Como todas las mañanas, va, como casi todas. Porque los fines de semana suelo ser un poco más improvisado, por suerte. Antes de irme al trabajo bajé a tomar un café con leche al bar Monte Castro, que tiene las medialunas de manteca más ricas que probé. 

Uno se va acostumbrando a todos los ruidos, carteles, la TV, el noticiero. Como si fuera un eterno loop que se repite y se repite. Salvo que ayer, mientras me perdía en la mirada de los colectivos que pasan por Av. Lope de Vega, vi una camiseta de Boca. Pero no era una más para mí, porque al instante y antes de poder reaccionar, la cabeza me envió la imagen del primer día que conocí a Emiliano. Iba con esa camiseta, la que Maradona llevaba puesta cuando volvió a su querido club. De azul oscuro y un amarillo potente.

Estábamos en la plaza y la pelota nos ponía, en un primer momento como contrincantes. Si no recuerdo mal, con 8 años de edad, fue un desafío muy importante ese partido. Creo que le gané, digo, le ganamos. Ya de chico levantaba la voz cuando se equivocaba, La puta madre! – gritaba cada vez que la pelota no hacía lo que él quería. Después del partido nos quedamos jugando en las hamacas – una vez que se le pasó el enojo por la derrota.

Por el barrio nos íbamos encontrando esporádicamente. En esa época, no había celulares, ni facebook. El encuentro era salir a ver quién andaba por ahí. El tiempo hizo que vayan transcurriendo muchos momentos que fueron forjando nuestra amistad.

En la adolescencia, si bien no íbamos al mismo colegio, como elegimos el turno mañana ambos, a la tarde nos seguíamos encontrando por el barrio. Él iba a la Escuela Técnica número 35. Mañana tengo taller- me decía con cara de tristeza. Y lo entendía, eran 2 días a la semana que entraba al colegio a las 7 30 de la mañana y salía a las 6 de la tarde, con un intervalo para comer. Más horas que las de un trabajo de tiempo completo. Pero él quería estudiar computación porque ya de pibe, le fascinaban los videojuegos. Jugábamos en su casa a uno de zombies. Nos daba tanto miedo, que a veces tirábamos los joystick con un tremendo grito. La madre aparecía – Chicos, vayan a jugar un rato a la pelota – y era el alivio. Sabíamos que llegó el límite por ese día en el mundo de los polígonos tridimensionales.

Recuerdo que en un momento de crisis de la adolescencia quiso dejar la secundaria. El post crisis 2001, hizo que sus padres se separaran – como los míos – y se hizo todo cuesta arriba económicamente. Voy a dejar de estudiar, Nacho – me dijo. Estás loco Emi, dale. No seas boludo. Bancala, ponete a estudiar. 3er año es difícil en todos los colegios. En ese momento yo estaba estudiando en el comercial 30, que quedaba a 10 cuadras de su colegio, y me pasaba a buscar. Al ser, el suyo, un colegio técnico, pasaba que no tenía mucho trato con pibas. Así que pasaba a buscarme y compartíamos alguna charla con mis compañeras.

Después de terminar la secundaria, arranqué mis estudios universitarios. Me anoté en matemática. Siempre me apasionaron los números. En ese momento de ilusiones un poco ingenuas, creía que haciendo la licenciatura después me iba a poder dedicar a escribir en los diarios, tener algún programa en canal Encuentro. Soñaba con ser una especie de divulgador, como Adrián Paenza. Pero la vida va cambiando. Ahora estoy trabajando para una empresa Mexicana, en un proyecto para modelizar distintos restos arqueológicos de ADN indígena que se encontraron en las pirámides de Oaxaca.

En esos años de estudios apasionados, le perdí un poco el rastro a Emi. Pero siendo ya momentos de redes sociales e internet lo ví metido en proyectos musicales, cosa que me sorprendió un poco. Si bien siempre fuimos de escuchar música, nunca me lo imaginé por esos caminos. Escuché algún disco de música electrónica que posteo en su facebook. Recuerdo que hablamos por chat varias veces. Me voy a anotar en Filosofía, Nacho. Estuve viendo unos programas de José Pablo Feinmann. El tipo dice que estamos todo el tiempo intentando evadir la idea de que nos vamos morir, me quedé impactado – me mandó por chat un sábado a las 2 de la mañana. En ese momento me dije – Bueno. Una noche de borrachera la tiene cualquiera. Pero a la semana se fue a Puán y se anotó.

Después de un tiempo, volvimos a hablar. ¿Cómo vas con la Filosofía? – le pregunté. Y me terminó contando que nunca pudo arrancar. Porque le salió un trabajo de tiempo completo y necesitaba trabajar si o si, antes que estudiar. Era un trabajo de oficina, como administrativo en una empresa que daba microcréditos a comercios. 

Estos tipos son unos chorros, Nacho. Estafan a la gente, les dan créditos con el 40% de intereses mensuales. Me da una bronca!. Quiero mandar a la mierda todo, no quiero laburar más acá – Me escribió después de un año de estar trabajando ahí. Y la verdad que si, lo eran. Al poco tiempo por suerte me contó que le salió un trabajo como soporte informático en un hospital público. Lo vi muy contento. El trabajo era de 7 hs por día, me contaba que quería empezar a ir a talleres literarios, porque había leído unos poemas de Borges y les habían fascinado. Ahora lo suyo era la poesía. Siempre fue un poco disparatado. Pero también me sorprendía la capacidad que tiene como autodidacta. Al poco tiempo que me contaba sus poemas, me dice. – Nacho, mirá. Creo que tengo mi primer poemario entre manos. Me lo pasó y lo leí. La verdad que no entendí mucho de qué hablaba. No soy de leer poesía. Hice un esfuerzo tremendo para responderle algo interesante y no quedar como un boludo.

Ahora, seguimos en contacto vía whatsapp. Yo acá en México, y él en Argentina. Me contó que se mudó con su pareja y adoptaron un gatx. Primero pensaron que era hembra, pero después le crecieron los huevos. Se llama Mila. Le quedó ese nombre. Y el último mensaje que recibí ayer de él fue: Nacho, voy a volver a intentar. Me anoté en la Universidad de San Martín para hacer Filosofía.