Era la madrugada del sábado 8 de febrero del 2014. Volvía de ver con mi mamá la obra de teatro Sonata de otoño (Höstsonaten, me encanta el sueco), la última función en El Picadero. Caminar desde el estacionamiento en Corrientes y Callao, donde dejamos el auto, hasta el pasaje Enrique Santos Discépolo fue delicioso. El centro era delicioso a la noche.

La obra es genial. Trata sobre las relaciones entre una madre tirana y egocéntrica, y las exigencias inagotables de su hija. Me vi doble. Representada. Y con mi madre al lado. Pensé en esas escenas nuestras de distancia, de orgullo y odio contenidos, pensé en la competencia a la que nos acostumbramos y de la que no terminamos de salir. Hay una pared de hielo que nos separa, que no logramos disolver, la dejamos que sea, como un modo de protegernos de nosotras mismas, de atrincherarnos.

Salimos del teatro mudas. Apenas pudimos mascullar frases distorsionadas sobre lo dura que era la obra. Ella usando un tono muy grave, lleno de dramatismo; yo con la sonrisa condescendiente a la que apelo cuando el drama me hace sentir quebrada.

Volví a casa perpleja. Físicamente cansada, pero insomne. Me quedé mirando largamente mi imagen en el espejo de tres hojas. Y descubrí que en dos de los tercios, mi imagen se repetía. Una, doliente. La otra, altiva.

El sábado me desperté obligada a cumplir con compromisos afectivos. Calor en la cocina, locura en los estantes de papeles humedecidos por una tempestad pasada, gente de visita para almorzar en casa, el cumpleaños de mi cuñada. La noche llegó y yo la alcancé destruida. Los únicos breves momentos que había tenido para mí, en los que hubiera podido descansar, me los pasé llorando desconsoladamente con una sensación de estar desorbitada, pura emoción, sin creencias ni saber, ni siquiera entender por qué lloraba. Algo intenso, potente me asechaba, y no era capaz de asimilarlo. Escenas de la obra se me venían a la cabeza: la madre pidiéndole a la hija que interpretara un preludio de Chopin, la hija accediendo a la espera de ser reconocida en la interpretación por la madre, la madre escuchando atenta y fría, registrando mentalmente los detalles en los que fundaría la crítica con la que rigurosa, establecería una antítesis de su propia interpretación (hábil, intachable).

A los ocho años escribí un cuento sobre un lugar imaginario donde vivían hadas misteriosamente malas y brujas inesperadamente divertidas. Cuando lo estaba terminando mi papá sobrevoló con su ojo de águila lo que decía el papel (una servilleta que conservo, amarilla por los años). Se entusiasmó con mi escritura y me dictó un final inesperado, en sintonía con lo que yo venía escribiendo.

Esto fue en un verano en la playa, en la casa donde pasábamos las vacaciones. Cuando empezaron las clases, llevé la creación, esa suerte de cadáver exquisito, para compartirla con mis amigas de grado. La maestra se enteró. Leyó lo que tenía escrito y le pareció tan bueno que me pidió que lo copiara en el pizarrón. Esa mañana, en todos los cuadernos se escribió una copia de mi cuento. A la tarde la maestra llamó a mi casa, pidió hablar con mi mamá y le dijo que yo era algo así como un genio con grandes aptitudes para la literatura. Mamá la escuchó, permaneció inconmovible, serena. Le agradeció. Cortó el teléfono. Jamás me contó de esta charla hasta hace pocos meses que le conté que entre recuerdos olvidados había recuperado aquella servilleta.

“¡No sabía que te había llamado la maestra!”, le dije con un tono de reproche solapado.

“Bueno, sí, varios decían que eras muy buena escribiendo”

“¿Pero qué?”, la interrumpí.

“Siempre fuiste muy exigente con vos misma”.

2 COMENTARIOS

  1. Tremendo relato Magdalena. Me encantó y me hizo vibrar.

    Esa ambigüedad de la “auto”exigencia por ser amada/reconocida que no se entiende bien si viene de afuera o de adentro: soy yo que le doy cabida e “interpreto” lo que me exigen desde afuera y debería “cumplir” o soy yo que me comparo e intento alcanzar el objetivo auto-impuesto de lo que yo entiendo que debería “servir” para obtener aquel reconocimiento… Lo que me consuela, en todo caso, es que “soy yo”.

    Cuántas imágenes reflejadas, y la última respuesta de tu madre del estilo “espejito rebotín”.
    Un placer, gracias.

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