su descubrimiento.